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La pasión y la máquina
de escribir en el Nadaísmo

A Gonzalo Arango, Amílkar U. y Dariolemos, mis muertos ruidosos.

¿Es que ya nunca volveremos a escribir la palabra Nadaísmo en los muros?

Carta de J.M. a G.A., 1962

Por Jotamario Arbeláez

Sucedió siendo yo muy joven que llegaron a mi ciudad de Cali unos a la vez tiernos y atorrantes profetas, quienes me enseñaron a escribir con pintura en los muros. Todo es cuestión de soltar la mano, dijeron, y el estilo llegará por añadidura. Te declaramos apto para la brocha y la muralla.

La ciudad estaba recién encalada. Mi misión consistía en escribir con buena letra y óptima ortografía consignas nadaístas de la cosecha 1959, de Gonzalo Arango y Amílkar U. El galón de pintura roja manchó varias manzanas a la redonda donde quedaron consignadas, además, algunas de mis incipientes barrabasadas.

«El Nadaísmo es una revolución al servicio de la barbarie».
«Una aventura al servicio de lo maravilloso».
«Somos geniales, locos y peligrosos».
«Tome Nadaísmo y pida la tapa».

Estos fueron algunos de nuestros muchos dogmas murales. Más que a la policía, había que temer a nuestros colegas de la Juco, ya veteranos en estampar sus protestas con aerosol y plantilla. Invadíamos sus terrenos y ellos mal podían tolerar invasores, y mucho menos de patillas y con melena. No pocas veces hubimos de protagonizar con ellos duelos de brocha gorda que terminaron con nuestras flacas humanidades pintadas hasta los huesos en la misma celda de la comisaría, cantando tras las rejas la internacional camarada y escamoteándonos los cigarros. Allí me echaron la cartilla de la lucha de clases y les correspondí con la citolegia de la desesperación y el vómito. Allí me hablaron de la pasionaria y yo de las medias negras de Juliette Greco. Me conminaron a caminar con la revolución y yo era una revolución en patines. Así comenzó ese regusto por el heroísmo, a media noche en media calle.

Pero escribir a mano me parecía cosa bastarda existiendo la máquina de escribir. Las manos estaban bien para boxear, para esculcar las carteras de las señoras o desapuntarles el brassier o el collar, para jugar al póker o lanzar piedras. Para escribir bastaba la yema del dedo. Esta yema índice de la mano derecha que hundo desde entonces desaforadamente para mantener el prestigio de escritor, aunque no niego que ha tenido oficios más gratos.

Prestigio de escritor, escribí en el párrafo de atrás. Prestigio de aguafiestas, de incipiente filósofo sofocado. El único que tenía máquina era Gonzalo y no se bajaba de ella sino para ir a orinar entre sus amantes. Entonces caíamos sobre ella los profetas menores y chuzando cada uno una tecla facturábamos los impecables e impublicables manifiestos que atascaban los teletipos. Más que una prohibición había un rechazo unánime a todo tipo de trabajo que implicara unos honorarios; pues la sucia retribución del esfuerzo era considerada atentatoria contra la dignidad de la poesía y contra la filosofía de las aves del campo. Sin embargo X-504 se metió a trabajar hasta muy tarde para comprar por cuotas una máquina de escribir un viernes santo 13, artefacto bendito que levantaron de recuerdo los ladrones el domingo después de misa. Darío Lemos en tanto clamaba en Medellín su carencia: ¡hay que salvar el país con máquinas robadas! Yo volé a San Andrés por una de contrabando con cinta azul como las olas, que colocaba para escribir mis herejías sobre una caja de jabón. La de Eduardo Escobar se la dio la novia de regalo de bodas en vez de torta. La de Armando Romero se la trajo el Niño Dios que son los papás. Elmo Valencia ganó la suya en un bingo. Cachifo adquirió la propia a cambio de una pistola. Barquillo la fabricó con sus manos y con la ayuda de la escultura de chatarras de Feliza Burzstyn. La de Amílkar durante muchos años no tuvo ñ y por eso se la pasaba comiendo conos. Las de todos viajaban frecuentemente del panfleto a la prendería.

Estaba en boga por entonces cuestionar la existencia y la misma esencia. El mundo había quedado mal hecho, no cabía duda, y nos propusimos acabárnoslo de tirar. La palabra como herramienta es rnás demoledora que la llave inglesa y el martillo de Lazslo Toth. Sin piedad para con el arte de vivir de Occidente nos lanzamos iconoclastas con 28 letras minúsculas y unos cuantos signos de puntuación que no usábamos. Sin calefacción y sin luz en nuestros cuartos húmedos como nuestros sueños, nos las arreglábamos para clavetear en el muro del mundo las saetas hirientes de nuestra rabia; al contacto con las letras airadas echaban chispas las cuartillas. Escribíamos hasta que manaban sangre nuestras lenguas mordidas.

Mas el mundo no cambia con las intenciones más torvas ni con la buena voluntad de unos voluntarios. Mientras más vidrios destrozábamos más crecía la industria vidriera. Como no teníamos a quién acudir acudíamos al dicterio, por salirnos del buen decir la maledicencia era bienvenida, a las galas del lenguaje aportamos el exabrupto. Por las ventanas sin anjeo de nuestros cuartos a la calle, entraban piedras con mensajes y algún pan amarrado a ellas. Eran nuestros ángeles protectores que robaban para nosotros y nuestras ansias de grandeza. En vosotros confiamos, nos declaraban, duro con este mundo y sus opresores, y por ellos con más fuerza continuábamos en la brega. Nos sorprendían las madrugadas oyendo el pito del sereno, las tripas en concierto y una explosión en el cerebro. Terminamos megalómanos excéntricos inconscientes.

Nos encontramos con nuestros textos alrededor de un fríjol en cualquier mesón de conspiradores. Íbamos sacando con fluidez del bolsillo de nuestras «chompas de trotskistas» los cuerpos del delito todavía inéditos. Aplaudíamos a quien con rnás furor apagaba su cigarrillo en el ojo del conformismo. Gonzalo Arango echaba fuego por las fosas nasales como un infante de dragón masticando ají, nos exigía ser inclementes, no perdonar a nadie que se opusiera a nuestro plan devastador así fuera el mismo ejército de salvación de rodillas. «No dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio», ese era el convenio.

En Medellín, Bogotá, Cali y otras ciudades de Colombia la noche de varios años fue pespunteada por la mecanografía de unos brujos. Era la verdadera sinfonía para máquinas de escribir con dos dedos de que hablaba Dariolemos que no vio una. Nunca tan pocos gastaron tanto papel y tampoco era para tanto.

La máquina de Gonzalo Arango en que verso estas prosas era a la vez instrumento principal y batuta. Alimentados con café tinto, insomnio y aceite tres en uno, despachábamos a diario cientos de líneas como teletipos impenitentes. Del obstinado manifiesto al poema desvertebrado, de las cartas de amor al eterno ensayo de moda demoledor, de los pactos secretos al escándalo público, entre todos tejíamos la tela del desastre como un gran juego de palabras cruzadas. Escritas las páginas iracundas y a buscar enjambres de oídos para detonar los mensajes. Por lo general hurtábamos el cuerpo al recinto académico, apelábamos en cambio a los cementerios de luna llena, fieles a nuestra vocación de poetas malditos y calaveras, a las salas de vapor en los baños turcos, a los gimnasios de los ancianatos, a las barandas de los puentes en construcción, a los aviones en vuelo, a los almuerzos rotarios, a los prostíbulos sellados, a los patios penitenciarios tras los públicos cautivos. Nos hicimos antisociales mientras llegaba el socialismo. Todas nuestras prédicas pecaban de malsanas y malsonantes, apologizamos la droga, la sexualidad desbocada, la esquizofrenia, la guerrilla. De ladrones y homosexuales se pobló nuestro séquito. Saboteamos con azafétida —si la palabra era impotente— los simposios de sabelotodos, profanábamos como sacrílegos consagrados las hostias sosas en las catedrales metropolitanas por desafiar a Dios y el peligro de miles de fanáticos sueltos, amenazamos a los alcaldes con dinamitar monumentos que homenajeaban el mal gusto y el mal polvo como el de Efraín y María, nos cagábamos literalmente en los floreros de nuestros anfitriones de lo más chic. Pero siempre el papel escrito con humor negro y corrosivo era nuestro pase al infierno de las delicias de la sociedad corrompida.

Hubo un lapso, casi un colapso, cuando Gonzalo Arango ordenó volver al estuche y archivar las máquinas de escribir porque se nos venía encima la ducha eléctrica de la música rock. Fue entonces cuando ingresó al movimiento Pablus Gallinazo, con su «pequeña hermana» y su consigna «ahora es la guitarra eléctrica la que tiene la palabra». Nos dejamos crecer el pelo más todavía, ensuciarnos más aún nuestra ropa, aprendimos inglés para decir «peace, brothercito», nos metimos ácidos cada uno, abandonamos nuestros antros sublimes e ingresamos eufóricos de benzedrina en las salas de grabación. Cambiamos la lírica escritura de nuestra sacramental «literatura de alcantarilla» como la llamaba la prensa y los académicos, por las canciones de protesta que se imponían por el mundo. Nos pusimos de moda como los lamas. Los sondeos de popularidad nos pusieron por encima de Jesucristo y los Beatles juntos. Al fin estábamos en-el-aire del que nunca habíamos salido, como nos criticaban los zares de la izquierda, los mesiánicos del café, los que creían tener los pies en la sierra.

Tampoco la música fue nuestro reino, a pesar de haber tomado al público de sorpresa por los oídos, porque el mundo da más vueltas que un long play. Algunos extremistas derivaron su furia atacando a los burgueses donde más les dolía: corrompiendo a sus hijos por detrás de los guardaespaldas. Otros desvalijando la colección de terracotas asirias de sus anfitriones espléndidos. Los más osados se hicieron a un revólver y una beca en el monte. No pocos pidieron asilo en los sanatorios mentales.

Pero el equilibrio, perfecto, porque el Nadaísmo es de Libra, por un nadaísta que tosía de inanición debajo de un puente había otro que apostaba a la ruleta los anillos de una herencia; por un nadaísta que se espulgaba en un calabozo había otro que nadaba en champaña en las fuentes de la mafia; por un nadaísta que hacía las paces con Dios había dos conectados con el Anticristo; por un nadaísta que dejaba a la mujer había otro que dejaba la suya; por un nadaísta casto había una mano de nadaístas arrechos; por un nadaísta que tomaba la senda de los ermitaños había otro que rodaba las autopistas, la bufanda de seda al viento por la ventanilla de un Cadillac. Y todos eran igualmente fieles al Nadaísmo, el pan del insomnio. Porque los nadaístas no habían hecho nunca votos de pobreza ni de riqueza, voto de castidad ni de incontinencia, voto de santidad ni de satanismo, voto de nada. Y porque todos en sus duras y en sus maduras, mantenían vivita y coleando la pasión de escribir para cerrar la puerta a la muerte y espantarla con una escoba.

Sin embargo algunos se han ido, principalmente mis profetas ya no tan tiernos y atorrantes, los que pusieron una vez en mis manos una brocha y un galón de pintura y me declararon apto para el grafito. 40 años han corrido bajo los puentes desde que fundamos el Nadaísmo. Hace 24 años murió Gonzalo, hace 15 se hundió Amílkar entre sus aguas, la semana santa de hace 13 estiró Dariolemos la pata que le faltaba. Y los que no hemos desaparecido ya no desapareceremos tan fácil. Eso pienso a la medianoche, mientras entra por mi ventana la conspiración de los grillos y hundo con parsimonia las teclas de la máquina de escribir del profeta Arango, que heredé por haber escrito con buena letra y óptima ortografía la palabra Nadaísmo en los muros.

Fuente:

Gonzalo Arango - Pensamiento Vivo. Juan Carlos Vélez Escobar, compilador, Industrias Unica Ltda., Medellín, 2000.

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