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Sobre Gonzalo Arango
y su resurrección
entre los muertos

Por Víctor Paz Otero

Como es posible imaginar que los muertos no resucitan, de Gonzalo Arango habría que suponer que quedó mal enterrado. Y no es gratuito ni arbitrario evocar al “Profeta” nadaísta en rumor de metáfora evangélica. Pero acontece que Gonzalo Arango está otra vez de visita en este universo opaco y ensangrentado de los vivos colombianos. La publicación de su supuesta novela inédita, que Alberto Aguirre guardó con virtuosismo de Max Brod, le permite al señor de los Andes (Andes, Antioquia) una visita de regreso entre triunfal desfile funerario. Y por supuesto, nos congratula y hasta nos estremece ciertos y buenos residuos de sensibilidad metafísica el corroborar que al menos en Colombia los profetas son los únicos que aún le rinden culto casi sagrado a la verdad y a la palabra. En muchos lados, sobre todo en cartas personales, anunció su regreso a este festín de sangre, torturado y controlado por la aristocracia de la muerte que aún sigue llamándose Colombia.

La novela, póstuma o inédita, cuyo nombre es Después del hombre, es bien mala, pero eso es lo mejor que tiene. Quizá eso es lo maravilloso, lo sugestivo y sugerente: que un texto precario, balbucientemente literario, melancólica y atrozmente mal escrito, resulte tan atractivo leerlo. Puesto que al leerlo, lo que se busca es evocar y rescatar la vida y la vivencia de un hombre que fue y que quiso ser, antes que un escritor, alguien consciente y despiadadamente sabedor de que estaba vivo. Se ha dicho que ser eterno es haber sido. En Gonzalo Arango eso se cumple con rigor. Su vida en ese sentido es muy superior a su obra y eso —y sobre todo en nuestro medio— es mucho más importante, más vital y más trascendente que el escaso y casi siempre fallido intento de ser un buen escritor. Y la vida de Gonzalo Arango, su gesto vital, el resplandor de yo colectivo que logró imponer, le concede su importancia. El nadaísmo, que materializa buena parte de la obra escrita con vida, el arte que se hace amasado de vida, en Colombia es mucho más importante y significativo que lo que quieren suponer los poetas y los críticos de la envidia y el repulsivo y vociferante coro que a nombre de una crítica resentida y preñada de pequeñez humana, quieren concederle. El nadaísmo, y aceptemos que no con la prodigalidad deslumbrante de una respetable creación literaria, fue en Colombia un cierto momento de trascendencia espiritual. Una pequeña pero profunda conmoción interior en la mediocre y filistea fiesta de nuestra secular estupidez y tradición tanto vital como literaria. Personalmente quiero pensar que el nadaísmo por ejemplo fue más revolucionario y más transformador de la vida que toda la simplificación grotesca y barata que produjo la fanática cháchara revolucionaria anudada a la irracionalidad seudocientifista del marxismo. El nadaísmo ayudó en algo a la compulsión siempre aplazada y siempre necesaria de al menos pensar que es necesario cambiar la vida antes que pensar en cambiar las cosas.

Es ingenuo y bobalicón demeritar la significación del nadaísmo y de paso la de Gonzalo Arango, alegando su carácter de epifenómeno literario, endilgándole su condición de movimiento epigonal e imitativo de un fenómeno cultural y estético acontecido en otra parte y en otro tiempo. El tiempo existencial de los hombres no repite el tiempo a veces lineal de la historia. Se necesita torpeza refinada y extensa y erudita ignorancia para creer por ejemplo que la revolución surrealista se agota en los predicamentos consignados en un manifiesto que acogía ese nombre de surrealista, y no ver en ello una rebelión y una confrontación de fuerzas que despliega el espíritu humano para oponerse a fuerzas y a realidades que agobian y tratan de dominar ese mismo espíritu humano. Habrá surrealismo, y hasta nadaísmo, cada vez que la sociedad o la cultura alimenten ese fenómeno. Lo que no habrá es hombres con la confusión, la sinceridad o el valor necesario para convertir su gesto y su intento de hacer una obra enfocada en esa dirección.

El nadaísmo por eso encarnó y propició hasta una nueva y oxigenante gramática existencial que en nuestro medio tuvo importante proyección colectiva y propició al menos un intento de concederles a ciertos individuos el desparpajo de sacudirse la moralina católica y filistea que ha prevalecido en las costumbres y sobre todo en la literatura de salón, esa literatura babosa de aquellos literatos que acusan que nada hizo el nadaísmo. Salvaría al nadaísmo el simple hecho de enseñarnos a no escandalizarnos con la marihuana, el hecho de aceptar una pequeña dosis personal de autenticidad vital, de habernos alejado de la misa de cinco para que luego nos dedicáramos a trabajar, a trabajar y a trabajar y, por supuesto, también a delinquir para que las buenas costumbres hubieran seguido manejando las buenas conciencias.

Yo no creo que Gonzalo Arango hubo de haber nacido para escribir un libro impecable que le permitiese el éxtasis y el regodeo crítico a sonrosados y burócratas críticos de salón. Tal vez sólo nació para ser profeta provinciano, pequeño intranquilizador de buenas conciencias, para ser un mal escritor, un místico de medio pelo, un heredero morbodepresivo del gótico parroquial que nos hizo respirar Julio Flórez, para escribir una ingenua, sencilla y boba novela que se llama “Después del hombre”. Pero lo increíble es que, aún así, Gonzalo Arango es más importante, está más vivo, es mucho más sugestivo y escribe mucho mejor que todos aquellos que desde tiempo atrás vienen fallidamente intentando convertir en nada el nadaísmo. Y es que, como dice uno de los entrevistados por el propio Gonzalo, en este país se muere mucho más la gente de envidia que de cáncer. Por todo esto, entonces, es que es muy bueno que el “Profeta” esté de nuevo entre nosotros, los muertos, para que su novelita, su vida y su movimiento vuelvan a incitarnos a una nueva reflexión sobre lo que significaron. Para finalizar, sin duda debo agregar que lo mejor de la novela es la presentación que de ella hace Eduardo Escobar.

Fuente:

Periódico El Espectador, octubre 20 de 2002.

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