La Librería de Otraparte

Visita nuestra tienda virtual en
libreria.otraparte.org

Testamento

Declaro solemnemente que no escribo para la inmortalidad. Escribo para esta vida y para los que viven aquí, y ahora.

Deseo una gloria que me alcance en mi carne y en este instante, no después.

Escribo a velocidades de planeta, a contrarreloj, contra la muerte. Deseo conquistar mi vida como única finalidad del arte. A esta conquista sacrifico gustosamente la pureza, la perfección, y toda idea de absoluto. Por toda gloria busco plenitud de los sentidos, el éxtasis de mi cuerpo en otro cuerpo.

No pretendo ser clásico al estilo de los “estilistas” que sacrifican una aventura por una metáfora. Yo, en cambio, lo dejo todo, desde Adán hasta Eva, por meterme en un filme de vaqueros con mi amante. Aspiro ser imperfecto y maravilloso como la vida. En esto me distingo de la raza bastarda de los Intelectuales puros.

Confieso a la manada de truhanes que se interesan por las cosas del espíritu, que no me interesa perdurar en los manuales de literatura para estudiantes de retórica. Mis libros son malditos, no tienen ese aroma que santifica las almas, ni ilumina los claustros sombríos de la virtud.

No dejo nada ejemplarizante para retornar al buen camino a los extraviados, pues yo soy la negación de todo camino. Y si por azar queda algún testimonio en este sentido, es porque yo mismo, por encontrar un camino, me extravié en la ausencia de caminos.

No tengo nada que enseñar en los internados de monjas y de curas donde la moral acoraza a la juventud contra los goces naturales de la vida.

Me niego a ser fosilizado, maquillado y momificado en un pénsum como “Gloria Nacional”.

Apelo a mi desprecio por la cultura para que no se inscriba mi nombre en textos escolares donde seré babeado por maestros de urbanidad y buen decir. Al diablo con esos burros presumidos que apestan a pederastia de convento, idealismo de sacristía, a sobaco sudado, nicotina, alcanfor de castidad, y los mil hedores pestilentes del racionalismo cristiano.

Exijo el honor de que me borren de la memoria de las futuras generaciones. Pido para mí la gloria de un ser maldito, un proscrito, un excomulgado de toda moral, de toda estética, de toda esperanza.

¡Que mi gloria me la den en la cama!

No quiero ser racionalizado por cerebros calvos, humanistas, académicos, ni los otros acólitos del culto a Minerva. Bajo el pulcro manto sagrado de esta ramera, la sabiduría apesta peor que una cañería de cuartel. Su séquito de parásitos se arrodillan ante la diosa para nutrir de podredumbre sus almas de cuervos y sus cerebros de topos racionales.

Me niego a perdurar en esas fosas del alma, clasificado como un raro espécimen del Homo sapiens. Quiero ser olvidado definitivamente, fervientemente, o en caso contrario, odiado con pasión, como un remordimiento que roe la noble causa del espíritu humano.

No deseo sobrevivir a mi propio horror, ni al desprecio que me inspiró el Humanismo y la bastarda sensiblería utilitaria y futbolera del siglo xx.

Exijo el derecho de elegir para mi memoria la ingratitud de la posteridad, puesto que antes de morir ya habré sido ingrato con este mundo.

Aspiro ser como escritor el arquitecto de la destrucción. Instalado en mi trono planificaré el caos, la ruptura del orden, la desesperanza inminente, el aniquilamiento total, el triunfo de la locura.

No pretendo ser benefactor ni creador de nada con el sucio barro de que están hechas la humanidad y la historia. Reclamo, a cambio de mi inutilidad, silencio para mi tumba, desprecio y horror para mis huesos culpables. No dejo descendencia física ni patrimonio moral para ser devorado por la rapiña insaciable de los roedores del alma. Mi destino me concierne a mí solamente, y me hundo con él por dignidad y por indiferencia.

Asumo con orgullo mis maldiciones y mis desdenes. No repartí pan a los miserables, ni fe a los dudosos, ni consuelo a los dolientes. Ejercí una rara caridad repartiendo asco a los puros y desdicha a los infelices. Contagié la desesperación como una peste sagrada, pues tal misión me fue encomendada por el demonio para preparar el reino de la ignominia en este mundo.

Fui irrelevante y eficaz en mi tarea de proclamar el desastre, el terror, la ausencia de sentido, el desapego, y por cumplir la voluntad satánica fui condecorado con las rosas de la lujuria y la locura.

Que mi lápida sea la de un monstruo. De todos modos ya estaré podrido antes de ser olvidado. No necesito una piadosa inmortalidad para mis gusanos. Ellos impondrán un silencio reverente que se parezca al asco, y harán vomitar a los compasivos y a los tiernos de corazón.

No se asomen a mi tumba, granujas. No peregrinen sobre mi cadáver porque prometo apestar peor que cien cardenales muertos de indigestión después de la última cena.

Mi apelación al olvido es cuestión de dignidad estética. Sobre todo no babearse, no moquear, no orar, no mear sobre mi tumba, nada de ofrenda floral: no es manera de venerar al trágico y al guerrero.

Mi gloria sólo puede ser celebrada con el canto, la danza, la orgía, la embriaguez, las formidables fornicaciones en forma de himnos como yo las celebraba con espléndidas mujeres en los cementerios metropolitanos, cuando era morboso y elegíaco.

Ah, recuerdo los orgasmos contra las losas fúnebres, las paredes de las tumbas temblaban; gritaba de placer tan bruto que los muertos aterrorizados se sacudían el polvo creyendo que el juicio final tocara a sus puertas, y que mis éxtasis eran la alegría de la redención.

¡Pobres almas sin cuerpo! En su impotencia suplicaban cambiar su eternidad por cinco minutos de vida con mi amada, como antes prometían en el lecho: “Oh, amada mía, por entre tu carne palparé tus huesos para reconocerte el día de la resurrección”.

Y así iba a olvidar mi agonismo entre los sauces fúnebres. Allá recordaba que el arte no justifica ser eterno, que lo que justifica la inmortalidad es esta vida.

Que mi gloria sea viril fue siempre lo que quise en este mundo. Después la literatura, lo mismo que mi alma, que se las lleve el diablo, si a ése le placen tales porquerías.

Amén.

Gonzalo Arango

Fuente:

Arango, Gonzalo. Prosas para leer en la silla eléctrica. Intermedio Editores / Círculo de Lectores S. A., Bogotá, 2000, p.p.: 154 - 158. Transcripción por Camilo Sierra Sepúlveda.

^