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Gabo: el filósofo macondino

Gabriel García Márquez es, para mi gusto, el mejor novelista colombiano de todos los tiempos. En Europa dicen que Cien años de soledad es El Quijote latinoamericano, o sea, el Cervantes de este continente. Gabo, fuera de sus novelas en las que mete el más maravilloso arsenal de magia y realidad, nunca se ha “tomado en serio”. En sus reportajes periodísticos, bromea, frivoliza, se sale por la tangente. Es decir, no trascendentaliza al estilo aburrido y pedante de los intelectuales que no trabajan ni crean, pero que posan para la inmortalidad dando declaraciones lapidarias, conceptos aristotélicos, hablando de lo que no saben, dogmatizando sobre el cielo y la tierra. Gabo, al revés, se toma en serio en la soledad paciente de su trabajo, pero a la hora de la verdad, su obra saca la cara por él, y en sus libros está dicho todo. Lo demás es pasabocas.

Por eso me sorprendió un reportaje que publica la revista Enfoque internacional, que dirige José Arizala, y en donde García Márquez habla de su trabajo, de su pensamiento estético, de los compromisos del arte en la realidad social, y que me parece constituye su verdadero “credo” como novelista. Nunca antes había leído una confesión tan sincera y “seria” del gran escritor colombiano. Por eso considero necesario divulgar más extensamente lo que piensa Gabo de sí mismo y de Cien años de soledad. Con ese fin elaboré esta síntesis:

No soy dogmático

Siempre estoy experimentando, por eso mis teorías literarias cambian todos los días. No tengo una fórmula. El día que tenga una formula estoy acabado. Me contradigo. Quien no se contradice es dogmático, y ser dogmático es ser reaccionario. Yo no quiero ser reaccionario.

Contra la pared

La mala hora me colocó contra la pared. Pero sin La mala hora yo no habría podido escribir Cien años de soledad. Porque al quedar contra la pared, tuve que romper la pared. En distinto sentido, Cien años de soledad me ha vuelto a dejar en la misma situación. Pues bien, tengo que romper de nuevo la pared. Aspiro a que cada novela me coloque contra la pared.

El peligroso realismo

En La mala hora quise hacer un realismo directo. Quise comprometerme con una realidad que me había impresionado mucho: la violencia. Yo no podía ser indiferente a esa realidad. Y resultó mi peor novela. Porque en ella caí en las formulas, caí en lo que ahora algunos me piden que haga.

El escritor no es líder político

Hay gente que cree que los novelistas somos historiadores o políticos. Pero no nos pueden pedir que arreglemos todo. En mi viaje a Suramérica me di cuenta que la gente, especialmente la juventud, busca un líder. Y cuando surge un escritor, le piden que sea líder. No. Nosotros contamos cuentos. Yo escribo ahora lo que me sale del alma, creo que eso hace más por cambiar la situación, hace más por el país. Tengo una ideología, y a través del lente de esa ideología veo todo y hago cuentos. Caperucita Roja es un cuento que tiene ideología.

La dignidad del artista

Hemos reaccionado contra lo que podría llamarse el escritor mendicante. Antes los escritores querían ser una carga para la sociedad, que la sociedad los mantuviera, los subvencionara. Pero cualquier subvención compromete al escritor. Y esto es válido para todo tipo de sociedad. Esto es terriblemente peligroso, y es algo que me inquieta. Yo nunca he recibido una subvención, una beca, nada por el estilo. Cada centavo me lo he ganado con mi máquina de escribir. Ahora puedo vivir de lo que escribo, no porque escriba mejor ni distinto, sino porque he trabajado veinte años.

Ser rebelde siempre

El escritor debe mantenerse siempre independiente, debe ser siempre rebelde, en cualquier sociedad, porque la sociedad es infinitamente perfectible. 

Vamos a ver quién gana...

Todo es real en Latinoamérica. Por eso no creo que en mi novela haya una mistificación perjudicial de la realidad. Por ejemplo: relato la masacre de las bananeras en una forma que puede llamarse falsa, superficial, sin documentos históricos. Pero el hecho es que ahora hay en América 80 mil lectores que saben que en Colombia, en las bananeras, hubo una masacre. Antes no lo sabían. Yo describo la mecánica del hecho. Y cuando alguien me decía que este libro era peligroso yo digo que hubo tres mil muertos y que en realidad no hubo sino veintiséis, pero ustedes los informadores oficiales, reducen la cifra a veintiséis, yo la aumento a tres mil, a ver quién gana.

Yo voy mis restos a García Márquez: porque es de los pocos escritores que en Colombia juegan limpio, y lo han apostado todo a la belleza y a la verdad, con una honestidad profunda, lúcida, y digna del arte.

Cromos (2.661), Bogotá, 11 de noviembre de 1968, p.76.

Gonzalo Arango

Nota:

Contribución de César Cano para este sitio web.

Fuente:

Arango, Gonzalo. Ultima página. Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, marzo de 2002 (reimpresión de la primera edición de junio de 2000), pp. 276 - 279.

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