Álvaro Mejía, el campeón
El campeón
Esta noche viene Gonzalo Arango a hacerme un reportaje. Estoy un poco asustado por tratarse de un escritor. No sé qué diablos quiere saber ese señor de mí. Yo también quiero conocerlo, pues admiro su rebeldía y lo que escribe. Desgraciadamente no he leído sus libros, pero esta noche le pediré uno. Mi amigo Arturo también lo desea conocer y me pidió que lo dejara asistir a la entrevista, y como es mi mejor amigo yo le dije que bueno. Y aquí lo estamos esperando pues quedó de venir a las seis y ya son las siete. No sé qué le habrá pasado, a lo mejor se le olvidó la cita que nos dimos el domingo, o debe ser que está perdido pues esta transversal es muy enredada…
Mis amigos deben estar en el parquecito jugando cartas como todas las noches, yo no juego, pero me gusta mirar, hacer de pato. Yo, si no salgo a las carreteras, me entreno en este corralito que mide 280 metros. Corro invariablemente dos horas, veinte minutos.
Voy a dejar razón que si viene un señor a buscarme me manden llamar con Fernando, mi hermanito menor, que hoy cumple doce años y mamá le tiene una fiestecita con todos los de la casa. Ojalá venga pronto para que se vaya y poder cantar el Happy Birthday to You.
El poeta
Me demoré un horror buscando esa maldita dirección donde vive el campeón de San Silvestre. Es la transversal 37 n.º 28-20, pero el condenado chofer da vueltas como un loco y no la encuentra. Hasta quiere desistir y dejarme por ahí tirado, pero de aquí no me bajo pues llevo media hora de atraso. Lo malo es que mi bolsillo se está poniendo preocupado y exhausto.
Como ya no hay esperanzas hago parar el taxi en una esquina y pregunto a un grupito de muchachos si conocen la bendita dirección.
—Nanay que yo sepa –dice uno con aire de camaján.
Se me ocurre la idea feliz de explicarle que ahí vive Álvaro Mejía, el atleta.
—Haberlo dicho antes, hombre… Pues mira, si buscas la casa del campeón estás más perdido que el hijo de Lindbergh. Él vive en El Recuerdo, allá cualquiera te dice dónde es.
—Gracias, amigazo.
El cretino del chofer, con el taxímetro al tope, me pone a toda máquina en las calles de El Recuerdo. Por ahí en una esquina del barrio preguntamos por la casa del campeón, y todo el mundo sabe dónde queda: a tres cuadras de aquí. Como estoy harto y enojado con este bruto que no sabe nada de transversales, me bajo y camino para serenarme y poner en orden mis pensamientos.
Lo digo sinceramente: estoy un poco asustado, algo confuso por este encuentro con un campeón. No tengo idea de qué vamos a hablar, ni qué le voy a preguntar. El deporte no es mi fuerte, ni mi debilidad. Hasta es posible que me reciba con una patada en el trasero, pues estos campeones son furiosos, y estoy atrasado una hora.
El campeón
Aquí estoy en un barcito a dos cuadras de mi casa tomando una gaseosa con Arturo. Le estoy contando que este escritor que estamos esperando me quiso hacer el reportaje en diciembre, antes de mi viaje al Brasil, pero nunca apareció. Si hoy no aparece y nos deja con los crespos hechos, la próxima vez le doy una patada y lo mando a comer harta… Yo creo que a él le debe importar un rábano el deporte, los intelectuales son la embarrada.
El poeta
En diciembre yo tenía que dejar listo un reportaje para Cromos, pues me iba uno o dos meses para el mar. El problema era el personaje. Don Camilo me suplicó por el amor de Dios que dejara en paz a los nadaístas, al menos durante la Navidad, y como quien no quiere la cosa me sugirió algunos ídolos de su devoción, pero yo estaba reventado de tratar intelectuales, y el invierno me traía roído de neurosis. Para conciliar mi desprecio por la inteligencia y la devoción intelectual de don Camilo, Julio Nieto, que estaba por ahí balanceando los cien personajes de su devoción, postuló al atleta Álvaro Mejía, que en su concepto tenía mucha opción de ser el campeón de San Silvestre. Como yo no sé nada de atletismo apenas sabía quién era ese señor. Pero claro, prefería mil veces a un deportista que a un escritor, no solo porque prefiero la fuerza a la razón, sino porque esos tipos encarnan la nueva mitología, son los ulises y prometeos de la era atómica. Tanto es así que mi primera conferencia nadaísta en Bogotá empezaba con un grito de defunción al mito de la inteligencia, a la vez que proclamaba el culto de los nuevos héroes. Ese grito era: «Don Quijote ha muerto, viva Pablo Alquinta».
(Alquinta, en esa época, era un tipejo famoso del 5 y 6).
Aún hoy sigo creyendo en la vigencia de ese grito, o sea que, para la famosa cultura de masas es más importante un jinete que el caballero de la triste figura. Que lo digan si no las millonadas de tahúres que creen que Rocinante es un escritor, y Cervantes un caballo de Hipotecho.
Bueno, la verdad es que por alguna razón me fui para el mar sin escribir el reportaje, y solo Dios sabe el remordimiento que me agarró en Tolú el primero de enero cuando supe que ese tipo Álvaro Mejía se había ganado la maratón de San Silvestre. Qué rabia tuve por haber dejado escapar esa chiva que me habría hecho más famoso de lo que nunca fui como autor de cuatro libros.
Ya nada había que hacer, pues cuando me enteré de la noticia por el transistor de un bañista, el oportuno y afeitado Mike Forero Guillet ya estaba en Lima preguntándole al campeón si le gustaban los huevos fritos al desayuno. Pobre Gonzalo con su estilito de hacer reportajes con los campeones pidiendo cita con cinco días de anticipación, y al cabo de tres meses de suceder la hazaña.
Por eso aquí voy pensando, imaginando cómo será este coloso, dudando si me va a mandar al diablo por no saber nada de atletismo, o si me va a recibir, con las piedras de la ira. Con estos tipos que la publicidad encumbra a una gloria efímera; todo es posible, la petulancia y la agresión. En fin, la suerte está echada. Aunque pase lo peor, me consuela que este reportaje no es con Cassius Clay, pues en ese caso mi mujer no daría un tabaco por mi linda cara.
Con Álvaro Mejía solo peligra lo de atrás, pero lo de atrás me importa un… un comino.
Ojalá no se le haya olvidado la cita que le puse el domingo pues a él que es un campeón le debe importar un chorizo hablar con un escritor…
El campeón
Qué casualidad, le estaba contando a Arturo en este momento que yo admiro mucho a los escritores. Antes yo era buen lector, me leí todos los libros de Cronin. Ahora ya casi no leo porque llego muy cansado de la fábrica y de entrenar dos horas todos los días. Por la noche caigo a la cama como un tronco, qué vida tan agotadora. Precisamente el último libro que leí me impresionó terriblemente, se llama La ciudad y los perros. En realidad, me gustó por una cosa personal, porque el protagonista de la novela se parece mucho a mí cuando estudiaba en la escuela militar, hace diez años. Además, mi tía Beatriz está casada con un señor que escribe y ha sido senador: se llama Libardo Ospina.
El poeta
Qué extraño, yo pensaba que este campeón era un estúpido como todos los campeones, y resulta que lee literatura de vanguardia. Su inquietud me asombra. Además, el mundo se parece a un pastel de chocolate, así de chiquito. Qué sorpresa me llevé cuando Álvaro dijo que su tía está casada con un señor que resultó ser mi primo Libardo. Así que resultamos entrando por un ojal en la familia…
El campeón
Fernando vino a decirme que el señor ya llegó. «Es peludo como un Beatle», dijo. Nos vamos para la casa, Arturo y yo. Qué lata, me siento un poco nervioso. Esto es lo que me choca de la fama: los reportajes y esas cosas me aburren. La publicidad no me interesa, sinceramente, me debieran dejar tranquilo. Yo no tengo nada que decir, al menos nada importante como Vargas Llosa. Antes era mejor, nadie me visitaba, nadie venía a preguntar qué opino del presidente Lleras, o de la guerra del Vietnam, o del día más feliz de mi vida, si tengo novia o amante y cuántas veces… en fin, todo eso que a nadie le importa, estos tipos son la peste, quieren entrar y saquear la vida privada y saberlo todo… A lo mejor este Gonzalo resulta un latoso y lo voy a mandar al diablo. Ahora debe estar conversando con mamá o con mi cuñada, pero no me imagino de qué pueden hablar, mamá es tan tímida y mi cuñada tan ingenua, ojalá no estén metiendo la pata diciéndole tonterías para que después salga con una burrada… Dios mío, tengo que apurar el paso antes de que ese tipo…
El poeta
Antes de tocar la puerta 28-20 me detuve en el antejardín de la casa a coger una florecita para mi ojal, pues hoy no pasé por la inspección de policía donde siempre la cojo. Ni siquiera tuve tiempo de tomar un café para despertar, y estoy aturdido. Lo primero que pienso hacer cuando esté frente al dragón será pedirle un tinto. Con un detalle así doméstico le desarmo su arrogancia, ya verán. Por Cristo que este oficio de escritor tiene su lado negro, no sé qué vengo a hacer aquí en vez de estar con mi pocillo en la cafetería del Continental donde por un peso me pago una buena hora de soledad sin hablar con nadie. Pero ya estoy aquí y tengo que entrar. Ojalá no tenga que hablar con la mamá y los familiares del campeón, no sabría que decirles. Si por mí fuera me iría ahora mismo, aunque lo mejor será tocar de una vez pues la noche está muy fría y ni siquiera traje el sobretodo porque se me quedó olvidado en casa de Inés y esta es la hora en que después de tres meses no recuerdo dónde vive, por lo cual le suplico que si lee esto me lo mande a Cromos con el chofer antes de que me ponga tísico como Simón Bolívar, ya que ni siquiera tengo Manuelita para calentarme, ni quinientos pesos para comprar otro…
Toqué la puerta y una muchacha vino a abrir. Me hizo entrar y se sentó a mi lado en la sala frente al comedor y la cocina. Un chico salió disparado a llamar al campeón que estaba por ahí cerca. Tal como me lo temía, aquí estoy sin nada que decir en compañía de una damita muy gentil que tampoco dice nada y los dos estamos muy embarazados con el silencio. Nos miramos como un par de bobos y nos dedicamos furtivamente una sonrisita candorosa, de lo más pura.
De la cocina sale una ráfaga de carne frita. Qué bueno sería que esta muchacha en vez de estarse ahí sentada me ofreciera un tinto, pero no se inmuta.
Para matar el tiempo dejo errar la imaginación entre los muebles. Me imagino al campeón muy alto, fuerte, un poco delgado, pero con solidez de roble. Con mirada orgullosa o desdeñosa, no sé, como queriendo decir «no te metas en lo que no te importa, tú no eres nada, respeta al campeón». Aunque en las fotos luce bien parecido, me lo imagino ordinario, con nariz de lora. Recuerdo su aire desolado, como triste, cosa extraña en un deportista que por lo general es vulgar y a toda hora le está pelando los dientes al fotógrafo. Este Álvaro no se ríe nunca en las fotos, más que campeón parece un asceta.
Me lo imaginaba vestido con un traje ostentoso, chillón, con ese mal gusto refinado que dan el dinero y la fama cuando caen a chorros del cielo sobre un tipo que comete alguna bestialidad deportiva, exactamente como vi a Caraballo en La Boquilla con un racimo de rameras baratas colgadas del cuello, trajeado con pantalón verde de paño de billar, chaqueta color zapote, corbata girasol, y un sombrerito emplumado que le daba un aire ridículo de papagayo tropical.
Todo era posible en un campeón de veintiséis años, abrumado de honores, que salta bruscamente del anonimato a la idolatría internacional, de su fábrica de ollas a la portada de las revistas a todo color… Pero a lo mejor me equivoco, eso se verá. Si al menos llegara para romper este silencio de plomo. Mi dama de compañía sigue ahí más aburrida que una lápida, y yo ni se diga, me iría mejor muerto…
El campeón
Aquí estoy al fin con el tipo del reportaje, se para y me saluda muy cordial, como si fuéramos amigos. Se disculpa por haber llegado tarde, cuenta lo del chofer y lo del muchacho del otro barrio que lo guio hasta aquí. Según él, eso demuestra mi popularidad, y hasta dice una cosa muy graciosa que nos hace reír a todos: que yo soy más famoso que el Ponqué Ramo. Le presento a mi amigo Arturo y nos sentamos en tres sillas. Mi cuñada que estaba con él se va muy discreta y nos deja solos. Antes de empezar la charla me dice a boca de jarro que le regale un tinto. Por lo visto no conoce la timidez ni por el forro, me cae bien el tipo, no es convencional, así que voy a la cocina y le digo a Emma, mi mamá, que le prepare un tinto al señor. Mamá dice que le ofrezca un whisky, claro que sí, se lo ofrezco, pero él dice que no, que mejor el tinto. Está bien.
Lo miro desde la cocina, fuera del pelo largo y esa flor roja en el ojal, no tiene nada de raro este flaco, ni siquiera parece escritor. Tanto susto para nada, ya estoy tranquilo…
El poeta
Allá parado con su mamá en la cocina no parece tan alto como me lo imaginaba. Fuerte sí es, y sólido, tiene un aire bondadoso, vagamente triste. Su cara luce fresca, color de durazno, la mirada dulce, inteligente. Irradia energía por todos los poros, tiene fuerza interior, eso le da seguridad en lo que es, en lo que dice. Un poco tímido, pero no acomplejado. Se limita a decir lo que piensa, sin complejos, ni cobardía. Posee la rara virtud de ser auténtico. Carece de ostentación, de vanidad, de mezquindad.
De gestos sobrios, voz apacible, pensar sereno, razonador. No se exalta, ni es emocionalmente impulsivo, pero cuando lo apasiona una idea o una convicción la sostiene con vehemencia, y hasta con una enorme palabrota que puede ser admiración o desdén.
Se quedó cuatro horas sentado en su silla hasta que terminó el reportaje. Solo una vez lo llamaron por teléfono, era su novia. Otra vez se paseó a lo largo de la sala, para variar.
Su traje no tenía nada de estrafalario, vestía deportivamente, discreto y sencillo. Camina con pasos cortos, con pasos de ir para una cita, y los pies en forma de v de la victoria. En general su apariencia es modesta, no era la imagen imponente que había imaginado del campeón.
¿Estoy defraudado? Al contrario, me encanta su don apacible, su calidez humana, su personalidad sin ostentación. No hace nada por impresionar, ni siquiera me enseñó sus trofeos y diplomas. Incluso me dice esta barbaridad: «La verdad es que yo soy un hombre mediocre». Yo no creo que eso sea cierto, pero él lo dice sinceramente. Lo que pasa es que está indignado con esa idea de superhombre que la gente tiene de él, y con la insensatez de los periodistas que lo han puesto por el cielo, como si fuera un ángel o un cohete, y no un atleta. Me lo va a demostrar y sube la escalera de tres zancadas.
El campeón
Para que Gonzalo no crea que es paja o falsa modestia, subo al segundo piso por la revista Vea Deportes. Aquí está la prueba: hace dos meses aparecí en la portada a todo color como el deportista del año, y no sabían que hacer conmigo. Ahora, al regreso de Nueva York, escriben que me debo retirar del atletismo por mi «fracaso», y me tratan en una forma despectiva, como si yo tuviera la culpa de haber sufrido una luxación interna a raíz de un exceso de entrenamiento. Eso no es justo. No se pueden esperar de mí hazañas de superhombre, cuando la verdad es que uno es un pobre patojo subdesarrollado. ¿Usted no cree?
El poeta
Sí, Álvaro tiene razón, esa nota es insidiosa y abyecta. Él hizo en Nueva York lo que pudo, y un poco más.
Nadie es perfecto, ni siquiera un campeón. Así vemos que ese europeo Roelants al que Álvaro arrebató la corona justificó su derrota con una razón tan dramática como trivial: un cachito de uña se le había enterrado en la carne. Así son los héroes, rocas de arcilla.
Recuerdo un postulado existencialista de Sartre que descubre la angustia del hombre en el fondo de su responsabilidad. Si trasladamos la filosofía al deporte, encontramos la misma relación en el sentido de que una responsabilidad tremenda puede producir como consecuencia un trauma psicológico paralizante y autodestructivo. Un psiquiatra analizó este fenómeno en un ensayo que tituló «Álvaro Mejía, víctima de su propio mito», en donde sostenía que «el fracaso» del campeón en Nueva York era un caso típico de responsabilidad ante el mito creado por la publicidad. Álvaro no conoció la tesis, pero acepta que es un planteamiento razonable que puede explicar la causa de su retiro. Él es terco en su rechazo al mito que han inventado en torno a su figura. ¿Quién es usted, realmente?
El campeón
Para que no se hagan ilusiones y sepan quién es el mito que los periódicos han hecho de mí, les diré quién es, qué hace, cómo vive, qué piensa el campeón de San Silvestre: Álvaro Mejía. Para empezar, diré que soy un tipo del montón, ni mejor ni peor que cualquiera. Un tipo corriente que hace como todo el mundo, empezando por nacer como todo el mundo. Pues bien, este es mi carné de identidad, yo me conozco, y el que diga que no soy así, miente.
Me llamo Álvaro Enrique Mejía Flórez. Nací en Medellín el 15 de mayo de 1940. Mido 1.78. Peso 69 kilos, actualmente, pero cuando me entreno para una competencia me pongo de 64. Soy el mayor de siete hermanos. Hice la escuela primaria en el Salazar y Herrera de Medellín. Cursé hasta tercero de bachillerato en el Colegio Santo Tomás. De ahí pasé a la Escuela Militar de Cadetes donde estudié un año, hasta 1957, en que murió mi padre y se acabó la vagancia. Tuve que decir adiós a las armas, a los libros y a mi juventud. Me quité el uniforme militar para vestir un overol en la pequeña fábrica familiar que se llama Indal (industria de aluminio). No es gran cosa, pero es todo el patrimonio que tenemos, y preservarlo dependía enteramente de mí. A causa de la mala situación económica la hemos tenido que cerrar, por la dura competencia y la falta de créditos. Había doce obreros que trabajábamos en Indal, dos de ellos muy melenudos y que están orgullosos de ser go-go. Lo malo de estos proletarios go-go es que son muy sucios, no se deben bañar en toda la semana y eso me enfurece. Yo estoy de acuerdo con el pelo largo, pero no con la mugre. A veces tengo que ir a sacarlos de un calabozo porque la policía los captura por su aire sospechoso y delincuente. A pesar de todo son buenos muchachos, milongueros y alegres. Espero que se mejore esta situación para reabrir la fábrica y no se pierda el sudor de tantos años. Es una desgracia trabajar sin recursos ni esperanzas.
Al abandonar la Escuela Militar, quise matricularme en el bachillerato nocturno, pero no fue posible. La responsabilidad de dirigir la fábrica y sostener a mi familia me copaba todo el tiempo, era más de lo que podía rendir. Me resigné a ser un pobre azadonero, y a no tener porvenir. Esclavo del trabajo y la necesidad como un negro. Pobres negros. Yo sé qué es eso de trabajar como un esclavo sin ningún aliciente, sin una compensación justa.
Me habría gustado una profesión relacionada con el campo, digamos la agronomía, o mejor la veterinaria, pues reconozco que soy muy malo para las matemáticas. El campo ejerce sobre mí un encanto irresistible, debo tener alma campesina. Incluso, este amor al campo está profundamente vinculado al atletismo. Mi felicidad más grande es correr lejos de la ciudad, en medio de paisajes sosegados, respirando el aroma y el aire puro de las montañas. Esas horas de entrenamiento son las más bellas de mi vida. Mientras corro estoy pensando, soñando, por mis ojos desfilan no solo árboles, sino las hermosas imágenes de lo que me gustaría hacer de mi vida. Siento una especie de liberación y plenitud, casi un éxtasis. Sobre todo, olvido los problemas, la sordidez de la vida diaria, todo lo feo que hay en la memoria, y todo lo sombrío y miserable que oscurece la existencia, la mía y la de mis semejantes.
Cuando llego al fin de una carretera y vuelvo a la realidad, el tiempo ha pasado insensiblemente sin darme cuenta. Eso me gusta del atletismo: olvidar que existo para soñar. La realidad es amarga, no deja soñar ni vivir. Yo no necesito triunfar para ser atleta, para mí es un imperativo espiritual de mi naturaleza, como el amor, o como la sed. No soy nada sin eso, mi arma está en las distancias, ese es mi destino: correr…, correr… y no llegar nunca…, volver a empezar como en el mito de Sísifo, el rebelde castigado por los dioses a subir una roca a la cima de una montaña que, al coronarla, volvía a rodar al abismo y así tenía que reanudar su lucha eternamente…
De la nada al triunfo
¿Que cómo llegué a ser campeón? Eso no lo pensé nunca. Supongo que en todos los destinos humanos hay un poco de capricho, de azar. En cierto sentido, yo no elegí el atletismo, sino que el atletismo me eligió a mí. Fue hace diez años, allá en la Escuela Militar de Cadetes…, a mí me gustaban mucho los deportes y los había practicado casi todos: del boxeo me retiré porque le daban a uno muy duro en la mula; me encantaba escalar cuerdas como Tarzán, hasta que un día mi sargento empezó a darme sable en el trasero como un condenado para obligarme a trepar más y más, hasta que no pude de dolor y caí. El ciclismo era lo que más me gustaba, pero ya me había quebrado una mano.
Entonces sucedió durante unas competencias…, yo no tenía nada que hacer, así que me la pasaba por ahí mirando a los compañeros, y oí de pronto que mi sargento gritaba: «¿Quién quiere correr los 1.500 metros?». Sin pensarlo dos veces grité: «Yo, mi sargento». Y me metí al pelotón. Esa fue mi primera carrera, y llegué de tercero.
Según creo, ahí empezó todo.
Poco después dejé los estudios por la fábrica, y el atletismo se fue al diablo. Volví a pensar en eso, no como deporte ni profesión, sino por aburrimiento, por llenar el tedio de los fines de semana, y hacer otra cosa que no fuera ollas de aluminio. Entonces me iba solo o con un amigo lejos de la ciudad, y corriendo por las carreteras pasaba el domingo. Eso era mejor que emborracharse en el bar de la esquina del barrio, o meterse a un cine doble a sudar y respirar aire hediondo. Para mí, el deporte de correr me producía un cansancio que me descansaba del trabajo, de la sordidez de mi vida. Por lo demás, aquellas jornadas resultaban baratas, y me daban tal placer que ya no pude prescindir de ellas cada ocho días. Si por alguna razón no podía pasar el domingo en las carreteras, me sentía neurótico y desgraciado. Eso se me impuso como necesidad, placer, obsesión, y finalmente como deporte profesional.
No todo era miel ni color de rosa. Correr exigía disciplina, sacrificio, disgusto. Ahora no se trataba solamente del placer, de matar divertidamente un domingo. Si quería llegar a ser algo en el atletismo tenía que esforzarme, entrenar cada día, todo el tiempo que fuera posible. Pero como trabajaba todo el día, salía de la fábrica agotado y entrenaba de noche en los parques, en las avenidas, donde pudiera. Incluso, a veces iba o regresaba de la fábrica corriendo, entre calles congestionadas de carros. En esa época sufrí mucho por la incomprensión de la gente, los choferes me insultaban, me gritaban loco o «loca», que no es lo mismo, y hasta me decían que cogiera oficio…, ¡qué ironía! Yo no paraba bolas y corría sin inmutarme, pero si el insulto me sacaba la piedra, entonces me ponía agresivo y alguna vez le tuve que dar en la jeta a un imbécil.
Ahora ya no me gritan bestialidades, la gente se volvió simpática con los atletas. Después de lo de San Silvestre y toda la bulla y el polvo que levantó ese triunfo, han comprendido que el atletismo es un deporte digno, y que esos muchachos que van por las carreteras como «locos» están forjando los futuros triunfos de la patria, y que la pasión que los impulsa es la llama de un hermoso idealismo. Por eso hay que admirarlos y respetarlos.
Sí, correr da sentido a mi vida, es mi gloria, mi felicidad, mi ser en movimiento tras un ideal de grandeza. Ahora que estoy lesionado y no puedo correr me siento inútil y miserable. Solo deseo volver a las carreteras entre las cosas que más amo: el verdor del campo, el cielo azul, la sed de lejanías. Vivo de eso y para eso, nada más. Pero a mí me basta para ser Álvaro Mejía… modestamente.
El reportaje
Álvaro Mejía, ¿quién es el mejor deportista colombiano?
El mejor es Cochise.
¿Y usted? ¿No está satisfecho de lo que vale?
Uno nunca debe estar satisfecho de lo que es, y, además, yo no soy nada.
¿Le parece poco ser campeón de San Silvestre?
Ganar una carrera no es importante, es más importante perderla, pero superando su propio tiempo. Aquí han olvidado que Jaime Aparicio fue catalogado por los rusos como el quinto atleta del mundo y para que los rusos digan eso hay que ser un as.
¿Usted, cuando rechaza los homenajes, es sincero o hipócrita?
Eso de los homenajes es vanidad; de los tumultos y la gritería no queda nada. Pero hay una razón para negarme: que no me vuelvan un héroe.
¿Cuál es el día más feliz de su vida?
El día que gané la carrera de San Sebastián, en España, en 1964. En Colombia no le pararon bolas a ese triunfo mío, pasó inadvertido, a pesar de que hice un récord suramericano.
¿Y su día más desgraciado?
Me sentí muy triste de defraudar a los colombianos que fueron a verme correr en Nueva York. Me dolió mucho tener que retirarme, sinceramente.
¿Hasta qué edad piensa correr?
Depende de las circunstancias de vida. Hasta los treinta y dos años uno está en condiciones de competir con buena potencia física. En mayo voy a cumplir veintisiete.
¿A qué se piensa dedicar cuando abandone el atletismo?
Eso nunca lo voy a dejar, yo voy a correr hasta que tenga aliento. Lo que dejaré son las competencias, hay que dejar el campo a los que vienen. Después no sé lo que haré, creo que lo mismo, trabajar. Me gustaría vivir sin muchos problemas y dedicarme a leer.
¿El atletismo le dejará dinero para vivir?
Qué va, esto no da plata, da satisfacciones. Yo seré toda la vida un pobre azadonero. Claro que me gustaría vivir en el campo… con una ametralladora en la mano.
¿Como guerrillero?
No, hombre, para que no se roben las gallinas.
¿Ha estado alguna vez en peligro de morir?
Me han pasado cositas, pero nada grave.
¿Le tiene miedo a la muerte?
La muerte no me asusta, en realidad yo no soy muy apegado a esto. Yo creo que eso de morirse debe doler…, lo que me da miedo es el dolor.
¿Cómo se imagina el otro mundo?
Esa pregunta sí está difícil… Bueno, yo creo que debe existir algo después de esto…, pero sin tantas arandelas como dicen los curas.
¿Usted es religioso?
Mire: el domingo iba para misa y compré el periódico. En el camino leí esa pastoral retrógrada del cardenal condenando el uso de los anticonceptivos. Me dio tanta rabia que me devolví para la casa. No hay derecho a que en esta época la Iglesia mantenga una posición tan reaccionaria…
A usted le debe encantar entonces el curita ese de Donmatías, ¿no?
Sí, ese me cae bien, está haciendo labor social y se rebeló contra los gamonales y contra Builes, que es otra momia. Esos ancianos deben dejar el campo a los sacerdotes evolucionados, o si no, esto se lo lleva el diablo, la gente ya no vive de fe.
¿Qué piensa del padre Camilo Torres?
Lo admiré mucho, estaba de acuerdo con su revolución; su pensamiento era socialista y por eso me gustaba. Lástima que eso quedó en nada.
¿Cree que la muerte de Camilo hizo abortar una revolución en Colombia?
No creo, pero él no se debió meter al monte, no estaba preparado para ser un guerrillero. Él era un líder de ciudad.
Usted, ¿a qué partido político pertenece?
Soy demócrata cristiano, del ala izquierda. No soy militante por falta de tiempo, pero he votado por él.
Usted, ¿por qué no es liberal?
Porque el liberalismo es más godo que el conservatismo. Los dos están pasados de archivar por inútiles y anacrónicos. Colombia necesita partidos nuevos y progresistas.
¿Qué esperanzas pone en la política?
Yo detesto la politiquería y a los políticos demagogos. Pero ojalá fuera posible que un partido nuevo y progresista llegara al poder y acabara con tanta miseria; me subleva que la gente sufra y aguante hambre.
¿Cree que ese partido podría ser el partido comunista?
Yo no pido que Colombia sea comunista, pero sí socialista, es lo que conviene a sus problemas.
¿Qué diferencia hay entre el comunismo y socialismo?
En el socialismo hay libertad y justicia social, mejor dicho, eso puede existir parejo con la democracia.
Entonces, ¿lo que usted odia es el capitalismo?
Pero es que Colombia ni siquiera es un país capitalista, es feudal y eso es lo que nos tiene fregados.
Según eso, ¿el presidente Lleras es feudalista?
No, Lleras sí tiene valor, está haciendo lo que puede, hasta donde puede. Incluso les plantó a los gringos y les ha dado duro a los ricos, pero todavía les debe dar más duro.
¿Qué opina del presidente Valencia?
Ese Valencia sí que era un bruto, un demagogo, manejó al país con los pies, daba pena.
¿Usted era partidario de que el general Ruiz Novoa le diera a Valencia un golpe de estado?
Las ideas de Ruiz Novoa son buenas porque son socialistas, pero no supo hacer la cosa. Al pueblo le gustaba eso de los cambios que predicaba cuando era ministro de guerra. Pero a un general sin ametralladora nadie le cree.
¿Qué es lo que más le gusta de la vida?
Tener buena salud y comer bien.
¿Qué piensa del amor?
¿Del amor? Pues hombre…, que es muy bueno, ja, ja…
¿Bueno para qué?
Pues para todo… El amor es muy importante.
¿Ha influido alguna mujer fundamentalmente en su vida?
No, no creo…
Para un atleta como usted, ¿es perjudicial el matrimonio?
Estar casado no es perjudicial, lo que sí perjudica es el problema de sostener la mujer.
¿Por qué razón no se ha casado?
Uno se vuelve duro… Prefiero estar libre, desde luego.
¿Qué es lo que más admira del siglo xx?
Los viajes al espacio… y el cine.
¿Qué clase de películas le gustan?
Las películas que me divierten. Lo que me choca del cine son los críticos. Por ejemplo, si ese señor que escribe en El Tiempo dice que la película es una lata, yo la encuentro muy divertida; y si dice que es genial, yo la encuentro muy lata.
¿Se refiere a Calibán?
No, al otro; con Calibán estoy más de acuerdo, aunque le tengo fobia.
¿Por qué le tiene fobia?
No sé, por reaccionario, se opone a todo lo nuevo, a que esto tiene que cambiar.
¿Qué fue lo que más le gustó de Nueva York?
¡La nieve!
¿Qué haría con un millón de pesos?
Un millón es muy poquito para lo que quiero hacer, pero con tres haría un club de deportes como el Club Atlético de Nueva York.
¿Tiene alguna ilusión de ganarse la lotería?
Hace cinco años jugaba mucho porque mi mamá soñó que me la iba a ganar, pero tengo una suerte muy negra. Ya no creo en eso.
¿Cree que el hecho de ser antioqueño ha influido en su tremenda capacidad de lucha, en su voluntad para el triunfo?
Es posible que haya relación, pero no sé, no estoy seguro.
Si usted fuera pastuso, ¿sería lo mismo ser el campeón de San Silvestre?
¿Por qué no? Yo no soy regionalista.
No se trata de regionalismo, sino de raza, de ese carácter luchador e indomable que imprime ser antioqueño.
Yo habría podido nacer en Pasto si mi papá y mi mamá…, bueno, el hecho es que soy paisa, lo demás no sé.
¿Cuál es el campeón del mundo que más admira?
A Cassius Clay. Como deportista es un modelo, lástima que sea una porquería como hombre.
¿Le gusta bailar música go-go?
Me gusta, es muy alegre, pero nunca voy a fiestas, me tengo que cuidar.
¿Usar melena es para usted un signo de poca virilidad?
Cada cual está en su derecho de hacer con su pelo lo que quiera. Personalmente me parece una moda simpática.
Entonces, ¿por qué no se deja crecer el pelo? Nos encantaría tener un campeón go-go.
Eso es lo malo, si usara melena nunca sería campeón, me estorbaría para correr.
¿Sabe que en Medellín es una especie de delirio social ser go-go?
Allá la autoridad abusa mucho, no quieren dejar evolucionar. La juventud tiene derecho a ser revolucionaria en todo, en las ideas, en las modas, yo no veo nada malo ni anormal en eso.
¿Es partidario del divorcio?
Lógico. Si una pareja fracasó en su relación, lo justo es que se separen y no destruyan sus vidas. El divorcio se tendrá que imponer algún día en Colombia.
¿Cuál es el mayor sueño de su vida?
Ser alguien, no sistematizarme. Sueño con hacer un raid en moto, en carro, pero eso cuesta mucho, así que me conformo con soñar.
Bueno, Álvaro, usted debe estar harto y muerto de hambre: son las once de la noche, me voy.
No, si hemos pasado muy bueno conversando… Ahora falta ver lo que va a escribir… No ve, no hay felicidad completa. Yo creo que usted se desengañó de mí.
No: Álvaro Mejía resultó mil veces mejor de lo que esperaba. En ningún sentido me siento defraudado. Él es infinitamente superior a su mito, justamente por eso: porque la grandeza del mito no pudo destruirlo como hombre, y eso, ser uno mismo, es grandioso. Tan difícil como correr diez mil metros y llegar primero sin desmayarse.
Cromos, n.º 2.582, Bogotá, 17 de abril de 1967, pp. 9-15; 62-63.
Fuente:
Arango, Gonzalo. Reportajes (tomo ii). Editorial Eafit / Corporación Otraparte, Biblioteca Gonzalo Arango, Medellín, 2022.