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Los cristos de Salsipuedes

A Jorge Marín Vieco, soplador del fuego de los dioses, poeta del dolor que enternece los bronces fraguados de los sueños más duros, desencadenador del alma de Prometeo en nosotros: te va mi corazón para que ardas en un abrazo…

Si el Gólgota fuera sublime por el paisaje, y no por el poeta que coronó su destino en el peñasco, esta colina sería del linaje del Monte Sagrado. Sin embargo, no las separa un abismo. Una común devoción al hombre y a los valores del espíritu las une en la distancia y el tiempo.

En esta colina retirada por donde se pone el sol, vive un artista que padece la belleza y los símbolos del calvario con mística y auténtica pasión humana: Jorge Marín Vieco: escultor.

Su casa se llama «Salsipuedes», como la canción que Lucho Bermúdez compuso en su honor en 1948. Vecina del cielo, pero no distante de la ciudad que se extiende en el valle deslumbrante de sol, titilante en la noche estrellada: Medellín.

En esta plenitud en que reina la sencillez, hay un derroche de flores. Un jardín dionisíaco en que la profusión es una borrachera, un éxtasis. La naturaleza proclama sobre los tallos su perfección efímera, su infinita voluntad creadora, el misterio de la belleza.

«Salsipuedes» es la humildad misma. Pero el amor, los sueños, la creación, consagraron esta morada en un templo al espíritu. Se percibe un silencio de reconciliación y paz, que sólo se quiebra cuando el artista está creando sus cristos de  bronce rojo.

A los broncos estertores de fundición se une un piano que ejecuta una sonata, un preludio, posiblemente una improvisación inspirada del joven pianista de doce años Jorge Alberto, o también una tímida melodía de violín que interpreta una niña de diez: María Teresa. Son los hijos del escultor.

En la terraza de flores, mordiendo su infalible pipa, habla de su provenir: «Aspiro dejarles de herencia un arte y estas flores: es todo lo que tengo». Yo no creo maestro que sea poco heredar un alma, y el sentido de vivir.

Hay un contraste entre la ternura de su voz, que parece venir de un nido, cálida y honesta, y el tamaño del escultor, fuerte como un bloque. Su rostro sereno, rudo, como tallado bruscamente por hachazos de Dios o fabricado de un barro, sin aleación ni maquillaje. El puro barro del paraíso. Así como su rostro es su alma: elemental.

Una pipa humea sin reposo entre sus labios, y yo pienso al verlo fumar si no será para no hablar más de lo que necesita decir un hombre, las esenciales palabras de la verdad y la amistad. Así debe ser…

Alejado por igual de la filosofía utilitaria de los paisas (por Colombia los antioqueños podemos hacer más) que de  las estridencias pasajeras de la fama, allá vive este hombre hecho para el silencio y la contemplación, entre pájaros y el resonar de los bronces que se vuelven cristos sublimes por su descarnada grandeza padecedora, la belleza propia del dolor. En estos cristos la materia sufre una metamorfosis sagrada: el Redentor renuncia al cielo y a su victoria sobre la muerte para quedarse entre nosotros de este lado del mundo, y ser el Cristo de la rebelión y la esperanza, eternamente.

Cuando regrese a la noche del polvo, quisiera conservar un resto de memoria para recordar estos cristos que si no prometían el cielo, en cambio ofrecían el sueño crucificado pero no vencido de la dignidad humana, y ese orgullo de ser hombre, ese orgullo del que nunca desertaré, ni podrá desmentir la muerte.

Y ahora digo adiós… Pero ¿es que se puede decir adiós en «Salsipuedes»? He ahí un desafío al corazón que lucha por quedarse y compartir los dones de esta gruta coronada de vientos y estrellas… La amistad de este hombre terroso que parece esculpido por un hachazo de luz de su colega: ¡Dios…!

Fuente:

Arango, Gonzalo. «Los cristos de Salsipuedes». Periódico El Tiempo, edición desconocida, 1969. Cortesía de Juliana Marín Fryling. Texto reproducido en: Gonzalo Arango - Pensamiento Vivo. Juan Carlos Vélez Escobar, compilador, Industrias Única Ltda., Medellín, 2000.

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