El profeta y el policía
La verdad es que no tengo figura de persona decente. Ni siquiera de escritor. Carezco en absoluto de esas virtudes maquilladas que los periódicos dicen de los muertos ilustres, cuando las víctimas ya no pueden defenderse de los elogios y «amigos de última hora».
Yo no elegí mi figura; me la dieron, o me la he ido ganando con mortales sacrificios, hasta parecer lo que no soy, o ser lo que no aparento.
De mi peluda y desdichada figura no tienen la culpa esos desvelados guardianes de la noche y la propiedad ajena: los policías.
Cada que me ven a deshoras, me confunden con el que piensan que soy, pero que no soy. Me ven cara de vago, de marihuano, de asaltador de media noche.
Mi rostro se me ha convertido en el peor problema de la literatura colombiana. Ya no sé cómo sacar la cara por mí, cuando estoy en líos con la autoridad.
La otra noche venía pacíficamente del correo, con una mochila costeña que uso para meter la enorme correspondencia que recibo de todas partes, incluyendo a mis enemigos, que se preocupan sinceramente por mi reputación, y no pierden una para hacerme llegar sus irrespetos postales. Por mi parte, yo correspondo con la misma moneda, perdiendo el tiempo que ellos pierden conmigo.
Pues bien: venía yo por una callecita casi oscura, esas de barrio pobre donde el alumbrado es propicio para estacionar el carro y charlar un rato con la secretaria…, cuando me sale al encuentro una sombra sospechosa, que a la luz de la luna confundí con un atracador, y a punto de volverme un Álvaro Mejía, me di cuenta que se trataba de una sombra uniformada, mejor dicho: un policía.
Sin nada que temer, el alma me volvió de los pies.
—Buenas noches, dije yo.
—¡Arriba las manos! —dijo él.
Qué manera de saludar, pensé yo, alzando los brazos como pude, con mochila y todo, que pesaba como 5 kilos, pues venía de «saquear» el apartado [aéreo] de dos semanas que estuve fuera de Bogotá.
La requisa transcurrió sin cuerpo de delito que lamentar, o sea, sin pum pum ni armas blancas, de esas que brillan por su ausencia.
Naturalmente, reconozco que soy un tipo peligroso, pues como dice poéticamente mi amigo Federico Villegas: «Ser poeta es andar armado en la requisa». Tan peligroso, que todas las noches violo los jardines privados de mis vecinos, para armarme de un clavel chino, aunque no lo hago en honor de Mao ni de la revolución cultural, sino por pura «decadencia burguesa».
Ante el fracaso de la requisa, mi señor agente no se resignó a que yo, con esa facha, anduviera desarmado. Así que nos trabamos en el siguiente diálogo, digno de [Fernando] Arrabal (el del teatro [del] absurdo):
—Sus papeles…
(Entregué una cédula partida en dos, de tanto identificarme ante los policías de todo el país).
—¿Cómo se llama usted? (di mi nombre).
—¿Dónde vive? (di mi dirección).
—¿De dónde viene a esta hora…?
(En mi reloj son las once de la noche).
—Pues… de la calle…
—Eso veo, pero de qué sitio.
—Caramba, eso qué tiene de raro; vengo, eso es todo.
—¡Diga de dónde!
—Está bien: vengo de Avianca; vengo de tomar tinto con amigos; vengo del restaurante; vengo de tomar más tinto con más amigos… ¿Está claro?
—¿Y ahora para dónde va?
—Voy para casita, si usted no se opone…
—¿Y usted qué hace?
—¿Yo…?
—Pues claro, no iba a ser yo.
—Bueno…, pues yo…, cómo decirle…, es decir…, soy escritor, ¿comprende?
—En qué trabaja.
—En eso: escribo.
—¿Y qué escribe?
—Escribo cosas.
—¿Cosas? ¿Qué clase de cosas…?
—Pues cositas que me pasan por la cabeza…, cositas que pienso.
—¡Qué bien! ¿Y eso es todo lo que hace?
—Sí.
—¿Y de qué vive entonces?
—¡Rayos! Pues vivo de le que escribo, ¿está claro?
—Ah, ¿periodista?
—Más o menos…
—¿Como Calibán?
—Eso es, como Calibán, pero él es mil veces mejor que yo.
—Ese Calibán, qué cabeza, ¿oiga? Las flores que nos echó a los agentes con motivo de los 77 años de la institución, ¿oiga?
—Eso no es nada, a mí con una sola florecita de tres renglones me hizo echar del nadaísmo.
—¿Cómo así?
—Pues, con un elogio te vuelve inmortal, como a los muertos…
—¿Cómo así?
—Como los dos somos hinchas de Calibán, supongo que ya puedo irme, ¿okey?
—¿Qué diablos lleva en esa bolsa?
—Cartas…, papeles…
—¿Qué clase de papeles?
—Literatura…, pendejadas.
—¿No será propaganda subversiva? Muestre a ver…
(El agente tomó mi mochila y a la luz tuerta de un bombillo examinó el «arsenal», con tan negra fortuna que empezó a de-le-tre-ar… en voz alta: «El Corno Emplumado». «Revista Casa de las Américas. La Habana. Cuba». «Profeta Gonzalo Arango (alias “Aliocha”)» y cosas por el estilo).
Luego acercó la mochila a la nariz y dijo respirando hondo:
—Aquí hay gato encerrado, esto lo debemos aclarar en la inspección…
—Pero, «teniente», eso es poesía…
—Aquí dice claramente Cuba, o sea Fidelcastro, o sea, propaganda subversiva…
—No, «teniente», eso es poesía cubana. Los sueños de los poetas, ¿comprende?
—Qué poetas ni qué diablos. Este «alias» suena a bandolero… ¿Quién es el «profeta»?
—Sargento, será mejor que vayamos a preguntárselo al juez.
Fuente:
Arango, Gonzalo. «El profeta y el policía». Revista Cromos, columna de opinión «Última página», Bogotá, 10 de febrero de 1969, p. 52.
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