Soledad bajo el sol
En Magno, como en el cerebro de las mujeres, no hay misterios.
Magno es un pueblo sin edad. Suponiendo que era tan viejo como los siglos, sus habitantes resolvieron celebrarle un centenario. Entonces se dieron cuenta de que era un pueblo sin fechas y sin fundadores: un pueblo ahí, secamente, que se aburría en el tiempo, bajo el sol.
En Magno no pasa nada. Es de esos pueblos olvidados y anónimos que ni siquiera figuran en el mapa. Donde la gente nace y muere al azar, porque tiene que nacer y morir. Eso no interesa.
Los 712 habitantes se conforman a la vida como a la salida del sol. Todo es natural. Hay un Dios que reposa sobre una fe ciega. Inclusive los misterios de esa fe son naturales, para ellos no son misterios.
Yo veo a Magno desde el “Bar Pereza” como es: la Calle Real, que es larga como el gran minutero del reloj de la iglesia, y dos callecitas laterales que parten de la plaza en forma de cruz.
Enfrascado en su rutina, Magno es una aldea perdida en un lugar del mundo, sin caminos, sin leyes, sin porvenir. La iglesia y un cementerio en medio de pantanos y yerbajos venenosos son el principio y el fin de su destino. Su futuro y su tradición se confundieron hace largo tiempo y ahora son una misma cosa. Porque Magno es un pueblo sin historia.
Desde la plaza se cuentan las estrellas de siempre: están en el firmamento. Se diría que de todas partes está dirigido su destino, marcado para toda la eternidad contra la libertad y el querer de los hombres. Pero nada cambia en Magno porque los hombres no quieren nada.
Una tarde se estremeció el Bar Pereza cuando los jugadores de dominó cambiaron la rutina de sus conversaciones o el pesado plomo de sus silencios y se decidieron a hablar:
—¿Viste la mujer? —dijo uno.
—¿Qué mujer? —dijo otro distraídamente, colocando un 5 y un 6 en el extremo sur del escarabajo del juego.
—Entonces no has visto nada —dijo el uno, pasando.
—Yo la vi —dijo un tercero—. Vino al estanco esta mañana.
—¿Qué hacía en el estanco? —preguntó el 5 y 6.
—Compraba tabaco y tapetusa —dijo el tercero abriendo la pupila con dos dedos sucios.
—Mala suerte —dijo el 5 y 6—. Me cerré el juego.
Pasé a otra mesa donde jugaban naipes y el que tenía 3 ases dijo:
—Debe ser de la capital, con una piel de zorro para cubrirse su piel de zorra.
—¿Por qué tendría que venir a este maldito pueblo? —dijo otro maldiciendo sus dos pares a la K.
—Los que la conocen dicen que tiene pelos de dos colores. Los de la cabeza son rojos.
—Debe ser el mismo demonio —dijo el de los tres ases.
Me retiré a la plaza. Bajo la sombra del tamarindo mayor conversaban los notables, gente que no se mezclaba con la chusma del Bar Pereza, y prefería sacar a la plaza sus tazas de café para beberlo a la sombra del tamarindo. Fumaban.
—No podemos tolerar un burdel en el pueblo. Eso no se ha visto nunca en Magno —dijo el del cigarro.
—Tiempos endemoniados estos que corren —dijo el que no fumaba.
—¿Qué dirán nuestras hijas y las madres de nuestras hijas? —dijo el que fumaba una pipa de bambú.
—¡Qué escándalo para la moral de Magno! ¡Qué vergüenza! —dijo el del cigarro.
—Hay que echarla —dijo el que no fumaba.
—Hay que echarla —convino el de la pipa.
—Estamos de acuerdo —dijo el del cigarro—. Hay que echarla.
Meditaron y tomaron sorbos de café frío. El del cigarrillo y el de la pipa, ante la gravedad de la situación, fumaron y lanzaron nubes de humo. Silencio. El humo se enredaba en el bigote de los fumadores.
—¿Qué dirá el Reverendo? —se decidió a preguntar el que no fumaba, que evidentemente no necesitaba la inspiración del humo.
—Dice que Magno recibe un castigo por su impiedad y que el pueblo está amenazado por una terrible cólera del cielo —dijo el del cigarrillo humeando.
—Tenemos que evitarlo —dijo el de la pipa de bambú, preocupadamente.
—Sí. No podemos pagar justos por pecadores.
—Una mujer mala es enviada por el demonio —dijo el del cigarro—. Tenemos que evitar que el mal se apodere de Magno.
—Tenemos que evitarlo —corearon los tres viejos sin fumar.
—Debemos —dijo el que no fumaba con una voz de sentencia.
—Debemos —juraron los otros dos, y se levantaron y caminaron en alguna dirección.
La plaza reventaba de calor. Hojas tostadas y amarillentas alfombraban los guijarros. Unos bueyes perezosos mascaban plátanos podridos y echaban una baba verde por la trompa. Un perro orinaba contra la raíz del tamarindo y saltaba sobre las patas para atrapar una mosca. Mariposas giraban sobre un estanque de aguas sucias. Una libélula zumbaba en el aire caliente como un avión y se aposentaba en el anca de un buey echado. Una gallina cacareó en el escarbadero y atravesó la plaza con una lombriz en el pico.
Nada sonaba en Magno. El silencio estaba cansado de emitir su voz que ya nadie oía. Sólo el ruido de las monedas jugadas a la “cara o sello” por jóvenes vagabundos que se dedicaban al juego para no aburrirse de los prolongados y fatigantes días de Magno.
Si en Magno pasara algo, ese día de sol abrumador y de terrible calor podía ser un día cargado de presagios.
—Ahorraré para ver a una mujer de esas —dijo el que apostó a “sello”, recogiendo las monedas del polvo.
—¿No te da miedo? —dijo el de “cara”.
—¿Miedo yo? —dijo desafiante el de “sello”—. Magno no ha parido la mujer que me asuste.
—A decir verdad —dijo el de “cara”— también me gustaría ir. Para creer hay que ver.
—Y tocar.
—Entonces iremos juntos.
—Iremos. Es un milagro en Magno.
Los dos tahúres resolvieron juntar todas sus ganancias para el fin de semana, y decidieron no jugar entre sí para no perder. Se separaron y fueron a buscar otros tahúres en el Bar Pereza.
Los jugadores escucharon a los tahúres con aire ausente:
—Se llama Susana.
—¿Quién se llama Susana?
—La pelirroja.
—La que vive en “Las Brisas” cerca del cementerio.
—Susana cayó en Magno como una peste.
—Susana no es una mujer, es un demonio pelirrojo.
—Yo digo que es una mujer como todas.
—Susana no es una mujer como mi hermana.
—Ni como mi madre.
—Ni como mi novia.
El que dijo que Susana era una mujer como todas era el tahúr del “sello”, que seguramente ya la amaba si fuera posible amar a Susana. O al menos era ya un ídolo en su corazón de adolescente que admira desde el pudor de sus presentimientos, de su adivinación y de su inocencia, las aventuras y la mala reputación de una mujer como Susana.
Los que sostenían con una pasión cercana a la ira que Susana era un monstruo, tiraron la baraja sobre el deslucido tapete verde, y desafiaron al tahúr del “sello” para defender el honor de sus mujeres. El que tenía por Susana una pasión semejante a la aventura, dijo:
—Es lo que dice todo el mundo en Magno. Yo ni siquiera la conozco. Sé que todas las mujeres en Magno son buenas mujeres: algún día me casaré con una de ellas.
Los tipos se calmaron, pero uno advirtió:
—Mide tus palabras, o te rompo la cara. Y no queremos jugar más contigo.
El tahúr del “sello” se retiró humillado y vagó un rato por la Calle Real, y otro por la calle lateral derecha, y otro por la calle lateral izquierda, hasta que agotó todas las direcciones, toda la cólera sombría y todo el oprobio, que se dulcificó con el cansancio. Luego regresó muy desolado al punto de convergencia de esa cruz llamada Magno, que era la plaza sembrada de guijarros y tamarindos.
Por primera vez había nacido en su corazón el odio, y sobre ese odio irritado, en el fondo de sus sentimientos inconfesables, crecía una especie de admiración por Susana, una admiración tan fuerte como el amor.
La zozobra crecía en Magno como las flores amarillas en los almendros; como los torrentes de calor al medio día, como los presagios de que algo extraño, una fuerza innominada y potente iba a estallar, a salir de los presentimientos oscuros y siniestros a una realidad bajo el sol.
Los notables deliberaban en la sombra. Se discutía en concilios secretos el porvenir de Magno, como si su existencia estuviera amenazada por una peste mortífera. Se vivía en el terror. Extraños designios estaban por aparecer. Pero sobre las calles silenciosas seguía brillando el sol, bajo un cielo que era el cielo de siempre: presente y olvidado, sin edad, sin porvenir, constelado de luz, desvanecido en el sueño, cálido en el verano, centelleante con sus luces de magnesio que eran las estrellas perdidas en la noche, inmemoriales y vagabundas, sin principio ni fin, viejas como el mundo. Dorado cielo de Magno. ¡Cielo!
A las 2 de la tarde era martes en Magno y en el resto del mundo. Una hora marcada en el reloj que parecía un lunar enmarcado en el dintel rojo de la iglesia. Nubes de calor flotaban a esta hora sobre la paja de los ranchos o sobre los tejados umbrosos manchados por la ceniza del verano. Se podía pensar que a las 2 de la tarde era una hora ingrata. Una hora que podía ser la una sin que nada sucediera, o las tres para que fuera un recuerdo lo sucedido. Como si se tratara de un parto, allí iba a nacer algo. Todo estaba preparado para la espera. La gente esperaba tranquilamente bajo el fuego del sol, porque eso iba a nacer, iba a suceder por fin.
Un niño paralítico rengueaba sobre los guijarros de la plaza, inocente de ese algo innominado que iba a pasar. Ese algo abstracto había nacido ya en la conciencia de algunos habitantes, había tomado cuerpo en el presentimiento. Para otros, los que esperaban sin saber qué esperaban, era apenas una sospecha, una especie de terror oculto: no esperaban nada, pero algo insólito era anunciado en el aire como un tambor que resonara desde lejos anunciando una catástrofe y que no serían defraudados.
El niño paralítico arrastraba una cinta amarilla, a la que ató una ratica muerta, un poco agusanada, algo podrida, y la arrastraba tras sí como para consolarse de que también las ratas se arrastraban y no sólo él, como si no fuera excesiva su parálisis para los guijarros de la plaza.
Los habitantes que esperaban ahuyentaban con yarumos y paraguas el radiante sol, blasfemaban contra el niño paralítico y se alejaban al paso de la carroña. Pero el chico no oía los insultos, o no le importaban, y seguía rondando con su macabro juguete.
Algunos niños que no esperaban nada sino que miraban a la gente que esperaba con aterrada gravedad, persiguieron al paralítico haciendo bulla, como un cortejo, y arrojaban terrones contra la rata. A veces eran piedras que hacían blanco y estallaban el ya podrido vientre del animalito.
—¡La mamá de Zongo tuvo una rata!
—¡Zongo tiene un hermanito!
—¡Zongo es un ratón! —chillaban.
Zongo halaba de la cinta y ocultaba el bicho bajo los pliegues raídos y polvorientos de la ruana.
Sin saberse por qué, pues ése era un día más en Magno, un día como todos, unos músicos folclóricos ejecutaron una melodía en el atrio de la iglesia. La gente se agrupó en torno, pero otros no se movieron de los quicios, ni de los bancos bajo el tamarindo, agobiados por el calor. Sólo se notó que el hueco color de miedo de las ventanas se llenó con rostros de mujeres que seguramente habían recibido la consigna enigmática de permanecer.
Cuando terminó la música, las miradas se dirigieron a la calle alta de la iglesia, terminal de la Calle Real, fin de la cruz de Magno, y todos se desbandaron. Todos, menos Zongo, que seguía arrastrando su carroña.
Luego irrumpió la multitud delirante, sofocada, precedida por cuatro hombres que arrastraban con lazos a la mujer. Según la tensión de las cuerdas, la mujer caía o era levantada y eso se repitió largo tiempo alrededor de la plaza. Los guijarros se salpicaron de sangre, y el aullido de la multitud era un rugido salvaje que se elevaba por encima de los almendros hasta el cielo impasible, a nombre del cual se ejecutaba la venganza.
Cuando la multitud se silenció, la mujer fue abandonada sobre las piedras: todavía parecía agonizar en sus convulsiones, ritmo animal de una oscura fisiología, pero luego se quedó quieta como una cosa.
Frente al atrio, de espaldas a la mujer, retumbó un griterío de júbilo. Los músicos folclóricos atacaron la misma melodía triste y pegajosa, mezcla de miel de abejas y perfume de crisantemo.
El Reverendo apareció muy solemne y revestido y movió en péndulo el incensario. La plaza se llenó de un humo espeso, nebuloso, que se hizo sofocante al mezclarse a los chorros de calor. Cuando la plaza se cubrió de humo, el Reverendo hizo una señal y todo el mundo se arrodilló. Una bendición lenta y perezosa como un bostezo de elefante cayó sobre las cabezas de los fieles, quietos y mudos en la tarde grávida de incienso y de sol.
Sólo un hombre de espaldas al Reverendo y a la multitud miraba el cadáver de la mujer: era el tahúr del “sello”. Zongo le preguntó señalando el despojo:
—¿Es una rata?
El hombre miró al renacuajo y pensó: “Voy a llorar”.
—Sí —dijo el tahúr con humildad.
Zongo desató la rata y amarró con la cinta una mano de la mujer. Haló. Pero el bulto no cedía. Todavía haló con el resto de sus fuerzas, pero lo que estaba atado a la cinta no se movía. Zongo dijo desilusionado:
—Es una rata muy gorda.
El tahúr no le escuchó. Se lo vio caminar hasta las gradas del atrio donde el Reverendo seguía distribuyendo bostezos de elefante.
—¡Magno! —gritó el tahúr.
Los rostros en éxtasis se levantaron sacudidos por ese grito sucio por el dolor.
—¡Magno, pueblo hijo de perra!
Esto repercutió como un eco en el cielo devastado. Un torrente de asombro se extendió por la plaza y luego se desvaneció. En la ola de calor zumbaban las moscas cuyos motores de run-run se escuchaban en el silencio, mezcla de maldición y de terror.
Zongo desprendió la cinta y sujetó el bichito en cuyo vientre se revolcaban los gusanos sofocados por el calor. Siguió dando vueltas a la plaza. La multitud se dispersó. En alguna parte pusieron una ficha de dominó sobre una superficie de madera.
—¡Zongo es un ratón! —chilló un niñito en la plaza desierta.
Fuente:
Obra negra. Santa Fe de Bogotá, Plaza & Janés, primera edición en Colombia, abril de 1993, pp: 108 - 113.