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Gonzalo Arango:
20 años en la eternidad

Por Jotamario Arbeláez

Creo sinceramente que Gonzalo Arango fundó el nadaísmo para conjurar a la muerte. 45 años pasó por este paraíso de lágrimas hurtándole la carne al colmillo de esa serpiente. La engañaba con poemitas. O escondido bajo las sábanas de un desorbitado erotismo que contagiaba por su aliento de ternura. Nunca corrió peligro de muerte mientras permaneció sentado frente a su Olivetti de letras cuadradas recreando el mundo a imagen y semejanza de sus visiones. No es buen negocio bajarse de la máquina de escribir e ingresar en un taxi rumbo a Villa de Leyva en busca de paz. Allí le esperó la pelona a leerle su “última página”.

Había sacado de la nada una generación de insurgentes recién escapados del colegio o del seminario, y les impartió la orden ir por el mundo predicando la buena nueva de que la salvación se iba a demorar un poquito. Asumió con pasión y coraje sus convicciones y sus batallas contra los enemigos de la dignidad humana, por la que se jugó camisa y pellejo. La juventud vio en él uno de sus avatares y él supo premiar a sus seguidores con una rara juventud del pensamiento a través del tiempo. Representó, por su magnetismo personal y el poder de su verbo, la imagen mítica del poeta como voz de la tribu, más allá de los mismos Silvas, Flórez, Arturos, López, Carranzas, Zalameas, Vidales y Barba-Jacobos Bordas. Hundió mil millones de teclas clamando por el hombre-nuevo, con tal vehemencia que terminó concediéndole a la concepción derrotada de Dios una segunda oportunidad. En un país sordo a la voz de sus poetas, hizo del periodismo una tribuna lírica para cantar la tabla con acompañamiento rock. En la revista Cromos adelantó gran parte de su obra periodística, con reportajes, crónicas y su inolvidable última página. Cromos se suma a la conmemoración del vigésimo aniversario de su alejamiento de la máquina de escribir —que no de la tinta de imprenta que continúa consumiendo—, desempolva de entre sus páginas amarillas algunas de sus más destacables frases de combatiente, y las publica acompañadas por el testimonio de sus amigos más allá de la vida, un poco más acá de la fosa.

“Son de Medellín, más de 4, pero sólo sobresalen 4 por ahora, gonzaloarango, agitador principal del movimiento y el mayor del grupo (26 años) que escribe su nombre y apellido en una sola palabra y con minúscula y Amíncar (sic), Guillermo y Alberto, que no usan apellido. Se llaman nadaístas porque no creen en nada y porque todo les importa nada, excepto la poesía. Son poetas, al menos de confesión y están escribiendo su poesía. Todavía no tienen una definición completa de doctrina, la están elaborando y se encuentran en vías de publicar el consabido manifiesto, inédito aún por falta de plata, según ellos dicen”.

EDUARDO ESCOBAR: —Con notas como ésta, aparecida en Cromos el 28 de julio de 1958 (ilustrada con fotos de Alberto Escobar, Guillermo Trujillo, Amílcar Osorio y Gonzalo), comenzó a irradiarse el nadaísmo en Colombia, eso que nadie supo lo que fue, sino un cuerpo de ideas, un brote de locura, la poesía nueva, un fenómeno sociológico de la miseria o un perfume errante en una fábrica de martillos. Gonzalo Arango había nacido en Andes, Antioquia, en 1931, en una de esas familias antioqueñas, como dicen allá, de blancos pero honrados y honrados pero pobres; su padre era el telegrafista del pueblo, se llamaba Francisco y le decían Paco y la madre, doña Magdalena Arias se encargaba de las labores de la casa que es como llaman en Antioquia el claro oficio de dar a luz y criar a los hijos. Trece tuvo doña Magdalena, Gonzalo el menor...

GONZALO ARANGO: —Pienso que la sociedad en sus períodos de crisis levanta mitos para no dejar hundir el prestigio del espíritu. Yo nací para llenar la ausencia de valores mientras se restablece el equilibrio, y retorna cierta sensibilidad abatida por el materialismo y el griterío del tumulto. (Mi vida, Discos Bambuco).

EDUARDO ESCOBAR: —Las ovejas negras (o poéticas) de estas aristocracias de la paciencia comienzan por ser promesas de la estirpe, el pichón de cura que llegará a obispo o el cachorro de abogado que ascenderá a intrigante. Gonzalo fue el cachorro hasta cuando abandonó el derecho —por una siniestra inclinación a torcerlo todo, confesó más tarde...

JAIME JARAMILLO ESCOBAR: —Lo conocí en 1946. Era entonces un chico de aspecto delicado, lo más inofensivo del mundo, siempre con un libro bajo el brazo. No servía para jugar fútbol. Nadie... sospechaba... nada. Nos hicimos muy amigos. Ustedes saben cómo es cuando dos chicos en el colegio se hacen amigos: los profesores creen que son maricas. Si no fuera por los profesores, los muchachos podrían ser felices.

GONZALO ARANGO: —La ciudad es la gloria pasajera del hombre, su grandeza, su miseria, el botín de su victoria contra la muerte, la dignidad de su combate, la historia que le sobrevive. Por eso la admiro más que al cielo estrellado; más que al mar inmenso; más que al desierto con sus oasis y dunas móviles; más que a las montañas coronadas de relámpagos; que a los cráteres de fuego; que a las selvas vírgenes, casi como a Dios... (Cromos. La ciudad y el poeta. 1965).

EDUARDO ESCOBAR: —Los Arango emigran a Medellín donde terminará el bachillerato en el liceo de la Universidad de Antioquia. Allí se hace amigo de Fernando Botero cuya desmesurada ambición paisa de entonces consiste en comprarse algún día una finca en Sonsón para poder pintar sus preocupaciones, y pierde su virginidad intelectual, según dirá más tarde, con la lectura de un tal Lamartine. Es un chiste. La lectura ocupa cada vez más espacio en su vida. Sin embargo, aún aspira a diplomarse de abogado, y se esfuerza en eso. Más Verlaine, Kafka, Mallarmé, Los hermanos Karamazov. Aliosha lo deslumbra. Muchos años después firmaría como Aliosha su columna de la revista Cromos...

GONZALO ARANGO: —Pintura (de Botero) la más tierna para un mundo de agresiones apocalípticas, o lo que es igual: pintura apocalíptica que en un mundo dirigido por el terror, elige para sí la pureza, la ironía, la risa... Una explosión de formas liberadas a su propia fuerza para construir un orden, una estética de lo colosal, y lograr el milagro de convertir lo desmesurado y el horror en una nueva belleza. (Cromos, Botero, un pincel de pelo en pecho. 1965).

JAIME JARAMILLO ESCOBAR: —Cuando lo vuelvo a ver, es redactor de la revista de la Universidad y secretario de la biblioteca y me deja leer los libros que se encuentran prohibidos, en una sala llamada “el infierno”, de donde saca algo chamuscados a Thomas Mann, a Hermann Hesse, y a muchos otros grandes maestros que Abel Naranjo Villegas tenía condenados allí. Muy pronto renunció a la Universidad, porque dijo que lo querían graduar de imbécil, y se retiró a una casita de campo de donde sacaba bultos de naranjas que vendía él mismo en la plaza de mercado para poder comprarle papel a su devoradora máquina de escribir, esa devoradora máquina de Gonzalo que devoraba cintas sin parar. Poco a poco se fue volviendo agresivo y sombrío, y una noche que me lo encontré en la Plazuela Nutibara estaba completamente transformado. Se subió a una banca, gritó como un poseso: —”¡Yo soy Dios; huid de mí!”, y salió corriendo, o volando, no lo pude ver bien.

ELMO VALENCIA: —La que lo trajo al mundo no lo aguanta más y lo echa de la casa por comunista o por cualquier motivo; al fin y al cabo ella moriría sin saber que su hijo iba a ser famoso por sus terribles manifiestos que lo condujeron a la gloria por un instante, a La Ladera por varios días y a la perdición por muchos años.

GONZALO ARANGO: —Me faltarán palabras y siglos para bendecir los ojos azules y arcanos de mi madre, y los ojos negrísimos y fulgurantes de mi padre, y ese momento palpitante de angustia y de placer en que me miraron y me vieron, y yo caminé desde el abismo de mi posibilidad en dirección a la tierra a través de relámpagos, túneles y un firmamento de truenos que saludaron mi llegada a la vida por entre un cálido laberinto de vísceras y venas que acreditaban las dulzuras del mundo, la inefable belleza de un reino bajo el sol, a cuyo conocimiento sacrifiqué desesperadamente la razón para llegar a él. (Cromos. La moral es la cara fea del amor. 1966).

EDUARDO ESCOBAR: —A pesar de poseer el estilo más virulento y castigado, de ser el más radical y el que mejor se formulaba el propósito, gonzaloarango es al mismo tiempo el más zanahorio y circunspecto. Predica el desarreglo, la procacidad, la anarquía, la violencia, pero cuida la imagen calculada del poeta malintencionadamente despeinado. Pasea altivamente con líricas flores de escobo en el ojal de la chaqueta de pana, pero cuando algunos de sus compañeros comienzan a usar la marihuana y a probar el envilecimiento como experiencia poética de acceso a la santa locura y al puro despojamiento, Gonzalo es el más recalcitrante impugnador del método...

JOTAMARIO: —Nunca conocí un hombre que mirara con tanta intensidad a los ojos de sus interlocutores, a quienes dejaba galvanizados con el genio de su palabra. Cuando le conocí, en Cali, en el 59, me sedujeron sus ademanes de taumaturgo y el ribete de grasa en el cuello de su gabardina.

EDUARDO ESCOBAR: —gonzaloarango no se contenta con el estupor de la provincia paisa; después de estar viviendo en Bogotá sigue pensando que no es una ciudad sino una enfermedad del alma con cielos de sudarios; el maestro está de acuerdo: Bogotá es esa simulación mortal para la cultura, como gonzaloarango teme; y sin embargo es necesario hacerse oír desde allá.

JAIME JARAMILLO ESCOBAR: —En 1959 Gonzalo fue a Cali para fundar el nadaísmo vallecaucano, que resultó ser distinto del nadaísmo antioqueño, porque el nadaísmo antioqueño no conoció el humor. Después de una de esas conferencias iniciales que se convertían en casos de orden público, con cargas de la caballería, nos encontramos en un café de la calle 12, y allí conocí a Jotamario. Era un chico de aspecto delicado, aparentemente inofensivo, con un libro en la mano. Nadie... sospechaba... nada.

JOTAMARIO: —Cuando Gonzalo decidió “tomarse la capital”, en el año sesenta, rentó un cuartito cuya dirección nunca le dio a nadie (después supimos por un “sapo” que quedaba en la Perseverancia), y cuando los anfitriones lo iban a dejar en su carro luego de una noche de farra en burdeles del intelecto, él se quedaba a veinte cuadras de distancia para preservar su intimidad y salvaguardar su misterio y se iba caminando de madrugada por entre los atracadores capitalinos, que en ese tiempo estaban tan pequeños que apenas si los dejaban salir a la calle.

ELMO VALENCIA: —El profeta casi no le jalaba a la cuchara, era delgado, el santo más flaco de este siglo. El mismo decía: “Lo que me salva es mi definitiva vocación de fakir: 10 tazas de café, 19 horas de trabajo, 5 de sueño, 3 paquetes de cigarrillos y 2 huevos duros cuando me acosa el hambre. En realidad no sé de qué vivo”. Pero vivía, tenía un corazón muy grande. ¡Qué gran amigo era Gonzalo Arango!

EDUARDO ESCOBAR: —En todas partes sucedía lo mismo. También en la Biblioteca Nacional de Bogotá. Cuando llegamos a la calle 24 estaba llena de caballos y policías con bastones. Pero no solamente las fuerzas oficiales de represión la hacían para acallarnos. Por una fatal incomprensión, por un desgraciado contraste de matices las llamadas fuerzas progresistas y los intelectuales liberales y de izquierda coincidían con los militantes del opus en que representábamos un peligro para las sanas costumbres y censuraban nuestras proclamas con inmamables pataletas.

GONZALO ARANGO: —No vivo para la gloria, ni el poder. Vivo para mí mismo, y soy sencillo. Aspiro, a lo sumo, a lo que amo, y nada más. Si no acepto las ambiciones y los desafíos del poder y la gloria, no es por cobardía; si no me dejo quebrar los dientes y el alma en las disputas políticas y sociales, no es por cobarde. El heroísmo de la brutalidad no se hizo para mi alma que sólo cree en la fuerza de la creación, de la vida, y en la resistencia a morir. Sólo a eso llamo coraje. (Cromos. Prosas para leer en la silla eléctrica. Enero 31 de 1966).

JOTAMARIO: —Fue entonces cuando se decidió por el periodismo, como una manera de mantenerse en contacto con su público y de deslizar sutilmente en sus crónicas su filosofía y su lirismo. El periodismo le daba para calentar su panza con un plato de fríjoles interdiario y dejaba a la poesía el cuidado de los alimentos del alma. Estoy seguro que escribió en todos los periódicos del país, pero principalmente en El Tiempo y en la revista Cromos adonde lo llevó la amistad generosa de don Camilo Restrepo, a la que correspondió con tal fidelidad que cuando el director hubo de renunciar, Gonzalo se fue con él hacia ese lugar indeterminado que se llama ninguna parte. De modo que Cromos, que exalta una reina de la belleza cada año en sus portadas, fue quien catapultó a este cultor de la belleza nueva a través de la poesía incrustada en el periodismo.

EDUARDO ESCOBAR: —Escritor activísimo y prolífico, no creo que exista en este lado del mundo un epistolario como el suyo más abundante y sabroso... “¡¡¡Yo me asombro y pido socorro!!! Nada me asombra... y estoy solo... solo como un soldado, solo y con miedo en mi trinchera... (¿no has visto cómo se parecen una trinchera y una tumba? Mírate al espejo y verás que se parecen endiabladamente. ¡Y olvídalo! Oh muerte, aquí está tu juglar... Tu serenatero... de medianoche, de cúbito dorsal, de cara al sol, de culo. Amén”. (Correspondencia violada. De una carta a Eduardo Escobar).

ELMO VALENCIA: —Fue un accidente absurdo, porque no hay razón para que una chatarra sin matrícula alguna le hubiera quitado la tapa de los sesos a uno de los más brillantes escritores de nuestra generación. El impacto fue tan sorpresivo que sólo alcanzó a decir: ¡Mierda!, palabra que en honor de su belleza lingüística el Banco de la República la debiera imprimir en la próxima serie de billetes desvalorizados que lance a la circulación.

JOTAMARIO: —Sus ojos se cerraron y el nadaísmo siguió andando. ¿Hasta cuándo nos dejarán rodar? ¿No habrá quién nos pare? ¿Hasta cuándo estaremos condenados a repetirnos en esta patria a la que no le entra la letra de nuestras canciones por más sangre que se derrame?

GONZALO ARANGO: —Lo único que siempre dejo para mañana, es mi muerte... La muerte existe solamente en el hombre: por eso no muere el mar, no muere el río, no muere el árbol, no mueren las estrellas. Sólo muere el hombre, porque “sabe” que muere. (Cromos. Un girasol para mi muerte. 1965).

ELMO VALENCIA: —Hace dos años fue cremado y sus cenizas las llevamos a Andes, donde fuimos recibidos por Monseñor, el alcalde, las bandas de guerra de los colegios y el ejército que andaba buscando guerrilleros. Hasta ahora ya han profanado la cripta y se han robado tres lápidas y andan diciendo en el pueblo que al que visita su tumba, Gonzalo le hace “el milagro”. A mí me hizo el milagro. Cuando regresé a Bogotá me habían robado el apartamento, incluyendo el retrato de Rasputín que tenía en la pared. No se robaron la pared porque Gonzalo es muy grande.

JOTAMARIO: —En el cementerio de Andes, hoy 25 de septiembre, se ha alzado un obelisco que apunta a un cielo increíble, como monumento a la memoria de la oveja descarriada del pueblo, que regresó sin lana y sin vida, en los puros huesos pero inmortal, para que se cumpliera su vaticino: “Nací en Andes, un pueblo sin gloria que se hará famoso por mi nacimiento hace 30 años y muchos meses”.

GONZALO ARANGO: —Quizás, de tanto sumergirme en la nada y en el lodo descubra que existe otra luz, otra vida, entonces despertaré de este reino de muerte, y me levantaré como un resucitado. (Memorias de un presidiario nadaísta. Frase escogida por Juan Carlos Vélez como epitafio para monumento al profeta).

JOTAMARIO: —Gonzalo Arango, el profeta que nos metió a todos en esta aventura con salida al abismo que es el nadaísmo, cumple 20 años en la eternidad y otros 20 su máquina de escribir sobre mi escritorio. Y su obra nadaísta sigue marchando como si la acabara de escribir, en impecable edición pirata. Paradojas de la vida y de la muerte. Ahora que el profeta yace bajo tierra más frío que una argolla de matrimonio, su obra negra se vende como pan caliente.

GONZALO ARANGO: —De este cuerpo que tanto sufrió y tanto te amó, sólo deseo que quede a manera de inmortalidad, el puñado de polvo donde florezca una flor cuya belleza testimonie que fue hermoso vivir para amarte, y que junto nos defendimos de la muerte, y juntos luchamos por la frágil belleza del día. (Cromos. Carta a Teresa Alegría. Marzo 1966).

ELMO VALENCIA: —Gonzalo, para que guardes el último polvo en que has quedado, con el próximo nadaísta que saque la mano te enviaré una cajita de condones autografiados por todas las mujeres que te amaron, que fueron muchas porque tú supiste hacer del amor una emoción cósmica, delirante, casi apocalíptica. Pero si ninguno de nosotros se muere, porque según la nueva Constitución del 91 los poetas somos inmortales —”mico” que creo será derogado—, entonces Gonzalo, mi amigo del alma, no te preocupes, la cajita de condones te la enviaré en el avión presidencial.

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(Las frases-citas de Eduardo Escobar fueron tomadas de su biografía de Gonzalo Arango editada por Procultura; las de Jaime Jaramillo Escobar del texto Evocación de Gonzalo Arango, leído en la Casa Silva el 25 de septiembre de 1986, y las de Elmo Valencia de la conferencia pronunciada en la misma casa el 25 de septiembre de 1996. Las de Gonzalo Arango fueron tomadas en su gran mayoría de la Ultima página, su columna de Cromos).

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Fuente:

Revista Cromos, septiembre 30 de 1996, pp: 31 - 36.

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