La pena y la gloria
(Prólogo de «Memorias de
un presidiario nadaísta»)
Toda ciudad es Gomorra, porque para
sobrevivir en ella, hay que prostituir a Dios.
Gonzalo Arango
Por Jotamario Arbeláez
Muerto y sepultado, descendió a los infiernos el 25 de septiembre de 1976. Varones ilustres y piadosos, esos mismos que se ofendieron por su afán desacralizador, comentaron en sus páginas fúnebres que debieran canonizarlo. En verdad, fue lo más parecido a un santo por su cara de palo, sus bendiciones a la vida, su renunciamiento a las pompas y los faroles y por sus actos fallidos pero sinceros en aras de la salvación del mundo. Para la hora de su muerte había apagado en su corazón la brasa satánica, y predicaba un raro catecismo de ascesis y desprendimiento.
Me parece hoy sentir a Gonzalo Arango haciendo crujir sus huesos en su campo de aterrizaje, porque su amigo el poeta Jotamario insiste en exponer sus cueros al sol de la eternidad, presentando esos textos perdidos que tanto conmovieron en su momento los pálidos corazones de su generación. Porque fue toda una generación la que este nuevo flautista de Hamelin atrajo hacia el camino que no conduce a ninguna parte, y aún no acabamos de llegar.
Si Gonzalo Arango en vez de pensador hubiera sido asesino como Barba Azul, ladrón como Genet, traficante de armas como Rimbaud, para no hablar de otros delitos no por atroces menos impunes, no habría dado con su saco de huesos en la cárcel en tres ocasiones, para enfrentarse a las terribles torturas fisicopatológicas que se dan en nuestras guandocas. La sociedad medellinense y la apatía nacional permitieron que nuestro profeta se fuera de bruces contra la sordidez del hampa criolla en purgación de penas, por el delito múltiple de haber concebido, redactado, firmado lacónicamente por «Los Nadaístas», impreso en mimeógrafo y distribuido en una sesión académica un manifiesto cagado en contra de la solemnidad vociferante de whisky con agua bendita de los escritores católicos del sacro lar, en la por entonces ciudad de la eterna primavera y no del verano sangriento. Menos mal que la voz vibrante de Eduardo Zalamea en un editorial de la revista Semana y las gestiones de Alberto Aguirre lo salvaron a tiempo de ser pasado por las armas de los atorrantes, aunque no alcanzaron a impedir que fuera despojado de la pana de su chaqueta.
Pero como no hay condena que dure cien años ni escritor que se resista a la tentación de contar su experiencia, el trauma carcelario de Gonzalo, que tantas secuelas dejó en su buena memoria, le sirvió para escribir estas doscientas páginas por encargo para el semanario Contrapunto de Jaime Soto. Este defensor de la moral y de la fe pública se echó la bendición, se lavó las manos con jabón Pilatos, pero publicó puntualmente los dieciséis capítulos del folletón hasta que a la propia revista le pusieron su tatequieto. Con el producto de su prosa tuvo Gonzalo para comer durante cuatro meses lo que no comió en prisión. Y de paso aprovechó para enjuiciar a Colombia y a sus jueces y carceleros. Ocasión feliz además para escribir algunas de las mejores páginas elegíacas del idioma, como las dedicadas a su padre caminando de madrugada por la calles sin Dios con una maleta, las patéticas dedicadas al sacrificio de Raskolnikoff, su lobo pulgoso, o aquellas socarronas de emocionada gratitud hacia el Barroso, su defensor eficaz contra los conatos de violación y posterior ejecución de los hermanolos.
En 1972 Jaime Jaramillo Escobar me hizo donación de sus celosos Archivos del Nadaísmo, que él había compuesto y guardado con su proverbial rigor durante los trece años que llevaba «el inventico» en funcionamiento. Carpetas rotuladas año por año, periódico por periódico y poeta por poeta del movimiento, y naturalmente la obra publicada en prensa y revistas por Gonzalo era la más copiosa. Con ella preparé la antología de la obra iconoclasta del profeta, publicada por Carlos Lohlé en Buenos Aires en 1975, que hoy se vende en Medellín como «bazuco» en la puerta de una escuela en impecable edición pirata bajo los semáforos. Trataba con este libro titulado Obra negra, en momentos en que se nos resbalaba hacia una literatura de salvación y preñada de buenas nuevas, de rescatar para el mundo que iba quedando atrás la parte de la obra que los nadaístas remachados considerábamos eficaz de nuestro demoledor amigazo.
Dentro de esas carpetas venían las páginas recortadas con la crónica íntegra —aunque a decir verdad interrupta por la quiebra editorial— del paso apabullante del profeta por ese infierno que los presos llaman «La Ladera». En otra carpeta aparecía una hoja con el tronco de Gonzalo pintado por Fernando Botero, su compañero en la Universidad de Antioquia y Lovaina, que se había quedado en turno de publicación en la revista Nadaísmo. Con el producto de la venta de esa hoja, que días pasados encontré en la pared de la casa del pintor Armando Villegas avaluada en varios millones, dispensé una «palada» a cada uno de los más cercanos del grupo (X no me la recibió), pagué tres meses de arrendamiento de una choza en el Parque Nacional, compré una máquina de escribir igualita a la del profeta, que le envidiaba, dispuse para el alimento y me dediqué de lleno a pasar en blanco la mentada Obra negra.
Han pasado casi veinte años —de los cuales el profeta lleva quince en la eternidad—, y aquí estoy otra vez sentado sobre las mismas posaderas, frente a la máquina original de Gonzalo que terminé por heredarle, preparando la edición de las Memorias de un presidiario nadaísta. Como en aquellos días, los ojos se me llenan de nubes al contemplar en perspectiva esta generación nadaísta que la vida se ha ido llevando en los cuernos. Ya empitonó al profeta, a Amílcar Osorio y a Darío Lemos, y se abren las apuestas acerca de a quién apunta la próxima embestida.
Que en este libro vea Medellín cómo escarneció a su profeta. «Medellín, a la que amo tanto, por la que tanto muero». Y cómo él, en medio de su amor la maldijo entre dientes tras las rejas de su alma. Y como no hay deuda ni pena que no se cumplan ni se paguen, somos ahora testigos del karma urbano. Una ciudad que condena a su poeta a la irrisión, está condenada a su vez a ser pasto de las fieras.
Bogotá, 1991
Post scriptum de 2018
Este Gonzalo Arango no perdonaba una, ni vivo ni muerto. Su crónica acusatoria por el horrendo carcelazo al que lo condujera su manifiesto terrorismo verbal en 1959, contra el catolicismo y sus vanos escribanos y por extensión contra la antioqueñidad represora, fue editado en libro treinta y dos años después (veintisiete años atrás) por el Departamento de Antioquia en la Colección de Autores Antioqueños, auspiciada por el Instituto para el Desarrollo de Antioquia, la Fábrica de Licores de Antioquia, la Beneficencia de Antioquia y las Empresas Departamentales de Antioquia, vale decir, por Antioquia entera.
La maldecida mazmorra de La Ladera, la que además de albergar al profeta lo haría después con algunos de sus discípulos (1), cuando el sacrilegio contra la Santa Misión y luego por delitos menores varios, fue convertida en febrero de 2007 por el alcalde de Medellín Sergio Fajardo en pomposo Parque Biblioteca, para cuya inauguración fueron invitados en bloque los nadaístas sobrevivientes de entonces (2), como un desagravio del Establecimiento al profeta por retención tan injusta. Pablus Gallinazo y su banda dieron un concierto en homenaje al expresidiario, y varios de los poetas, dirigidos por el teatrero Tomás Jaramillo, escenificaron la crónica memoriosa. El toque nadaísta lo dieron los carceleros, interpretados por corpulentas y feroces modelos con látigos y trajes de disciplina.
No es poco tiempo sesenta años para que esta generación de los años sesenta coseche los frutos que no sembró. Los manifiestos del profeta, originalmente impresos en papel de envolver, circulan desde México hacia el mundo en la impecable colección Los Insospechables, al cuidado de Rodrigo Fernández de Gortari y Philippe Ollé-Laprune, editor y estudioso especializado en Georges Bataille, Aimé Césaire y demás poetas surrealistas. En bares y tabernas de muchas ciudades y pueblos pequeños de Colombia y el mundo se viene celebrando desde 2014, el 18 de enero, natalicio del fundador, la Internacional Nadaísta, comandada desde Nueva York por Michael Smith, con proyección de videos basados en fotografías y grabaciones de voz halladas en los archivos de su madre, Rosa Girasol. La Casa de la Cultura de Gachancipá, donde tuvo el accidente fatal, se nomina Gonzalo Arango. Los sesenta años de la fundación del Nadaísmo comenzaron celebrándose en Copenhague, Malmo, Helsinki y Berlín, con el apoyo del Ministerio de Cultura. La Biblioteca Nacional encomendó un panorama amplio de la poesía del grupo que resultó en 60 poetas nadaístas de los últimos días, para divulgación virtual y gratuita por el ancho mundo. La última Feria Internacional del Libro de Bogotá homenajeó al Nadaísmo en sus sesenta años. Y por si fuera poco, un monaguillo de su culto, confeso desde que ingresara en la política colombiana, hace algo así como cuarenta años, logró la paz de Colombia, Humberto de la Calle, lo que en rigor le merecería la presidencia. Hubo la profecía, no cumplida pero tampoco vencida, de que algún día Colombia será gobernada por un nadaísta.
La Editorial EAFIT, de la Universidad que preside Juan Luis Mejía Arango, viejo amigo de la corriente, se ha propuesto la edición de las obras señeras del profeta, y por extensión de algunos de sus apóstoles. Ya han aparecido Obra negra, Sexo y saxofón, Cartas a Aguirre, Cartas a Julieta, y aquí van las Memorias de un presidiario nadaísta. Con esta edición se entrega la novela emblemática del otro fundador del grupo, Amílcar Osorio, perdida por muchos años y rescatada, La ejecución de la estatua. Y la correspondencia iniciada en 1960 entre Jaime Jaramillo Escobar y Jotamario Arbeláez, X se escribe con J.
Sigo pensando de Gonzalo Arango que era un adelantado, un enviado, un iluminado, no de otra forma hubiera sido reconocido y bienvenido por el maestro Fernando González, el pensador de Otraparte, en su Libro de los viajes o de las presencias: «Voy a orar por este joven que se está desnudando». Con su admiración indeclinable, Gonzalo siempre revistió la memoria del filósofo brujo con las más bellas elegías, en conmemoraciones sucesivas de su deceso.
Medellín, Antioquia y Colombia, entidades territoriales que Gonzalo Arango amó y fustigó por parejo, y que fue amado y fustigado por ellas, con los reiterados reconocimientos a su memoria, quedan a paz y salvo con el acostado que arrastró a una generación a luchar por su dignidad con las solas armas de la palabra. Y que, pasados sesenta años, sus sobrevivientes no se resignan a colgar la lira.
Notas:
(1) | Darío Lemos, Eduardo Escobar, Jaime Espinel, Alberto Escobar, Diego León Giraldo, Guillermo Trujillo. |
(2) | Jaime Jaramillo Escobar, Eduardo Escobar, Alberto Escobar, Jaime Espinel, Jan Arb, Pablus Gallinazo, Jotamario Arbeláez. |
Fuente:
Arbeláez, Jotamario. «La pena y la gloria». Prólogo en: Arango, Gonzalo. Memorias de un presidiario nadaísta. Editorial Eafit / Corporación Otraparte, Medellín, septiembre de 2018.