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Evocaciones y Criterios

Por Eduardo Escobar

Gonzalo Arango dice de sí mismo, citado por Armando Romero en su libro El Nadaísmo Colombiano, editado por Tercer Mundo de Bogotá: “Hasta los 17 años viví, estudié y fui virgen en mi pueblo. Nada autoriza a nadie a sospechar en mí ningún presagio en el sentido de una vocación literaria. (...) Si algún día llego a ser famoso, desautorizo a mis biógrafos para que inventen cuentos chinos sobre mi juventud. Fui tan insignificante que nunca me tomaron una foto antes del nadaísmo, ni me celebraron un cumpleaños con velitas de chocolate. Solo a los 21 años, cuando saqué la cédula de ciudadano, supe que el 18 de enero tuve el honor de nacer”. Y también dice, citado por el mismo Romero: “Si Gaitán no hubiera muerto, yo no sería hoy Gonzalo Arango. ¿Quién o qué sería? No lo sé. No juego a la nostalgia ni a la profecía. Pero sí tengo la certeza de que si Gaitán viviera, el nadaísmo nunca hubiera existido en Colombia. Entonces, ¿dónde estaríamos y qué estaríamos haciendo los escritores nuevos? Es casi seguro que hoy estaríamos al lado de Gaitán, con Gaitán a la carga, defendiendo sus banderas revolucionarias”.

En algunos apartes de Evocación de Gonzalo Arango, dice Jaime Jaramillo Escobar:

“Lo conocí en 1946. Era entonces un chico de aspecto delicado, lo más inofensivo del mundo, siempre con un libro bajo el brazo. No servía para jugar fútbol. Le gustaba mucho quedarse haraganeando en el río, disputándoles las guayabas a los pájaros, leyendo a Platón. Le reproché porque no iba a clase. Me contestó: —Vos sos pendejo. Platón es mucho mejor maestro que don Sofonías Arcila”.

(...)

“En ese tiempo la filosofía estaba de moda entre los estudiantes del Liceo Juan de Dios Uribe, en Andes, a la orilla del torrentoso río san Juan...”.

(...)

“Y además de la filosofía, también estaba de moda entre nosotros la oratoria, y los más aficionados se iban a gritar improvisados discursos al río y yo sé que el río los grabó, pero se los llevó hasta el mar, y ahora esos discursos andarán asustando a la gente de mar.

Porque entre ellos estaban los de Luis Aníbal Tascón, un indígena que llegó a ser abogado para defender a su tribu, y entonces lo asesinaron; y estaban los de Gonzalo Arango, que quería ser orador y filósofo, y muchas otras cosas, algunas de las cuales eran incompatibles entre sí, por lo cual tuvo que escoger, y escogió y no sabíamos que el escogido era él”.

(...)

“También organizamos un centro literario, el Centro Indio Uribe”.

(...)

“En 1949 Gonzalo viaja a terminar el bachillerato en el Liceo Antioqueño. Cuando lo vuelvo a ver es redactor de la revista de la universidad y secretario de la biblioteca y me deja leer los libros que se encuentran prohibidos, en una sala llamada ‘El Infierno’, de donde saco algo chamuscados a Thomas Mann, a Herman Hesse y a muchos otros grandes maestros que Abel Naranjo Villegas tenia condenados allí”.

(...)

“Muy pronto renunció a la universidad porque dijo que lo querían graduar de imbécil”, recuerda Jaime Jaramillo, y que se fue volviendo agresivo y sombrío. “Y una noche que me lo encontré en la Plazuela Nutibara estaba completamente transformado. Se subió en una banca, gritó como un poseso: —Yo soy Dios; huid de mí, y salió corriendo, o volando, no lo pude ver bien”.

Volverán a encontrarse en Cali cuando Gonzalo va a divulgar su nadaísmo misionero.

Los primeros años del nadaísmo los recordara después Jaime Jaramillo en su “Enésima Conferencia Nadaísta” publicada en El Mundo de Medellín el nueve de julio de 1988, así: “La propagación del nadaísmo se inició por medio de conferencias explosivas, pues hace ya mucho tiempo que la gente no reacciona si no se la sacude un poco. Con tales petardos se consiguió que la prensa se ocupara de los manifiestos nadaístas”. (...) “El gobierno, presidido por el doctor Alberto Lleras Camargo —enviaba la policía montada a disolver una conferencia académica sobre la poesía...” (...) “La biblioteca departamental de Cali accedió a que Gonzalo Arango utilizara el patio de atrás para una conferencia, pero llegada la hora cerró sus puertas con cadenas y candado y la conferencia tuvo que realizarse en una calle escalonada. Llegaron por arriba y por abajo y a punta de bolillo interrumpieron una disertación sobre la descomposición gramatical de la poesía, tema éste que la policía consideraba eminentemente tramposo y subversivo”.

En todas partes sucedía lo mismo. También en la Biblioteca Nacional de Bogotá. Cuando llegamos la calle 24 estaba llena de caballos y policías con bastones. Pero no solamente las fuerzas oficiales de represión la hacían para acallarnos, por una fatal incomprensión, por un desgraciado contraste de matices las llamadas fuerzas progresistas y los intelectuales liberales y de izquierda coincidían con los militantes del Opus en que representábamos un peligro para las sanas costumbres y censuraban nuestras proclamas con inmamables pataletas.

Nos declararon varias veces idiotas redomados, degenerados, mugre. Los insultos nos hacían sentir en la opulencia. Los nadaístas son declarados indeseables por las autoridades de Manizales. Van a Pereira. En Cali habían adherido a las promesas de la nueva oscuridad Diego León Giraldo, Jotamario, Alfredo Sánchez, Elmo Valencia, Fanny Buitrago, Dukardo Hinestroza, difunden el primer manifiesto nadaísta, escrito por gonzaloarango, primero y último documento programático del nadaísmo, editado humildemente con la solidaria financiación de Humberto Navarro, en la Tipografía Amistad de Medellín, donde está consignado: “El nadaísmo es, en un concepto muy limitado, una revolución en la forma y en el contenido del orden espiritual y la cultura”.

El grupo de Cali funda Esquirla, periódico del movimiento, que funge de suplemento literario de El Relator, donde se publica por primera vez en Colombia Aullido de Ginsberg, José Portogalo, Huidobro, la nueva poesía latinoamericana, norteamericana, conferencias sobre budismo zen y claro, cuentos y nademas, de Elmo Valencia, de Jotamario, epístolas de Amílcar Osorio, proclamas de gonzaloarango, poemas de Darío Lemos.

gonzaloarango no se contenta con el estupor de la provincia paisa; consulta con Fernando González; Bogotá le produce desconfianza (muchos años después de estar viviendo en Bogotá sigue pensando que no es una ciudad sino una enfermedad del alma con cielos de sudarios); el maestro está de acuerdo: Bogotá es esa simulación mortal para la cultura, como gonzaloarango teme; y sin embargo es necesario hacerse oír desde allá. Pero cuidado con bogotanizarse, le advierte. Ante todo hay que defender la autenticidad, la intimidad, la intimidad, ser uno mismo sin trastiendas, mantenerse a la enemiga sin dejarse enredar en marullas. Pocos días más tarde gonzaloarango dicta su primera conferencia en Bogotá, en el café El Automático, escrita en un rollo de papel higiénico. Despotrica contra el trabajo, la moral burguesa, hace tabla rasa en la tradición nacional y de la pobre literatura colombiana deja una hilacha; no deja títere con cabeza. La gente no sabe qué pensar de sus valores consagrados. Pronto caen las primeras víctimas del nuevo entusiasmo. Lader Giraldo publica en El Espectador un reportaje con Gonzalo Arango que lo pone de moda definitivamente. Sus declaraciones públicas están llenas de afrentas dirigidas, de sofismas despistadores, de anatemas de humor negro, suena nuevo en la gran solemnidad nacional, un descanso en la secular opereta. O por lo menos es uno que tiene valor de arriesgarse a exponer la farsa, de destapar la centenaria olla podrida. Sabe que a la gente le gustan las sorpresas como había aprendido de Amílcar Osorio cuando se tomaron La Bastilla en Medellín, así que se da el aire misterioso del espía del diablo, envuelto siempre en una gabardina que le da un aspecto apartado y nocturno. La timidez se encastilla en la eterna columna de humo del fumador. Dicta su cátedra en los cafés y las cafeterías, seduce, la capital de Colombia se deja conmover por la suave cortesía y la terrible ternura que exhala. Sacude y fascina. Hace publicar sus textos y los de sus amigos en los periódicos bogotanos. Sus amigos lo acusan de aburguesamiento, exhibicionismo y entrega, los nadaístas de Medellín planean agredirlo personalmente. Pero a la hora de la verdad, nadie es capaz. El se defiende. Los de Cali lo queman públicamente. El se traslada definitivamente a Bogotá, sin resentimiento. El nadaísmo despierta interés internacional. O Cruzeiro del Brasil, Venezuela Gráfica, publican sendos reportajes sobre el nadaísmo, surgen en Venezuela La Mandrágora, el Techo de la Ballena, movimientos epigonales, los tzántzicos irrumpen en Ecuador y Argentina, Chile, Nicaragua, los jóvenes recogen el eco y repiten el gesto. Se publican incontables revistas de poesía nueva en toda América en cuyas antologías los textos nadaístas ocupan un lugar destacado. Pero los nadaístas de Medellín siguen descontentos del lujo de la fama, contaminados por el escepticismo de Amílcar Osorio. Gonzalo es acusado de entreguismo y expulsado del movimiento. El permanece indiferente a las ofensas, se hospeda en Bogotá. En la casa de Santiago García se siente cómodo famoso aunque solamente tiene un colchón, un par de pantalones de dril, la chaqueta de pana y el sobretodo... o sobrenada. Como sus amigos insisten en el resentimiento, él ataca, y abandonando su primera concepción de poesía como “toda acción del espíritu completamente gratuita y desinteresada de presupuestos éticos, sociales, políticos o racionales”, les enrostra la inercia, la marihuana, las actitudes derrotistas. Se justifica y se toma en serio. Amílcar deja de entenderse definitivamente con él. Amílcar dice desdeñar los escritores profesionales, esos que llaman la vida literaria le parece una gran vanidad de la estupidez. Sea como sea el nadaísmo es un alboroto, una moda. “Varón sacrificial” llama Rojas Herazo a Gonzalo Arango. “Estos jóvenes son Cristo con blue jeans”, escribe. El mundillo intelectual se divide entre aquéllos que piensan que el nadaísmo es una monstruosa payasada, una burla inicua, y los que aprecian la frescura, las ganas de joder y escarnecer, la vitalidad y el desparpajo desacralizador que representan. Hoy parece mentira que aquellos manifiestos primerizos, muchos de los cuales se han gastado definitivamente y parecen en verdad meras majaderías a veces, hayan despertado entonces el ruidoso debate en el que metían baza los humoristas, los caricaturistas, los editorialistas, los gacetilleros, los obispos, los letrados, los académicos, los críticos literarios, cada uno en su pulpito de ardores y en su muerta especialidad y hasta el ciudadano de arriba y de abajo en las cartas al director que a veces eran cartas espurias fabricadas por el mismo Gonzalo para lastimar las heridas que había producido, y otras veces eran auténticos adelantos del linchamiento. Los nadaístas eran perseguidos, alabados, insultados, temidos y admirados. Y felices. Algunos espíritus débiles e hipersensibles entre los que se contaron jóvenes distinguidos y proletarios entusiastas le hicieron al nadaísmo el dudoso homenaje de cortarse las venas, saltar por las ventanas con su nombre en los labios o saltarse los sesos radicalmente. No es exageración. En Armenia un viejo locutor se agarró de un cable para aumentar la tensión lanzando un viva al nadaísmo. Y en Manizales había un señor que retaba a cualquiera que no estuviera convencido de que valía más un cojón de gonzaloarango que el cerebro de Marta Traba. Yo fui retado por ese. Y hubo otro que se cortó tres dedos, los que tendría de frente. Otros se hicieron clientes de la cárcel, para comprobarse a sí mismos que eran nadaístas revolucionarios de veras. O pararon en el manicomio, como si no les bastase el choque de insulina del nadaísmo. Unos mendigan. Otros se hacen los valientes sablistas y borrachos. O simplemente se casan y dimiten. Mientras Gonzalo agita y escribe, escribe, aporrea la máquina de francotirador de escribir, sus sobrevivientes discípulos de buena o mala gana apoyan el enfebrecido tecleteo de la Olivetti del Profeta, sostenida a punto de huevos tibios, Nescafé y fe, con atropellos y escándalos en sus provincias; divulgan cartas arrebatadas de bufonerías calculadas con la malevolencia requerida. Gonzalo bombardea los periódicos nacionales y las revistas latinoamericanas de poesía o de frivolidades, con nuevas antologías del arte nadaísta, nuevas figuras, Alvaro Barrios, Mario Rivero, Pedro Alcántara Herrán. Se montan sus obras de teatro. Hace guiones para la televisión. Adapta para el teleteatro El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez, su obra HK 111 alcanza éxitos sostenidos en Bogotá y Medellín, con la actuación del joven Santiago García y su mujer Mónica Silva. Además es invitado a coronar reinas, a servir de jurado en los concursos literarios, a dictar conferencias en clubes y cooperativas de empleados, en las casas de la cultura de los pueblos... y las conferencias son todas hirvientes acontecimientos con tumultos y asfixiados ahora que son soportadas por las autoridades y ya no tiene que pronunciarlas encaramado en la trompa de un auto como un frenético. Es envidiado y adorado, unos se lo toman en serio, otros siguen creyendo que es solamente retórica chistosa... pero se despelucan entre ellos. Dicen que es el niño terrible de la literatura colombiana. En todo caso es el man de moda. Su presencia no es procera, luce demasiado flaco, oculta su indefensión bajo el aire cultivado del enigmático. Dice que el diablo lo ha enviado a perturbar y que es el profeta de la nueva oscuridad. El temblor interior es auténtico. Tiene muchos seguidores su lirismo. El poeta les disputa el campeonato de la fama a los criminales, los políticos y los artistas de la farándula. Además aquellos concursos donde no se le invita como jurado, se los gana, y cuando no se los gana los pulveriza, inicia un torpedo inmisericorde de desprestigios para el jurado, el concurso como tal, la empresa patrocinadora, los parientes de los concursantes, que termina invariablemente en infamia universal de los interesados y los colaterales, de la literatura española y la cultura occidental, los valores establecidos y etcétera... Dispuesto a dejarse sentir, a expresarse totalmente, a ocupar su espacio sin remilgos, su estilo es mordaz, devastador, eficiente como un cuchillo. El propósito es cambiarle la cara a la vida, limpiarla de idealismos, denunciar por medio de la literatura y el arte la violencia solapada en el acuerdo nacional, abrazar la absurda utopía, contra el aseo presente. La cosa es ir en contravía de la simulación, la pobreza arcaica de nuestros deslumbramientos y la miseria de los falsos prestigios. Eduardo Caballero Calderón, Jorge Zalamea, Carlos Castro Saavedra, Rafael Maya, el cardenal y el general probaron sus venablos. Había que renovarlo todo, la escritura y el aire, fundar un nuevo estilo, trastornar los valores, la ortografía, los moldes del pensar, la escala de los sentimientos. A ultraje limpio rompe el huevo para renacer sin esperanza, compasión ni pudor. Le sobra talento.

En cierto modo el nadaísmo consumió todo ese talento. La contingencia, la batalla. El nadaísmo es en realidad —otra vez— la obra mayor de su vida. Su nombre ha quedado ligado para siempre a la obra de una generación que cambió la vida colombiana. Y el nadaísmo no le dejó respiro ni tiempo para él. No vale la pena quejarse si él mismo eligió consumirse en producir esta expresión viva de sí mismo. El centro es la existencia: y el nadaísmo y la renuncia a éste, momentos, estaciones. Y lo demás novelas perdidas, cuentos publicados y poemas, papelitos que decía Daríolemos, cartas, escritas a sus amigos y a sus enemigos, a nadie, manifiestos, reportajes, declaraciones, crónicas.

Pero el brillo se gastó en la contingencia y en el esfuerzo de ser, de encontrarse con un destino. Escritor activísimo y prolífico, no creo que exista en este lado del mundo un epistolario como el suyo más abundante y sabroso. Plagadas de generosidad, fantasías, humor, proyectos, en sus cartas trabajó como un antioqueño soplando en la brasa del nadaísmo, atrincherado detrás de una máquina de escribir, comunicaba, azuzaba, suscitaba, organizaba el trabajo de sus compañeros para darlo a conocer en Suiza y Honolulu, Colón, Madrid, Moscú, dando la batalla por la tierra prometida de la nueva expresión y del hombre nuevo. Solo hay tiempo para combatir y es perfectamente consciente de que gasta el tiempo de su literatura en el servicio de su fe en la poesía... Dicho con sus palabras: “Yo estoy atascado con mil deberes, oprimido. Me roban silencio para escribirte, tiempo para perderlo en vivir. Me siento como si la vida me hubiera soltado de la mano, existo al vaivén, ni siquiera escribo mi obra maestra. Uno es un tramposo hijodeputa. Uno se aplaza, uno se muere cada día en el reloj suizo, uno se suicida, uno es un fracasado que lo disimula muy bien en público pero el gusanito de la conciencia no duerme, no nos deja soñar, nada de trampas al gusanito, el gusanito es más jodido que uno y no se deja meter genio por guagua; cómo será de jodido que ni siquiera se deja fotografiar para salir en la revista Cromos, el gusanito se las sabe todas hasta la “última página”. Qué sabio es el gusanito, no me deja en paz el jodido, cómo me jode, el gusanito no me desampara ni de noche ni de día como el ángel de la guarda, qué susto me da cuando me recuerda que tengo que escribir mi obra maestra; yo siempre le digo, mañana angelito gusanito, deja dormir angelito desvelador, mañana te escribo tu obra maestra gusanitorroedor, pero el cabronangelito no se inmuta, sigue desvelando, entonces me levanto, voy al espejo, me asomo y le digo: ¡Hijodeputa! Luego me afeito, luego tampoco hago nada, me pongo a echar palabras al viento o al blanco como un loco teletipo y así se me va el día, la noche y la vida. Luego me acuesto muy cansado, muy triste, y lo de siempre: el jodido vuelve con sus bromas, la vaina esa de la “obra maestra”, Dios mío, que pesadilla. Yo trato de defenderme diciendo que me deje en paz, que me deje vivir, que me deje hacer de mi vida una obra maestra, que pensar es una porquería, que la literatura es un cheque chimbo, que son más bellos los girasoles, que el ron me gusta más que la Divina Comedia, que así es mi vida, que un coito es más erótico que las obras completas del Marqués de Sade, que mi vida es más existencial que el Ser y el Tiempo, que Descartes era un piojo, una duda, una cana al aire, que yo estoy loco luego existo, pero miento, yo no soy: yo ser... penteo. ¡¡¡Yo me asombro y pido socorro!!! Nada me asombra... y estoy solo... Solo como un soldado, solo y con miedo en mi trinchera... (¿No has visto cómo se parecen una trinchera y una tumba? Mírate al espejo y verás que se parecen endiabladamente. ¡Y olvídalo!).

”Oh Muerte, aquí está tu juglar... Tu serenatero... de medianoche, de cúbito dorsal, de cara al sol, de culo. Amén” (Correspondencia Violada. De una carta a Eduardo Escobar).

La obra es el hombre. La escritura es el testimonio, la pisada. El infierno del escritor esa agonía de no poder hablar más que por signos de la experiencia, de lo inexpresable por lo expresado. Más allá, sin embargo, de las palabras del agonizante, está su soledad, donde está inscrito. Fernando González puede decirlo mejor que yo: “Cada uno tiene el negocio suyo, el enredo que vino a desenredar, que es lo que desarrolla y representa realmente en este mundo; lo que digiere en sus varias representaciones que cree que son sus asuntos. Y casi todos creen que es con los demás y que son varias actividades, pero se trata íntimamente de un negocio personal, con uno mismo, digiriendo su persona para encontrar su originalidad. Y, como apenas apura la agonía, el pleito se va haciendo dolorosamente consciente, salta entonces la originalidad, y por eso es que sostengo que la mejor profesión es la mía, atisbador de eso. El agonizante cada vez huele más a sí mismo, camina, orina y hace todo como solo él puede hacerlo, en fin, va siendo él mismo”.

¿Oscuro? Porque es oscuridad.

En su ensayo de interpretación del nadaísmo, que publicó la revista Eco en el número triple de junio-agosto de 1980, Cobo Borda recuerda la relación de Fernando González con los nadaístas: “La irrupción nadaísta, treinta años después, lo llevaría a saludar con alborozo a Gonzalo Arango el primer desnudado de esta pobrísima tierra colombiana, como lo llamaría en las oscuras (sic) páginas de su penúltimo Libro de los Viajes o de las Presencias, en 1959. Pero fue en sus primeras y más tajantes enseñanzas donde el nadaísmo se fortaleció y en su singular religiosidad donde reconfirmó una de sus constantes, hasta el punto de que en 1968, Jaime Jaramillo Escobar, X-504, bien podría preguntarse si el nadaísmo fue, en realidad, una escuela de místicos. “Gonzalo Arango se defiende del cargo: No soy místico sino que no comulgo con eso que ustedes llaman realidad” (Adangelios).

Gonzalo Arango Arias, el muchacho de La Isla de tablas, era el mismo gonzaloarango, y el mismo que la víspera de su muerte leyó en el aleteo de la gallinaciega extraviada, el oscuro presagio. Los penúltimos no hicieron más que desvelar la intención encubierta de su sueño, salvado por la literatura del derecho y por la gloria de la nada de la literatura. “El nadaísmo preparó el advenimiento de Cristo en nuestros corazones”, escribe. El cristianismo de los últimos días estaba prefigurado en el humanismo redentor de Las Promesas de Prometeo, así como el mesianismo satánico de 1958, era el revés, las pesadillas y las tentaciones del anacoreta. Poeta disfrazado de pirata, cordero con piel de lobo, en uno de los primeros manifiestos nadaístas, el de los Escribanos Católicos, hay una plegaria que hubiera podido figurar entre los muñequitos de Providencia: “Cristo, ven a luchar con los nadaístas contra los escribas y fariseos”. Y sus últimos textos como todos los primeros hablan contra la misma mentira podrida del orden, la castración consumista del ser, la antivida embrutecedora, la trampa lógica, el orden policial de las tumbas, la prosa de la historia. Solamente en los primeros años del nadaísmo, abogó por una especie de arte por el arte, apartado de nociones éticas o morales, como inutilidad sagrada. Pero a partir de 1960, hasta el último día de vivir, el poeta solamente puede justificarse si es obrero de redención. La belleza está sometida a la moral, comprometida con el mundo. “Poeta”, dice, “sé duro y tierno como la gota de agua sobre la roca”. La literatura es compromiso. El sueño del poeta se identifica con el sueño del hombre y en la poesía y en la vida sellan un pacto por la afirmación de un mundo histórico, “en donde la existencia no sea un tránsito doloroso, agobiante, determinado por humillantes alienaciones de padecimiento y necesidad, sino un alto y honroso destino: el de crear para nuestra gloria el mundo que vivimos. (...) Mi literatura está ahora al servicio de estas convicciones que, a pesar de su aparente idealismo, son ante todo profunda libertad, libertad comprometida con un presente” (Gonzalo Arango, Correspondencia Violada, página 71). La oveja empieza a quitarse la piel de lobo de 1958, el horror apunta al alba de Providencia, donde se revela desnudo de adornos el antiguo amor por la intimidad sagrada (aquélla del masallá del río de la infancia) que es el aire del amor por la mujer de la poesía borracha del principio, como el del amor universal, los mansos textos de sus dos últimos libros. Ese río inocente era el que quería inventar, predicar, la palabra. Las salvajes conferencias, las cartas panfletarias, disfrazaban al poeta con tatuajes piratas y al beato desnudo del río con la piel de los bárbaros destructores de ciudades y culturas que lo ocultaban.

A veces las conferencias, leídas, no surtían en nosotros el mismo efecto que hacían por la presencia y la oportunidad. Eso me sucedió con la última conferencia que dio en Medellín, en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia. Cuando la leí no me electrizó de la misma manera. Y sin embargo, en el paraninfo, había sonado a la apoteosis del nadaísmo y de Gonzalo Arango; desde que entró teatralmente, fue una convocación del poeta en torno del héroe sacrificado. Yo solamente había visto algo semejante en los partidos de fútbol y en el recital de Eugenio Evtuschenko en el mismo escenario. Fue una gran manifestación de vida, la multitud escuchaba sin respirar, temí que por el número y la carga emocional el viejo paraninfo se derrumbara. La conferencia comenzaba haciendo una breve referencia al regreso del poeta como hijo prodigo al alma madre —lo mismo de siempre, regresar— vencedor y pobre, con la sola riqueza de sus palabras honradas. Recordó sus años de estudiante de derecho allí, habló de la justicia, del símbolo vendado que la representa, pidió que le quitaran la venda para que no fuera una justicia ciega. Pero en realidad la conferencia estaba dedicada al Che Guevara recientemente asesinado en Bolivia. La muchedumbre aplaudió frenéticamente. Yo vi que Gonzalo tenía el don y el poder de la palabra, como si estuviera listo él también para enfrentar la aventura de la nada cuya apología acababa de hacer en homenaje estremecedor al guerrillero. Y vi el drama de una multitud que espera todo de su poeta: no eran diez mil cabezas sino una sola llena de ojos y de alma. El ideal del tiempo era francamente apocalíptico y el poder de Gonzalo inmenso. Cuando salimos del paraninfo en el Nash de empujar de Rosa Girasol, su mujer, le pregunté: —Y ahora, ¿qué vas a hacer? No me contestó nada, ni siquiera: la revolución... como yo esperaba. Sino que siguió hundido en un silencio abrumado, asustado de ser el volcán, el espejo de los sueños de los otros hombres... como había querido...

Gonzalo era imprevisible. Unos pocos días después, invitado por su amigo el almirante Parra a despedir el Buque Gloria en su primer crucero, ungió de elogios al presidente Lleras Restrepo, lo llamó poeta de la acción y hasta lo invitó a cerrar el senado. Uno no podía creer que fuera el mismo que había quemado dinamita en el paraninfo, el mismo con quien habíamos mimeografiado hasta el amanecer el manifiesto de protesta dirigido al mismo presidente, por el allanamiento de la universidad con tanques y la expulsión de Marta Traba por el DAS, acusada de intervenir en la política interna de Colombia.

Los nadaístas lo volvimos a echar del movimiento. Lo castigamos con cartas públicas que el propio Gonzalo hizo publicar en Cromos en homenaje a la libertad de prensa. Encontrará la manera de hacerse perdonar y aglutinarnos una vez más alrededor de una revista, ahora: la revista que tanto habíamos querido tener desde el comienzo del nadaísmo, primero como la revista Nada que nada que salió nunca, después como La viga en el ojo que no pudo sobrevivir a Medellín y al matrimonio de su director, más tarde como El topo con gafas que tampoco pudo ver la luz, ahora se llama: Nadaísmo 70. “Por fin, una revista de nosotros”, nos escribe, “ustedes no pueden expulsarme del nadaísmo y tienen que ayudarme a hacerla”. El proyecto periodístico tampoco duraría mucho tiempo. Ocho números. Hay que estarle poniendo cuernos a los sueños. Este también se cansó pronto, de pronto... según las expresivas palabras del mismo Gonzalo se hartó de andar oliéndoles los pedos a los anunciadores que además empezaban a escasear desde que había publicado el reportaje sobre Planas, pero sobre todo unas apacibles fotografías de la modelo Dora Franco castamente desnuda. Así que una noche le dijo a Jaime Jaramillo Escobar su socio en la empresa: Renuncio. No vendo más avisos. De paso declaró que el nadaísmo terminaba para él, que era una tienda de ilusiones, un desierto gastado. Desdeñó públicamente su pasado de profeta negro. Y se fue a vivir a San Andrés, a diseñar la penúltima utopía, la de la mansa comuna de poetas. Providencia terminó siendo un libro de señalizaciones pero el país de esta ambición tenía un diseño más ambicioso. Se trataba de meter a todos los nadaístas en el paraíso final, a salvo de próximo apocalipsis de esta civilización utilitaria. Contaba, nos escribió a todos sus amigos, con el apoyo de los grandes brujos isleños de San Andrés y Providencia para construir un reino de amor sin sombrías apetencias intelectuales ni avaricioso materialismo— otro mundo solar.

Es claro por el estado actual de cosas que esta revolución florida de la felicidad terrena tampoco la pudimos realizar... Por obra de Dios o del diablo conoció a Angelita, se separó de casi todos sus amigos nadaístas que seguían aferrados a la alcantarilla, quemó los archivos de sus obras pasadas y empezó a escribir esos textos económicos que ya no parecen literatura, regidos por la misma norma mínima todos: lo que no puede entender Angelita o el zapatero de la esquina, no vale la pena ponerlo en palabras. La poesía farseaba. La filosofía confundía. Eran operetas de monos las vanguardias de consumo, pero el grillo versa bajo la piedra del antiguo templo de las ilusiones sistemáticas. Entre las cuales estaba el nadaísmo. Y adiós a todo otra vez, vender los libros, sacrificar el último jirón de la piel de lobo que le había gustado exhibir en la fiesta caníbal de este mundo. Vinieron años de meditación y encierro, de lecturas de los devocionarios de Fernando González, de expiaciones también, se arrepiente de los años de pecados del intelecto, le parece ahora absurda la pasada vanidad de oropeles de papel periódico, los antiguos deleites de escritor famoso de profecías. Se duele de haber conducido —eso pensaba que había hecho— tantos espíritus ingenuos y sencillos a un callejón sin salida, de haberlos arrastrado a los tormentos miserables de su egoísmo, al suicidio o al fracaso con cebos, le remuerde sobre todo haber escrito aquel “Sermón contra Jesús” publicado en Nadaísmo 70, y que no es una blasfemia según creo —pero nunca conseguí convencerlo de ello— si no ansias de resurrección contra la desesperanza irremediable de la culpa crucificadora. El golpe de gracia fue aquella vez, cuando Angelita lo invito a curiosear uno de esos predicadores puertorriqueños que ejercen la taumaturgia en los estadios. Al otro día lo encontré exaltado, había visto andar a los cojos... Me dijo. Entonces todo el campo consciente de su vida fue ocupado definitivamente por el ideal disfrazado antes ya sin maquillaje, por la sed de alcanzar el río que de tanto añorarse había desaparecido de lo real para volverse desvelado ideal metafísico de infancia, sabiduría, ganas de humildad, compasión y mansedumbre beata. Ya no hubo más deseo que ése de volver a la tierra. La preparación para la muerte.

El nadaísmo fue el camino que conduciría al lobo a la solidaridad, a la unión con el mundo contra los oropeles pudridizos de la página social.

El retiro del despojado, la última copia de la isla de tablas del solar de la casa paterna donde se encerraba a leer y a soñar con Rita Machuca, estuvo en Villadeleyva a la sombra de los monasterios. Había alquilado allá una casita. Los tres autores predilectos habían sido aumentados a cuatro, con Arturo Paoli, el autor de la Perspectiva Económica en el Evangelio de San Lucas, silenciosa contemplación de la pobreza sobre el fondo orgulloso de la historia; escribe pequeños textos, frases simples como cucharas. Y ese viernes se encontró con Amílcar Osorio, por pura casualidad, en mi casa, después de quince años de evitarse. Y ese sábado, ya reconciliado con su hermano, de camino al yermo del altar de las renunciaciones, el taxi ciego se dio de narices contra un camión loco. Mierda, alcanzó a decir. Y perdió el conocimiento. Murió de camino a Bogotá, un día lluvioso.

Sombra del olvido el recuerdo, al que se atiene el amor resignado. Una sola cosa es completamente verdad a estas alturas: los poetas no pueden morir del todo porque dieron testimonio de vida. Poeta desordenado, de relámpagos y tiempos, irregular e intenso, la obra de Gonzalo depara auténticos placeres —la primera, sobre todo— y algunas advertencias la última, especialmente, que quizás tengan algún valor contra los blandos lujos de nuestras conformidades. La vida de cada uno es la huella que deja en la conciencia del mundo, en el camino de sí mismo que es eterno, quién sabe. La vida del poeta se perpetúa en los otros, sigue siendo cambio en la posteridad. Y quién sabe qué transformaciones sufriremos todavía en el olvido cuando nos alcance. Y alcanza para todos. Así que no corran.

Bien o mal, he cumplido, se consuela. Ignora que el nadaísmo fue relativamente el cumplimiento de su destino, desconoce el orgullo que hubiera sido legítimo de haber aglutinado alrededor de un proyecto de libertad las cabezas más lúcidas e impetuosas de su generación. En cambio le pesan las viejas cartas de pólvora negra que habían querido despertar las momias, le estorba el pasado, los poemas del nadaísmo, las proclamas del estado de ánimo de la juventud colombiana, de la que fue expresión, asfixiada por la violencia y moribunda en la falta de fe, profundamente decepcionada: el mundo es irredimible sin amor. Cada uno tiene que salvarse a sí mismo. No hay esperanza sino en la autenticidad del propósito... La decepción del nadaísmo no nos salvó del horror nacional, pero la literatura colombiana tampoco se salvó de nosotros y dejó de ser para siempre sorda retórica importada; pasaron para siempre los días del poeta apartado de la historia en la torre de babas rosadas y la poesía entró en la vida de la calle, en desgarramiento del desarraigado. Pero a Gonzalo no le importa. No parece saberlo. Es la decepción de la decepción, ahora. La vida cultural le huele a burdel, la marcha positiva del hombre es un traspié, formas rotas del tiempo las conquistas, autocomplacencias roñosas. No tuvo el consuelo de imaginar que el pasado, el suyo, había expresado un estado del mundo con auténtica desesperación y ruido generoso. Siente la duda de que también esa expresión suya fue parte de la trampa del orden establecido del sistema. De qué vale cambiar la literatura si no pudimos cambiar los presagios del corazón, ni agregarle una sola luz al futuro ni una puerta a la posibilidad de todos... si el mundo seguía girando sin amor en el espacio vacío del egoísmo del poder.

Solamente tiene unos pocos libros. Desconfía hasta de los mismos adjetivos. Se ríe de los discursos. Y escribe para morirse: No hablar más, ser mudo, sola vía a la purificación de la vida.

“Para los nadaístas, ese grupo de jóvenes antioqueños decididos a tomarse la fama por asalto, la primera etapa de su operación literaria ha resultado fructífera. La policía, la prensa, las autoridades eclesiásticas y las ligas de padres de familia les han prestado una invaluable cooperación, como se dice; esta sería la hora en que los valores consagrados de las letras colombianas deberían sentirse trémulos ante la insurgencia nadaísta si en el país hubiera valores consagrados y si en el prestigio reducido que el público acuerda a nuestros letrados hubiera mayores diferencias entre el señor Caballero Calderón y el señor Amílcar U., por ejemplo. La candidez de los nadaístas reside así, ante todo, en sus pretensiones de buscar para su escándalo un ámbito de resonancias dentro de la literatura; en haber ignorado, con explicable candidez, que al país no se le da nada de sus literatos, que la gran parroquia “intelectual” colombiana viene a ser, en realidad, mucho más pequeña que la más pequeña de las parroquias de Medellín”. Hernando Valencia Goelkel, en revista Cromos, 1960, citado por Cobo en Eco en 1980.

“...Gonzalo Arango tuvo siempre algo de monje, de ermitaño, de místico frustrado, de anacoreta perdido —y predicante— en medio de una sociedad absurda. Hoy, en actitud de flor de loto y mirando hacia el cielo con arrobo, se diría que ha llegado a una culminación. Sin embargo, para nosotros sigue siendo difícil imaginarlo en actitud distinta de su rebeldía y de su demoledora y eficaz crítica, movida por su humor y sarcasmo”. Andrés Holguín, en su Antología crítica de la poesía colombiana, Biblioteca del Centenario del Banco de Colombia, tomo II.

Fuente:

Escobar, Eduardo. Gonzalo Arango. Bogotá, Procultura, Colección Clásicos Colombianos, nº 7, 1989.

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