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El adangelista de Andes

Bien o mal cumplí.
¡Buenas noches!

Gonzalo Arango

Por Milcíades Arévalo

Cuando Gonzalo Arango leyó el primer manifiesto del Nadaísmo en Medellín, las viejas glorias de nuestra poética parroquial pusieron el grito en el cielo. No era para menos. “El Nadaísmo nacía de una sociedad que si no había muerto apestaba. Apestaba a cachuchas sudadas de regimiento, apestaba a sotanas sacrílegas de sacristía, apestaba a factorías que lanzaban por sus chimeneas el alma de sus obreros, apestaba a pésimo aliento de sus discursos, apestaba al incienso de sus alabanzas pagadas, apestaba a las más sucias maquinaciones políticas, apestaba a cultura de universidad, apestaba a literatura rosa, apestaba a jardín infantil, apestaba a genocidios, apestaba a miserias, apestaba a torturas, apestaba a explosiones, a pactos, apestaba a plebiscitos, apestaba a mierda. Entonces un grupo de jóvenes dejó su coca-cola a medio tomar para gritar: ¡Basta!” (1). A partir de ese manifiesto, en diferentes ciudades del país, muchos jóvenes que hasta entonces no tenían otro porvenir que el de recontar los muertos que nos dejó la violencia, optaron por ser nadaístas.

“¿Quién era Gonzalo Arango, el autor de unas frases felices que contagiarían de entusiasmo a buen número de adolescentes, y más tarde suscitarían, a todo lo largo y ancho del país, el fervor y el rechazo, infundiéndole a nuestro anémico horizonte vital indudables fulgores y osadías?” (2). Había nacido en Andes (Antioquia), el 18 de enero de 1931, en el hogar de una familia de provincia, clase media burguesa. Según sus propias palabras, era: “Bachiller. Filósofo laureado. Desertor de la Patria Boba y de toda esperanza. Agitador. Expresidiario. Vagabundo. Parásito. Poeta. Eterno de algún modo. Burócrata ocasional y destituido. Corruptor de la juventud. Enamorado, casado, fracasado y reincidente. Aventurero, sin oficio conocido. Vive de milagro y de las mujeres. Duerme en un Monasterio. No hace nada, pero existe”.

Después de quemar los libros de su biblioteca, incluido el manuscrito de su primera novela Después del hombre (publicada años después por Hombre Nuevo Editores, 2002) y escrita en el “interregno campesino de dos años durante su trunca carrera de Derecho, fue agrupando, en la errancia de calles y al amparo de bares como El Metropol, La Bastilla, la clínica Soma, a un grupo de jóvenes que habría de adquirir relieve en el campo de las letras nacionales, que desertarían de empleos y seminarios para solicitar su ingreso a la nueva religión, jóvenes que en muchos casos habrían de conocer reformatorios y clínicas siquiátricas en aras de su nueva fe. Pero también algunos esporádicos hampones y derrelictos se acercaron a ellos, con gran complacencia del grupo, buscando, más que cambiar el tono de las letras nacionales, un clima permisivo para sus hazañas: las drogas y los tímidos intentos de amor libre figuraban en el decálogo de estos rebeldes ahora con causa” (3).

Germán Arciniegas escribía en julio de 1958 en El Tiempo: “El Nadaísmo es un producto natural de una época pervertida, épocas de culturas dirigidas por analfabetos. Entre nosotros, es la consecuencia inmediata de las dictaduras. Por el momento me atrevería a definir el Nadaísmo —y que los nadaístas me lo perdonen— como un movimiento de los que van en busca de algo”. Por su parte, Estanislao Zuleta, en La Calle, también en julio de 1958, pronosticaba algunos riesgos que podrían correr: “La sociedad burguesa no los considera su antinomia. Ella tiene razón: su antinomia no es ese hijo descarriado”. Rojas Herazo en cambio se manifestó complaciente y paternal: “Ellos tienen —con el desplante, con la brusquedad verbal, con el impulso de la inteligencia— que despertar esta sociedad empeñada en su conformismo y su onirismo bursátil”. Para mí el Nadaísmo no era otra cosa que un grupo de muchachos influidos por el surrealismo, el existencialismo, la beat generation norteamericana y el verbo del Profeta de la nueva oscuridad, tal como lo pregonaban los suplementos culturales de los periódicos, las revistas de farándula y revistas muy serias como Zona Franca de Venezuela, El Corno Emplumado de México, El Pez y la Serpiente de Nicaragua, Mito de Colombia.

Con el apogeo del Nadaísmo, a muchos vates les dio por resucitar a José Asunción Silva, quien no contento con el homenaje que le rindieron los post-modernistas con Himno Nacional, izada de bandera y todo lo demás, se levantó de su tumba y comenzó a amargarme la vida. Que por su culpa tuviera que vivir con la luz apagada, hablar muy quedo con los peces de mi acuario o hacer el amor insectamente colgado del techo con mis patas adherentes, ya me parecía el colmo. Tengo que confesar que los poetas muertos nunca me han dejado en paz y he tenido que huir, huir...

Tal vez por eso me fui a vivir a Santa Marta, a leer a Camus bajo mi árbol favorito y a esperar la llegada de esos seres “geniales, locos y peligrosos”. Mientras eso ocurría en Bogotá, Gonzalo Arango, Jotamario, El Monje Loco, Kat, Pablus Gallinazo, Eduardo Escobar, Humberto Navarro y los demás, que al fin de cuentas no sumaban más de trece, llegaron a Bogotá. Era frecuente verlos en El Automático, que era el sitio preferido de León de Greiff, el Hotel San Francisco y El Cisne, repleto todas las noches de bohemios sin prosapia, rebeldes sin causa y vampiresas; después invadieron el parque de los hippies en la 60 y finalmente la Calle, en el barrio La Perseverancia, donde vendían toda clase de cosas, desde sahumerios, pachulíes, libros, hamacas, gargantillas de cobre y artesanías; también había lectoras del naipe, magas y brujas. La gentecita del norte pasaba por allí a darse un toque intelectual, concertar una cita, fumarse una chicharra, intercambiar un poema por un beso, tomarse una cerveza o hablar con los extraterrestres en la plataforma espacial que tenía La Maga en el solar de su casa.

Mi vida a la orilla del trópico era más insoportable que el peso de un revólver. Me daban ganas de salir huyendo camino de yo no sé dónde, de perderme en el mundo para no sentir el paso de la vida ni el peso de la muerte, pero un día me encontré con gonzaloarango, que había llegado a Santa Marta a rescatar la ballena blanca. Como yo había visto su foto repetidamente en los periódicos, me acerqué a saludarlo.

—¿Y tú quién eres? —me preguntó como tratando de rescatarme de entre sus recuerdos, pero yo no estaba en ningún rincón de su magín.

—“Yo era poeta y me gustaba cantar. Nunca hice nada más útil ni nada más inútil. Sólo cantar” —le riposté y a renglón seguido le pregunté si por fin había alcanzado el sueño que tanto buscaba. No. A raíz de su “Tarjeta de Navidad para Gog”, publicada en el Magazín de El Espectador, donde cancelaba, a nombre del Nadaísmo, su etapa de desesperación nihilista y el derrotismo que lo había caracterizado en sus primeras contiendas: “No más navío Ebrio de Rimbaud para justificar nuestro falso genio poético naufragando en mares de nicotina”. Los miembros del grupo en Cali habían quemado en el puente Ortiz su efigie, e incinerado sus escritos. Después me dijo algo acerca del infierno y la belleza, me regaló Sexo y Saxofón.

Desde entonces fuimos unos amigos muy particulares. Nunca nos tomamos una foto, ni fuimos a los mismos cocteles ni asistimos a los mismos recitales, pero siempre nos manteníamos en contacto comunicándonos nuestras inquietudes existenciales, como esta carta entre muchas que me envió desde “El Monasterio” en diciembre de 1964:

Recordado Milcíades: Ser nadaísta es a la vez fácil y difícil. Es fácil en cuanto se es joven, inconforme, rebelde, creador, individualista, y maravilloso. Es difícil en cuanto estas actitudes que implica el Nadaísmo se pagan con sacrificios, incomprensiones, soledad, y estar fuera del orden establecido que da muchos dividendos y condecoraciones, y hasta un sitio de honor entre los inmortales. Pero para eso, hay que humillarse, claudicar de su propia vida, de sus valores, y de sus ideales más puros y sagrados. De acuerdo con lo que tú eres y con lo que sientes, elige tú mismo el camino: el de tu propio ser, o el de la miserable muerte de tu ser en este mundo.

O en esta otra que el propio Gonzalo le mandó a X-504:

No he visto a Milcíades aquí: ¿al fin fundó la librería? ¿Con qué plata, y con qué agallas? Una locura. Precisamente en carta anterior te pedía le prohibieras esa metida de pata, lo va a perder todo, hasta la razón de existir. En este país es mejor fundar un burdel que una librería. Si sabes algún eco de su paradero, o de su moridero, mándame la onda para ir a visitarlo, y de paso para que me fíe, a ver si contribuyo lo más pronto a su bancarrota, para que no bote pólvora en... intelectuales bogotanos.

Cuando volví a Bogotá Gonzalo Arango ya era tan famoso que aparecía todas las semanas en la prensa, escribía en varias revistas, daba conferencias en las universidades y plazas públicas.

Tan pronto se enamoró de su ángel de rizos rubios, una inglesa que llegó al país cantando baladas pop, dejó atrás las agencias de publicidad, Nadaísmo 70, las castas intelectuales, todo lo que le atara a la tierra, pues era feliz y su única meta era el amor. “El hombre sólo necesita su corazón, sus dos pies y un destino que no conduce a ninguna parte”. Despojado de todo, se fue a recorrer los caminos, y fue en un camino, en una autopista donde perdió la vida o tal vez ganó la inmortalidad el 26 de septiembre de 1976.

Notas:

(1) Arbeláez, Jota Mario. “El Nadaísmo a la luz de las explosiones”. El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, abril 16 de 1967, p.p.: 11 - 15.
(2) Cobo Borda, Juan Gustavo. Manual de literatura colombiana. Procultura, Tomo II, Bogotá, 1988, Pág. 197.
(3) Cobo Borda, Juan Gustavo. Historia portátil de la poesía colombiana: 1880-1995. Tercer Mundo Editores, Bogotá, enero de 1995.

Fuente:

Comunicación personal. Fragmento tomado el libro inédito Galería de la memoria.

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