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Eduardo Escobar

En contravía de la
«impostura de vivir»

Murió casi imbatible en el oficio que llamaba de «mecanografía». Escribió hasta el último día. El poeta, periodista y escritor envigadeño fue uno de los fundadores del movimiento nadaísta.

Por Fernando Mora Meléndez *

La víspera del final, el poeta aún tenía cabeza para teclear, en un lecho de hospital, su última columna. Vivía de ofrecer su prosa como un huevo puntual para leer en las mañanas, a la hora del desayuno. Lo hacía como si cumpliera con la consigna de Francisco Umbral, quien dijo, poco antes de partir, que los buenos articulistas mueren escribiendo el artículo de ese día. Eduardo, que seguro lucía aquello que los doctores del dolor llaman «la magia de los últimos días», también dejó dicho: «No somos tan maravillosos ni tan brillantes como creen los demás cuando nos morimos primero. Ni tan malos como nos consideran cuando seguimos vivos, estorbándoles. Participando en esta gran impostura que llamamos vivir».

A pesar de que en el movimiento nadaísta la vida de sus autores se trocaba en relato literario y hasta en propaganda, Eduardo pensaba que la intimidad de los escritores tenía poca importancia a la hora de leer un texto. Recordó con encanto el primer volumen que le obsequiaron, uno de los Hermanos Grimm. No sabía leer en ese momento, pero los dibujos y aguadas grises de los castillos fueron el señuelo que capturó su interés por los libros.

Años después, en su adolescencia, el vicio de la lectura alarmó tanto a su padre que este lo conminó a salir a la calle a buscar amigos. El consejo atrajo un mal peor, pues fue cuando Eduardo conoció a unos jóvenes poetas precedidos por el tufillo de sus escándalos. Coincidían no solo en ideas sino porque todos vivían en el centro. Este último azar los llevó a escribir obras donde no existía el ambiente de barrio: ni canchas de fútbol ni parroquias ni bicicletas. Así lo aclaró varias veces él mismo cuando también dijo que no pertenecía a una tropa por gregarismo intelectual sino por pura soledad, para tener con quien rascarse las pulgas poéticas.

Se juntaban Alberto Escobar, Gonzalo Arango, Amílkar Osorio, Darío Lemus, Humberto Navarro y otros en Palacé con Maracaibo, a tomar tinto con el payaso Chalupín. Pero, cuando había fiesta, se iban yendo de a poquito, primero uno, después el otro, hasta que se quedaba solo. Llamaba a la mesera, asustado, y ella lo consolaba. Tranquilo, mi niño, que ellos ya pagaron. En ese momento, Gonzalo Arango, el apóstol mayor del grupo, tenía 26 años, diez más que Eduardo. Y temía que lo tildaran de corruptor de menores. Por cariño, lo llamaba Eduardito o el Nieto.

En el retrato del poeta adolescente, también hay un resquicio reservado al filósofo de Envigado. Es curioso cómo recuerda con pelos y señales cada visita que hizo al maestro Fernando González, con alguno del grupo, los domingos casi siempre. La primera vez, cuenta, no pudo ir porque tenía una cita galante con una novia en el Teatro Lido para ver a Sarita Montiel. La segunda vez, el maestro estaba triste porque le habían sacado una muela; la tercera, Eduardo se quedó rezagado de la charla, fumando un pucho de marihuana con Darío Lemus. El filósofo, para algunos beatos y para otros librepensador, sintió el olor a cannabis y confesó que había sembrado una mata de marihuana en su jardín, pero que las gallinas se la habían comido. ¿Por qué diantres les gustará la marihuana a las gallinas? Y, de colofón, Eduardo concluía: sin duda es una pregunta hegeliana.

Se asumía como un joven cocacolo de clase media, sediento de experiencias, algunas más exóticas, otras más refinadas. Pero mientras Amílkar flirteaba con damitas que tomaban chocolate francés, a él le atraían las muchachas mayores de su tertulia, como Dina Merlini. Ante sus requiebros, esta poeta, también nadaísta, miraba enternecida la bella cara del efebo, mientras le respondía, con voz acariciadora: «Es que a mí me gustan son los hombres y usted es un niño…».

Pero Merlini era también la más aguerrida para defender a su manada. Ante la insidia de los tropeleros de barrio, que odiaban a estos juglares de la clase media, y cuando los veían pasar les gritaban madrazos o les sacaban navaja, ella quebraba una botella y con el pico de vidrio hacía correr a los puñeteros.

Aunque ya había desertado de los planteles religiosos, el padre de Escobar todavía soñaba con enderezar el camino del poeta y hacer que imitara a un amigo de la familia que había empezado de mensajero en un banco y tres décadas más tarde ya era gerente. El modelo le paró los pelos. Persistió en la pernicia. Bajo el dictado de Blake, de que «el camino del exceso conduce a la sabiduría», exploró otros frutos ácidos de la bohemia a la que también se vincularon otras figuras antioqueñas como Carrasquilla, León de Greiff o Mejía Vallejo.

Eduardo Escobar, como Graham Green o Aldous Huxley, pensaba que el arte a palo seco era atormentador e invivible. Redundaba en ejemplos foráneos como los autores de la Generación Perdida, los beatniks o los románticos franceses. Y para darles aún más sustento a los antros, citaba el caso del café Procope, fundado en 1686, el más antiguo de París, y sin el cual la revolución francesa era inconcebible.

Aun así, como cualquier hijo de la montaña que se respete, era disciplinado. Cuando emprendía una aventura editorial, no descansaba ni sábados ni domingos. Rendido ya de corregir y de volver a poner la coma que había quitado en la mañana, despachaba el libro. Luego confesaba sufrir depresión puerperal y hasta de flacidez de vientre. Parir un libro es la única opción de ser madre que le queda a un caballero, había dicho Jardiel Poncela.

De este modo, escribió más de veinte libros. Los primeros cinco, desde Invención de la uva, fueron de poesía, pero luego hizo prosa no tan prosaica, donde se explayaba en sus obsesiones, los libros amados, los pasajes de su vida, tanto la figurada como la vivida, el santoral de sus autores, entre los que se juntaban de modo promiscuo Baudelaire y Santa Teresita, Gurdjieff y los Hermanos Grimm, Proust y Carrasquilla. A propósito de su oficio de poeta, que ejercía de modo algo secreto, mientras escribía alguna diatriba, declaró que «con el tiempo aprendí a cogerle respetico a la poesía porque uno escasamente escribe versos».

Otro de sus placeres, tal vez inspirado en su maestro Fernando González, consistió en ir en contravía de algunas ideas reinantes. A menudo, un admirador suyo se convertía en contradictor por lo que había escrito. Le sucedió con su amigo Alberto Aguirre, quién no le perdonó su adhesión a un político local, así como a González no le perdonaron su mención a Mussolini, o a Ezra Pound, ibidem. Sobre Aguirre, a quien apodó el Tirano, declaró no haber entendido su paradójica amistad. En sus años mozos, éste le publicó un libro de poemas, pero a la vez fue al único que se negó a defender cuando estuvo en prisión, con el resto de los escritores acusados de sacrilegio.

Sobre la consabida escena herética, tal vez la más sonada del prontuario nadaísta, que ha tenido más versiones que Rashomon, también Eduardo Escobar narró su versión, acaso la más cándida y verdadera. A la basílica no fueron los que dijeron estar y viceversa.

«La verdad es que fuimos a la misa de gallo por razones estéticas, para escuchar los coros del seminario. Luis Darío González, primo de Jorge Orlando Melo, hizo la invitación. Por qué no vamos a oír los coros del seminario en la misa de gallo que van a cantar a Palestrina (Giovanni Perluigi). Dijo. Y a todos les pareció bien. Lo de comulgar fue una ocurrencia de última hora, una mala idea para poner a prueba nuestros escepticismos, que alguien soltó por el camino y que dejó a los coristas con los crespos hechos y las bocas abiertas sobre el kirie».

En sus largos ensayos no se ufanó de tener la razón. Dijo además que solo eran intentos de ensayar. No acertar es también el cumplimiento de un destino crítico, qué le vamos a hacer. Y aquel «¿me contradigo y qué?» no lo declaraba con jactancia, pues varias veces, ante el albor de un saludo, respondía: «Hombre, por aquí dedicado a la mecanografía».

Lejos de su adolescencia nadaísta, a sus ochenta bien bebidos, con su morral terciado, su mostacho patriarcal, Escobar estaba dispuesto a esfumar cualquier polémica, mientras sorbía su narguilé para meditar su próxima agudeza. Hizo de la filosofía un insumo casero, al uso de su maestro Fernando González. Lo justificó cuando dijo:  «Todos somos filósofos en cuanto sabemos que vamos a morir y no sabemos dónde estamos, ni qué somos en últimas. Ni lo que representamos en la biosfera que parasitamos. Ni en qué consiste el tiempo».

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* Escritor y docente del Área de Creación de la Universidad Eafit.

Fuente:

Mora Meléndez, Fernando. «Eduardo Escobar, en contravía de la “impostura de vivir”». Suplemento Generación de El Colombiano, domingo 14 de abril de 2024, pp. 18-19.

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