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Hace 25 años se mató
Gonzalo Arango

Por Juan Carlos Vélez Escobar

¡Que Gonzalo Arango se mató! Que un camión le dio un golpe en la cabeza y lo mandó lejos de Angelita y de este mundo. Fue la noticia que sacudió hace 25 años al País. El escritor nihilista, irónico, rebelde, auténtico. Quien mediante un proceso evolutivo de su vida, pero notoriamente influido por contactos con algunas sustancias, algunas vivencias, especialmente las de la ola de los años sesenta terminara predicando la paz y la unidad entre los hombres, sin abandonar la creación; que había nacido en Andes; que había sido capaz de cuestionar las estructuras sociales, religiosas, políticas y artísticas, todas en manos de la burguesía criolla y la rapiña extranjera, hasta ese momento intocables e indiscutibles; se había matado cerca de Tocancipá (¿Gachancipá?), justo en el momento que estaba planeando su viaje a Londres, para que... “LOS COLOMBIANOS AL PERDERME ME GANEN...”.

Es extraño, pero en Colombia se muere varias veces por los camiones, las balas perdidas o realmente dirigidas a nosotros, la falta de capacidad de perdón, la intolerancia, la mala lengua, la mezquindad, la envidia, la inactividad, la ingratitud, el olvido, en fin, tantos males, todos curables, pero de los que muy pocos quieren curarse. Gonzalo escribió en 1952, en la última página de su novela “Después del Hombre”, cuando era un joven Don Nadie de 21 años y Colombia se ahogaba en la sangre de la Violencia Política “... PARA CONSEGUIR ALGO QUEDA UN CAMINO: LUCHAR COMO HOMBRES Y NO COMO SOLDADOS”. Y luchar como hombres es tener un objetivo claro en la vida y hacer de nuestro paso por la tierra, un compromiso con el universo.

El País se llenó de denunciantes, de defensores de los derechos del pueblo. Los paros y las manifestaciones, las actuaciones del Gobierno y sus “propuestas”, son atentatorias contra todo principio. Todo el mundo anda denunciando: que las violaciones a los derechos humanos; que hasta cuándo hay que esperar para ver un cambio; que cuánta sangre más debe derramarse para tener la paz. Hay que dejar tanta cháchara para cuando uno se retire a descansar después de haber servido verdaderamente a la patria y dejado una huella de dignidad y de lealtad por lo que nos ha dado la vida, por nuestro pueblo, pero no a costa de él. Cada hombre, cada colombiano debe emprender su proyecto de vida, hacer realidad sus sueños: el campesino en el campo, el hombre urbano en la ciudad pero no perdiendo el contacto con la naturaleza. Andar despojados, sin negarnos que la vida es deliciosa, que hay cosas en el mundo que sin ser costosas son valiosas. Tal vez la solución es más fácil de lo que se están inventando los del gobierno y los violentos. Ante todo hay que recordar que la muerte es “obligatoria”, que llega en cualquier momento y es mejor estar preparados para este misterioso parto que es ¿morir? y no necesitamos acelerar este momento de manera violenta.

¿Qué le queda hacer a los violentos que hay en el País desde siempre? Esta pregunta deben hacérsela ellos mismos y la respuesta sólo está en la medida de los sus sueños y ambiciones. ¿Cuál ideal de revolución? Eso ya no existe. Lo romántico de la guerra eran El Ché, Camilo Torres, pero ellos son historia. Ahora estamos aquí y la solución está en cada uno. Y el Estado es uno, y los violentos son uno, y los inactivos son uno, la respuesta está en cada uno.

¿Qué pasa desde el momento en que se rompe la conexión entre la vida y la muerte? ¿Qué es lo que ocurre después del instante definitivo? ¿Qué sería lo que le pasó a Gonzalo Arango esa tarde del 25 de septiembre de 1976? Hay un texto que anda en proceso evolutivo y del que quiero compartir un acercamiento personal a lo que ocurrió esa tarde...

Cualquier parecido con la realidad es mera realidad:

“Fue extraño. En ese momento todo estaba bien, ya había cuadrado casi todos mis asuntos con el mundo y con los hombres. Vivía mi época llamada mística y todo lo veía de una manera fácil, casi ignorando el dolor del mundo, quedaba ya poca rebeldía. El viaje había sido tranquilo, hablaba con mis compañeros en el vehículo y nada parecía extraño. Cuando le pedía a mi amiga que cambiáramos de asiento no alcancé a notar nada fuera de lo normal. Entre el sueño y la realidad vi cosas: algo de mi vida pasada, el paisaje que corría vertiginosamente ante mis adormecidos ojos. Alguien me tendía una mano, aunque parecía ofrecerme seguridad, me atemorizaba tomarla. Sería acaso La Monja, sólo ella podría llegar justo en ese momento definitivo de mi vida. La Monja.

De pronto abrí los ojos, sentí que caía bruscamente y vi el carro que se nos vino encima. Sentí el golpe en mi nuca, duro, brutal, me recorrió como un corrientazo todo el cuerpo. Luego sólo un dolor seco, insoportable, en la cabeza. Comencé a escuchar voces, eran confusas, no podía moverme, no sentía lo que hacían con mi cuerpo, todos decían ‘está muerto’, me sacudían, pero no podía moverme. Comencé a sentir frío, mucho frío. Empezó en el pecho, en el lugar del corazón. Un frío extraño, seco, fue invadiendo mi cuerpo. Cuando me metieron en otro carro el frío se hizo muy intenso, acrecentando el dolor en mi cabeza. Ambas sensaciones eran insoportables. Algo extraño empezó a ocurrir: mi cuerpo estaba tirado en la parte trasera del vehículo, rodeado de mantas, sangre y personas ansiosas, verdaderamente preocupadas por mí, pero lo sentía adolorido, frío, sin movimiento; comencé a alejarme de él, lo veía quedar abajo, todavía escuchaba lo que decían, la confusión al ver que no me movía, al ver la sangre y los moretones en mi rostro, pero me alejaba de él y perdía la noción de las sensaciones.

Me quedé mirando mi cuerpo, tratando de sentirlo, hacerme consciente del dolor o del frío, de cualquier sensación. De repente algo se rompió, bruscamente. Un chasquido sordo borró de mis oídos cualquier otro ruido. No era una explosión, era el ruido que produce algo sólido, como una cuerda de metal al romperse. Después de este ruido lo único que sentí fue algo de frío, aunque muy distinto era un frío que nunca había sentido. El tiempo desapareció. Todo era oscuro. El frío se fue diluyendo. Ya no había sensaciones, sólo esperaba. Una luz se fue haciendo, no sé de dónde pero iba llenándolo todo. De repente, nada. Quedé solo en medio de la nada, no sabía, no sentía, no veía nada, ni luz, ni oscuridad, solamente me quedé...

Por fin me enfrentaba a la Nada, absoluta, total, inconmensurable, indefinible. Por fin tenía ante mí la posibilidad de la negación total.

¡NO HABÍA NADA! Sólo te esperaba...”.

Fuente:

Comunicación personal.

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