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Memorias de un
presidiario nadaísta

Capítulo 1

Por razones nadaístas, a veces justas y otras no, he ido a parar tres veces en la cárcel. De eso hace varios años, y para reconstruir estas memorias lo hago con ayuda de la imaginación. Es más seguro decir que la realidad es algo inventado. Pues si digo que la realidad es verdad, me llevan a la cárcel por cuarta vez. Pero yo no soy santo ni bobo para sacrificarme por esa cosa tan falsa como es la verdad en Colombia.

Cinco años de delincuencia

Mi carrera de delincuente extraordinario empieza en la Bella Villa de Medellín en 1960, año del Jubileo. Hacía dos, en 1958, mis amigos y yo habíamos fundado el Nadaísmo, y después de los primeros aspavientos publicitarios, empezó su fulgurante estrella a languidecer. A pesar de nuestras cabezas alocadas, peludas y desafiantes, los antioqueños se resignaron a soportarnos sin trabajar, y nos fueron olvidando. Para nosotros era una iniquidad que la prensa no hablara mal del Nadaísmo siquiera una vez al día. Esto nos puso furiosos. Por lo tanto, se imponía a marchas forzadas la necesidad de un milagro para resucitar el mito, pues ya los poetas del grupo se estaban colocando, y algunos decididamente enamorados amenazaban con casarse. Si no poníamos otra vez de moda el viejo famoso slogan de «somos geniales, locos y peligrosos», entonces se consumaba la devaluación del Nadaísmo como «revolución al servicio de la barbarie».

¿Qué hacer?

Ateos pidiendo milagros

Como siempre fuimos muy devotos y comulgadores, le pedimos a Dios un milagro. A los pocos días sucedió. El Colombiano lo anunció a siete columnas en su página de «Vida Parroquial». Allí leímos: «¡Medellín, sede del Congreso Nacional de Escritores Católicos!». Los nadaístas nos miramos en silencio, y a pesar de que ya no creíamos en Dios —«por la pica», para vengarnos de la castidad y las torturas del Seminario—, le dimos las gracias porque se dignó escuchar nuestras plegarias.

Los gerentes y la curia iniciaron los preparativos para que el congreso resultara muy solemne, según se usa en el pueblo antioqueño. Coltejer y Fabricato se disputaban con cartelones de trapo la propaganda, y de paso aprovechaban para recordar a los fieles que además de salvar el alma, buscaran el nombre de «Fabricato» en el orillo de la tela, o que «Coltejer» es el primer nombre en textiles.

El mimeógrafo de Carlos Jota

Entretanto, los nadaístas buscábamos un mimeógrafo por cielo y tierra para estampar nuestras cositas en un volante, pero nadie quería hacernos el favor. Nosotros decíamos que era para sacar unos poemas, pero nos mandaban con esa música a otra parte. Al fin fue uno de los poetas del grupo que trabajaba en Coltejer, el que arriesgó el empleo para sacar de noche el «Manifiesto Nadaísta al Congreso de Escribanos Católicos» en el mimeógrafo del primer nombre en textiles. Nosotros somos así, muy irónicos y con un alto voltaje de humor negro. Pero de esto y de todo era ignorante don Carlos Jota.

Al fin llegó el famoso día de instalación. Medellín se embanderó de sotanas de curas y de monjas. En todas las filiales de Andi y Fenalco se izó piadosa y mística la flamante bandera nacional, al lado de la antioqueña cuyos colores simbolizan: ¡Virtud y Trabajo! Era sobrecogedor. Los antioqueños y los nadaístas estábamos muy emocionados. Los escritores colombianos suspiraban felices como ruiseñores en la primavera de Junín, y el Hotel Nutibara —el más oligarca de Medellín— despedía un aroma de convento medieval: poesía, concupiscencia y santidad.

En el bar, bajo los parasoles de la piscina, grupos de vates de todos los rincones de la patria, susurraban y liquidaban botellas de whisky por cuenta de los industriales antioqueños, mientras sus miradas se extasiaban con beatitud en los traseros de las castas antioqueñitas que, ese día, como por casualidad, habían ido a la piscina a dorarse las excelsas virtudes de la raza, para inspirar a los idealistas poetas católicos. No es imposible que algunas de ellas se llamaran Teresa, en vista de la presencia de Eduardo Carranza, que precisamente se bebía todo el jerez de su madre España.

El Espíritu Santo en apuros

Ese día de gloria para la cultura antioqueña, El Colombiano había copado toda la edición con fotos de curas y poetas, y cada uno le decía en el saludo que era el mejor en su género. O sea, que este no era un concilio de poetas católicos, sino de poetas geniales. En fin, que bienvenidos a la cuna de la cultura católica, que era un honor, y que a nombre del inmarcesible pueblo antioqueño elevaban al cielo sus preces para que el Espíritu Santo iluminara sus cabezas y sus corazones, pues esos terribles comunistas y esos bárbaros nadaístas ni siquiera tenían papá.

(Yo no sé lo que pensó el pobre Espíritu Santo con semejante compromiso en que lo puso El Colombiano, pero si él es inteligente como supongo, pienso que llamó uno de los suplentes de la Santísima Trinidad para encomendarle el trabajito).

Yo personalmente no me enojé con el insulto de que no teníamos papá. Eso era más o menos cierto, pues el mío por fortuna ya estaba muerto. En cuanto a mi madre, que en paz descanse, sí estaba viva y era más camandulera que toda la venerable curia arquidiocesana. Tanto que les voy a contar:

Cuando el viejo se murió de 76 años, nos dejó una finquita de herencia para repartir entre la vieja y trece hijos. Valía como diez mil pesos, era toda su fortuna por haber trabajado honradamente. Cuando se lo comió el cáncer se ganaba trescientos pesos en la Contraloría. Él no pudo ascender mucho porque era muy trabajador y muy honesto. Los liberales lo habían echado del puesto de telegrafista en 1930; por godo. Como se quedó más varado y más embargado que una nómina de maestro de escuela, se tuvo que ir para una finca a peoniar. Eso duró todos los días y todos los años hasta 1946, en que gracias a Dios se cayeron los liberales, y los godos le volvieron a ofrecer un puestecito. Pero la desgracia fue que durante esos dieciséis años se le olvidó la telegrafía de tanto echar azadón, por lo cual lo nombraron secretario de algo. Como no ganaba gran cosa, hubo en la familia una verdadera hecatombe de matrimonios para que los más grandes nos cedieran la cuchara, los calzones viejos, y el cartapacio para ir a la escuela.

Vargas Vila luterano

Mi padre se sostuvo en el puesto hasta que se lo comió el cáncer. El pobre ya estaba muy cansado y deteriorado. A pesar de que era muy religioso nunca le alcanzaba el sueldo para pagar los diezmos y primicias a la Santa Madre Iglesia, y cuando se murió, a mi madre se le metió en la cabeza que mi pobre padre se había atrancado en el purgatorio a causa de los diezmos. Entonces decidió vender la finquita de la herencia por cinco mil pesos al contado, más o menos lo que sumaba un sueldo por año durante toda su vida. Mis otros hermanos estuvieron de acuerdo en que había que pagarle al viejo el seguro de vida eterno para que pudiera subir el otro ladrillo hacía la gloria celestial. Pero como yo ya había leído a Vargas Vila, me opuse rotundamente. Mi madre guardaba la herencia en una maleta en billetes de a cinco, listos para entregarlos al padre Ferro, un cura italiano, párroco de la iglesia de nuestro barrio de Boston, en Medellín. Yo, por razones vargasvilescas, me oponía a que le regalaran al cura italiano ese montón de plata. Mi madre alegaba que el viejo estaba secuestrado en el purgatorio, y que según las cuentas que habían hecho ella y el padre Ferro en el confesionario, Dios Nuestro Señor lo podía poner en libertad por esa suma. Entonces yo le propuse una fórmula de conciliación, de sabor humanitario y cristiano, que consistía en enviar los cinco mil a manera de diezmo al hospital de Andes, nuestro pueblo. Ella negó la fórmula alegando que una cosa era el hospital, y otra cosa era lo que había que hacer, o sea, llevarle la maleta al padre Ferro, en la casa cural de Boston.

¡Adiós dulce hogar!

La terquedad de mi madre me enfureció, y no me quedó más remedio que decirle:

—Oye mamá, ¿y si va y el viejo está en el infierno…?

Más me valía no haber nacido, porque mi madre se puso a chillar, a rezar, a maldecirme porque yo era un hijo desnaturalizado; que cómo se me ocurría pensar esa cosa infernal de mi padre que era tan bueno, tan cumplidor del deber, tan practicante de los mandamientos de Dios, que precisamente solo había cometido un pecado contra los de la Santa Madre Iglesia, y que por eso se iba a morir de sed en el purgatorio, si yo no dejaba llevar la maleta ya mismo…

Como mi madre tenía fe de carbonera y se estaba volviendo loca, yo le dije:

—Está bien, haz lo que te dé la gana, pero te juro que el cura se va a comprar un Cadillac con la platica del viejo, ¡maldita sea!

Como mi madre adoraba al padre Ferro, me echó de la casa por comunista, y yo me fui.

El gusto por las faldas, herencia única

Ese mismo día pagó el rescate del viejo y se sentía Dios en el paraíso. Al otro día me hizo telefonear a la universidad para decirme que me perdonaba y que volviera a casa. Pero yo estaba muy verraco y aguanté. De noche dormía en mi oficina de la biblioteca donde trabajaba, pues, quién lo creyera, yo era entonces profesor de retórica. Solo tres días después la camisa se puso puerca y volví al hogar. Mi madre me abrazó, lloró, ahora gracias a Dios todo iba okay en el cielo. Pero lo que mi madre no sabía era que al viejo le encantaban las mujeres. Y esta debilidad del viejo fue para mí, en vista de la maleta esfumada, toda la riqueza que heredé.

Yo ya era nadaísta cuando a mi madre se la comió otro cáncer. El poeta Amílkar U, y yo, la llevábamos por la mañana a la iglesia para que no la pisaran los carros, y regresábamos por ella al anochecer. A veces se nos olvidaba y algún policía le hacía el favor de pasarla de una calle a otra. Cuando le conté a Amílkar la historia de la maleta, dijo esto:

—Para mí que doña Nena tiene el complejo de Electra teológico con el padre Ferro.

Mi madre siempre nos decía de viaje a la iglesia que el padre Ferro era muy buen mozo y muy santo, como san Agustín, pero a mí me parecía un viejo adiposo y muy bruto, por lo cual Amílkar hacía la broma de que yo simplemente estaba celoso.

(Digo esto a ver si su reverencia ilustrísima se enoja y me envía la parte de mi herencia, pues estoy más pobre que un poeta. Su eminencia y yo sabemos que mi padre, por ese asuntico de las mujeres, no está en el purgatorio, sino donde sabemos).

Bueno, esta era mi madre. Por desgracia para su alma, no dejó al morirse ninguna finquita para sacarla del purgatorio. Por lo demás, ella ya había purgado infierno y purgatorio juntos soportándome a mí sin trabajar, sin sueldo y sin hacer nada. Ella pensaba que yo me había dedicado a nadar y que por eso mencionaban mi nombre en la radio como «nadaísta».

Como no sabía leer, nuestro único diálogo se limitaba a rezar el santo rosario, para lo cual me despertaba de mis borracheras vitalicias levantándome del pelo. Yo debía hacer todas las noches este sacrificio, a cambio de la dormida, la comida y un paquete de Pielroja los domingos después de misa.

Escritores católicos

Solo se dio cuenta de que el Nadaísmo era cosa muy fea, cuando oyó en los radioperiódicos la noticia de que yo estaba preso en La Ladera, como un vulgar ladrón de repollos. Pero era por otra razón: por lo del bendito Congreso de Escritores Católicos, instalado solemnemente a las tres de la tarde en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia, repleto de frailes y de poetas, de monjas y de ministros de Dios y del trabajo. Le había tocado al pobre Otto representar al Ejecutivo en ese acto de lirismo eucarístico; lo mismo al doctor Panesso Robledo el honor de representar al liberalismo, y todos los otros inteligentes de la plana mayor de la cultura que tenían de católicos lo que yo tenía de arzobispo.

Quiero decir que todo el mundo se escandalizó de verme allí, pero yo me aterré más de ver a todo el mundo con esos aires de sacristanes arrepentidos. Al único que no vi fue a Vargas Vila, y eso porque ya estaba muerto. En una palabra, allí estaban todos los que son.

Otto, al verme a veinte metros, me abrazó con una cálida sonrisa episcopal, como pidiéndome disculpas, mientras el gobernador Alberto Jaramillo Sánchez consagraba la patria a la Virgen del Perpetuo Socorro, y en suntuosas metáforas pedía perdón a los curas por el Indio Uribe y los otros apóstatas del azufrado Olimpo Radical, pues según sus profecías, ya Colombia marchaba sobre ruedas con el Frente Nacional y con el Sagrado Corazón de Jesús a la cabeza haciendo de locomotora. Lo demás, señores y señoras, era pura paja y poesía.

Nadaístas infiltrados

Los intelectuales católicos antioqueños (perdón por el pleonasmo) al verme muy estoico y recostado contra una pared del Paraninfo, pensaron que yo al fin me había arrepentido, y me invitaron a tomar asiento al lado del venerable clero. Yo dije que no era digno de semejante honor, y que para comenzar a expiar mis pecados de insurrección, prefería la penitencia de escuchar siete discursos de pie, inclusive el de Otto.

Mis amigos nadaístas sí estaban sentados, mimetizando sus revueltas cabelleras en los crespones negros de infinitud de sotanas, a la espera de que el gobernador Jaramillo Sánchez —príncipe clerical del liberalismo de La Montaña— terminara su discurso y llovieran las aleluyas de la beatería, pues lo que iba a suceder sucedería durante los aplausos, o sea, el delito ese del que me hicieron reo de sacrilegio.

Amílkar Judas

Olvidaba decir que en el plan nadaísta previamente convenido hubo un Judas que nos traicionó, el poeta Amílkar U, quien no cumplió la cita en el Paraninfo. Esa tarde resolvimos expulsarlo del movimiento por cobarde. Después, al saber la causa de su deserción lo perdonamos, pues resulta que la mamá le había capturado prematuramente la hojita mimeografiada del «Manifiesto Nadaísta a los Escribanos Católicos», y ella lo amenazó con que si no le confesaba la verdad le daría ataque al corazón. Amílkar, que siempre ha sido un hijo cariñoso por sus años de seminario en Jericó, le tuvo que confesar la pura y santa verdad, y el ataque le dio con mayor razón, por lo cual a la hora de los discursos Amílkar estaba como loco de parroquia en parroquia buscando un confesor para su agónica madre.

Al fin tronó, relampagueó y cayó un aguacero de aplausos sobre el religioso Paraninfo, y sucedió lo que tenía que suceder. Lamenté mucho no haberme podido quedar al discurso de Otto que seguía en turno, pues con esa «literatura de alcantarilla» con que los nadaístas dimos la bienvenida a los congresistas, mi presencia allí no solo resultaba sospechosa sino francamente un atentado contra la higiene, pues aquello empezó a perfumarse como una catedral en Semana Santa durante el sermón de las siete palabras. Fue por estética, querido Otto, y no por tu discurso por lo que me fui, y aquí te pido perdón en esta crónica.

Supongo que mientras el risueño ministro del Trabajo del señor Lleras invocaba las luces de la Divina Providencia, y sindicalizaba a los poetas bajo el obediente patronato del Niño Jesús de Praga (no el comunista sino el católico), yo iba con mi amigo Cachifo, por los lados del manicomio en un taxi, rumbo al barrio de Aranjuez, donde él tenía una amante que apodaba la Lora, y donde en calidad de prófugos de la poesía y la catolicidad íbamos a pedir asilo.

La Lora, ¡por Cristo bendito que no era tal lora! Era una víbora. Cachifo me advirtió que era mejor no decir nada, pues la tal Lora era muy rezandera como corresponde a una dama antioqueña, por además virtuosa como la lora, a pesar del cariño que le dispensaba. Así que para que no nos llevara el diablo, mi amigo dijo a su amiga que habíamos venido de paseo. La tal visita pronto degeneró en una fiesta con botella de aguardiente, pasillos, bambucos, y la radionovela de rigor en La Voz de Antioquia. Y por la noche, nada menos. Ya que los nadaístas éramos por aquella época muy abnegados y solidarios, íbamos a dormir con la Lora ménage à trois, porque solo había una cama, y para que, según el bueno de Cachifo, «el pobre Gonzalo no se aburra en el exilio». Todo era de perlas y yo me sentía feliz con tan lindas y amorosas perspectivas, si por desgracia el maldito programa de bambucos no se hubiera interrumpido para emitir un boletín extraordinario, urgente, insólito, ¡la hecatombe! El indignado locutor aullaba, pateaba, se desgarraba la garganta trasmitiendo la abominable noticia contra «un irrespeto, un increíble sacrilegio perpetrado contra el magno Congreso de Escritores Católicos por la pandilla de antisociales llamados “Nadaístas” encabezados por el sujeto Gonzalo Arango, que en este momento es perseguido por toda la ciudad para capturarlo vivo, muerto o borracho. También las magnas tradiciones católicas del pueblo antioqueño han sido ultrajadas. ¡El cielo clama venganza! Alerta, católicos de Medellín, las autoridades legítimamente constituidas para la defensa del orden y de la fe, solicitan a la ofendida ciudadanía colaborar en la captura del sacrílego apache y sus compinches, para lo cual deben llamar a los teléfonos tales y tales…».

La Lora parlanchina

La Lora se tragó la lengua al oír la noticia, y como naturalmente su cerebro era de lora, se le ocurrió la idea genial de llamar por teléfono para entregarme a la policía. Cachifo le expuso a su adorable e indignada dulcinea todas las razones razonables que pudo inventar para que desistiera de la burrada que iba a cometer, alegando en mi favor que el Nadaísmo era la cosa más espiritual del mundo; que yo era mejor poeta que Julio Flórez, a quien ella tanto admiraba; que yo, allí donde me veía, o sea en su propia casa, era nada menos que amigo íntimo del doctor Otto Morales, ese que es ministro; que yo además era dramaturgo («¿ya no recuerdas que vimos juntos en el Teatro Ópera la obra HK-111 representada por “El Búho”?»). Y como si no fuera suficiente, él es «el profeta de la nueva oscuridad», o sea, el fundador del Nadaísmo, cuya definición es: «un psiquiatra aplicando choques de insulina a la Virgen de los Milagros…». Como la Lora no acababa de digerir estas locuras y persistía en su propósito, Cachifo apeló a la última razón que le quedaba, y la durmió de un tierno puñetazo en el pico.

Poeta prófugo

Ya con la Lora en el nirvana, Cachifo y yo nos seguimos emborrachando al son de boletines extraordinarios sobre «el irrespeto al sentimiento religioso del pueblo antioqueño, y a los ilustres aedas que nos honran con su presencia». Pero nada que daban con mi paradero, ni siquiera Dios que me debía estar buscando con un rayo por cielo y tierra para fulminarme.

Al doctor Tuso Navarro Ospina se le pusieron los pelos de punta al leer el «Manifiesto Nadaísta», por lo que hizo redactar un comunicado de protesta a nombre del católico y glorioso conservatismo tradicional de La Montaña, y para desagraviar a los ilustres huéspedes mandó cantar una misa solemne con trisagio y todo en honor de los congresistas en la Metropolitana, a la que, por supuesto, quedaban invitados y citados los intelectuales y poetas, sobre todo los de filiación conservadora, a las seis en punto de la madrugada, con el fin de que los concurrentes pudieran llegar puntualmente a su trabajo, luego del oficio religioso.

Por desgracia para el devoto y virtuoso Tuso, los congresistas se dedicaron esa noche a beberse el Manifiesto en el grill del Nutibara, por lo que el Tuso esperó en el atrio hasta las seis y media, hasta las siete, y en vista de que nadie llegaba, de que lo habían dejado plantado, se dijo: «Estos liberales me dejaron con los crespos hechos». En vista del fracaso, él solito con su pila de fotógrafos se tuvo que mamar la misa solemne con trisagio, pues su plan era hacerse fotografiar comulgando con los poetas para luego enviar copias al santabárbaro doctor Gómez Martínez, y así llenar las arcas electorales del ospinismo antioqueño en los próximos comicios.

Otto ríe

Al ministro Otto casi le cuesta el puesto, pues en plena juerga en el Nutibara se puso a leer el Manifiesto en susurro, desvelando con su euforia a tres manzanas de paisas madrugadores, pues con cada risotada celebrando las ideas del documento, se turbaba el nocturno y apacible orden público de la Villa de la Candelaria: «¡Carajoooo —susurraba Otto como una manifestación en la Plaza de Cisneros—, estos nadaístas son unos genios…! Federicoooo, buscame a tu primo Gonzalo para darle un abrazo… Oigan esto… juaaaa… juaaaa… juaaa… juaaaaaaaa…».

Lo que no sabía el doctor Otto era que por allí cerca, tomando agüita de Bretaña, trasnochaban algunos intelectuales del Opus Dei, que al otro día le llevaron el chisme al arzobispo de que el señor ministro del Trabajo se había «embriagado», que tampoco había ido a la misa del Tuso y que estaba radiante con la hoja sacrílega de los nadaístas, que hasta se la pensaba llevar para leérsela al presidente Lleras en el Consejo de Ministros. Menos mal que a Otto no le dio esa noche por las mujeres, pues a estas horas estaría catalogado como «escritor de alcantarilla» arruinando con eso su casta y ejemplar vida pública.

Perdón inesperado

Los nadaístas seguimos escondidos. Los estoicos congresistas seguían deliberando de día y emborrachándose de noche. En una de las agitadas sesiones, un grupo de poetas propuso la conveniencia de excomulgar a los nadaístas por intermedio de la curia, pero algún iluminado tomista se opuso a la excomunión con la tesis muy radical de que precisamente era eso lo que nosotros buscábamos, o sea, el martirio, que, por lo tanto, el castigo debería consistir en no excomulgarnos. Después de sacramentales debates que hicieron oscilar el destino eterno de los nadaístas entre el purgatorio y el infierno, se impuso la tesis sustentada por el poeta Carranza, a nombre del grupo de Piedra y Cielo, y finalmente se optó por el olvido y un piadoso perdón, lo que significaba que los nadaístas éramos condenados implacablemente a volver al cielo folclórico de Carrasquilla y de nuestros abuelos.

¡Por Cristo que fue toda una derrota para nosotros, y un triunfo nocturno para los «escribanos»! Al fin se clausuró el concilio. En las conclusiones finales los congresistas, para pagar el inolvidable weekend y el whisky del Nutibara, ratificaron una vez más la consagración de Colombia al Corazón de Jesús, y propusieron como ejemplo a las futuras generaciones esos epónimos varones inmortales de la raza, paradigmas de virtud y sabiduría, sobra decir que esos eran monseñor Félix Henao Botero y el profesor López de Mesa. Los muy canallas ni siquiera me mencionaron.

Prisión también inesperada

Después del cóctel de clausura ofrecido por las Rentas Departamentales, a base de Ron Medellín Añejo con agua mineral bendita antes del acto por el Rector Magnífico, con el fin de que el ron no hiciera estragos en las mentes de los poetas, no fuera que se les ocurriera la pecaminosa idea de darse un paseíto por las casas de perdición de Lovaina, y devolverlos castos al seno de sus esposas, que fue precisamente lo primero que hicieron al regresar a sus respectivas sedes y hogares.

Cuando la Villa recuperó su ritmo industrial y todo lo del «sacrilegio» parecía haberse esfumado parejo con el humo de las chimeneas, Cachifo y yo nos montamos en el bus de retorno rumbo a Junín, exactamente al bar Metropol, sede de nuestras reuniones convulsionarias. Qué alegres íbamos esa mañana como si nada, felices después de unas vacaciones en la casa de la Lora, que al final fue doblegada su terquedad de entregarme a la Policía cuando se despertó al otro día muy encantada entre dos poetas en calzoncillos. Tuvo que reconocer que nunca se había sentido tan «respetada y atendida», como dicen en Antioquia.

Así que, al apearnos del bus, Cachifo fue a reconciliarse con su familia, y yo me fui a tomar tinto y a tacar una partida de billar pool para desentumecer el esqueleto después de cinco días de encierro. Ya estaba saboreando mi pocillo de café cuando noté que cuatro tipos ensombrerados me miraban muy raro desde otra mesa, como si les debiera o les cayera gordo. El más ensombrerado de todos llamó a la salonera, mi noble amiga Amantina que hasta me fiaba, y le preguntaron no sé qué. Ella me miró y dijo con la cabeza que sí. Entonces yo lo comprendí todo en un santiamén, pero ya era muy tarde para huir, pues en ese momento el sombrerón mayor se me acercó, me puso unas esposas, y me dijo sinceramente:

—¡Queda detenido!

Yo ni siquiera protesté. Todo lo que sentí en ese momento fue un deseo infinito de orinar.

Fuente:

Arango, Gonzalo. Memorias de un presidiario nadaísta. Editorial Eafit / Corporación Otraparte, Medellín, septiembre de 2018.

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