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La moral del miedo

Por Gonzalo Arango

Me confieso en nombre de
los políticos y los intelectuales.

Se predica en Colombia que la raíz de su desequilibrio en todos sus órdenes sociales: economía, política, cultura, procede de una “crisis moral”.

Los sostenedores de esta política un tanto abstracta, miran sus consecuencias sin investigar sus causas. Si padecemos una “crisis de valores”, ello se debe a que los fundamentos sobre los cuales se ha levantado el edificio social, fueron falsos y lo siguen siendo. Por lo tanto no es circunstancial esta “crisis”, por el hecho de que la “violencia” engendró el desplazamiento temporal de la lucha por el Poder a los dos partidos políticos tradicionales.

La actual “crisis” viene de muy hondo, está en la esencia misma de la estructura moral, política y económica del país. Lo que sucede es que los acontecimientos se han venido acumulando y han encontrado en la actualidad su clima más propicio para manifestarse.

No es cierto que haya “crisis moral”, porque la moral no es nada ajena al ejercicio humano y cotidiano. La moral no es un conjunto o estructura de fórmulas a priori y externas a la conducta humana. Si los hombres no son morales, no hay moral posible que tenga vigencia, y ésta quedaría en última instancia como una bella disciplina intelectual sin aplicación, sin ningún sentido en la acción.

Por eso, como no se trata de fórmulas sino de vida y conciencias humanas, no podemos hablar de que el espíritu está en crisis, de que los valores están en crisis. Lo único que está en crisis en Colombia, son sus hombres. Estos hombres han descartado de sus vidas toda actividad moral para sustituirla en todos sus actos por la mala fe, por el individualismo en los intelectuales y en la burguesía, y por el sectarismo en los políticos.

Entonces, no queda más remedio que disculpar con el pretexto de la “crisis”, el fracaso de toda la ideología del país. Pero, ellos mismos, los sostenedores de “la crisis moral”, los teóricos, ¿qué son en el activo del país? Se hacen margen como símbolos vigilantes, se entregan vergonzosamente al pesimismo o se van a Nueva York o a París, mientras pasa la tormenta de la “crisis”. Pero he ahí que el no estar comprometidos es su gran fracaso, o el temor de estarlo, su gran insinceridad.

Se sostienen en un peligroso equilibrio de conciencia que califican de “dignidad”, su gran política de la espera, como hombres estéticos para quienes es demasiado prosaico entrar en la revuelta y responder por sus actos.

Esta actitud de serenidad racional está fundamentada en el oportunismo y no obedece a ninguna convicción profunda y moral respecto de sí mismos y del porvenir del país. Se refugian en una soledad de tipo melancólico, de víctimas abstractas, al amparo de sus conceptos puros de la libertad, y al amparo irritado de sus añoranzas y de sus glorias. No están derrotados, puesto que no es una actitud moral sentirse derrotado teniendo la vida, que es siempre un hecho absoluto y una afirmación. No están derrotados, pero eligen serlo, sentirse en una adversidad hipotética para ser dignos de la piedad y de la compasión de la Historia. Les parece también más heroico, más cómodo y menos comprometedor.

En la alternativa por el Poder, los políticos colombianos dejan hacer, dejan deshacer, no es su oportunidad. Piensan: si me revelo pierdo la esperanza de culminar mis ambiciones (el Poder); si permanezco callado es porque mi voz no hace falta y además no me comprometo en este juego que es incierto. Los hombres, a pesar de todo, siguen durmiendo; los hombres sufren, pero el sufrimiento los redime: que sufran y mueran en nombre de la esperanza.

Pero siempre piensan que la esperanza les está reservada para ellos, y que los sobrevivientes a las grandes catástrofes colectivas se la asegurarán. Al margen de sus más profundas convicciones, nuestros políticos esperan, se sienten víctimas inocentes, víctimas sacrificadas al Poder. Sin embargo, es su oportunidad lo que esperan y no aspiran en el fondo sino al Poder para ser los verdugos de turno, y para que otros sean a la vez sus victimas. Confían en que alguna vez el juego del azar político les dará la ocasión y los privilegios para vengarse y reivindicarse.

Lo que pasa es que no tenemos nada qué defender, excepto nuestro interés particular. Y en Colombia nos pasa por virtud de la política, el fenómeno denigrante de que los hombres no somos personas, sino objetos pasivos de consignas inviolables.

En las instituciones se crean crisis y se violan aquellos principios que teníamos por sagrados. Se conspira contra la cultura, y no sólo se conspira sino que con absoluta impunidad se denigra de ella en nombre del concepto de autoridad, que actualmente significa ejercicio de la arbitrariedad contra la razón, de la ley contra la verdad. Se conspira también contra la justicia y la ley que la fundamenta, y no sólo se intenta como amenaza sino que estos valores que teníamos como emblemas de nuestra civilización y de nuestro orgullo, se derrumban miserablemente. Las libertades de pensar y de sentir, la libertad de uno elegirse, un hombre dentro de otros hombres, respaldado por los derechos que establece para todos la constitución de la sociedad, son negados como frutos malsanos y prohibidos. Un predominio estatal y absorbente dirige todo el poder de su arbitrariedad sobre las conciencias individuales.

No es de hoy este defecto. Su influencia ha sido inherente a toda la historia política colombiana. Se nos ha agotado el idioma para vilipendiar los totalitarismos de izquierda, pero aquí estamos plácida y orgullosamente confiados en los hipotéticos derechos de la democracia. Como si el ser democráticos fuera un honor o una justificación de nuestra vida, mientras a espaldas de este concepto crece sombríamente el poder del exclusivismo.

Todos estamos esperando, conformes en la inactividad. Y se vanaglorian muchos pensando que esta actitud es de dignidad. Pero, ¿qué es lo que estamos esperando? ¡NADA! Estamos los colombianos viviendo un período que podríamos calificar de Política del Miedo, después de agotar todas las políticas del fracaso.

Nuestra vida en las actuales condiciones es un aplazamiento. Proyectamos esto o aquello, tenemos estos ideales, nos hacemos estas ilusiones, vamos a realizar esto en el futuro. Pero, ¿cada uno qué hace en el presente para alcanzar ese porvenir y merecerlo? Nos resignamos a que todo pase, y creemos que lo que sucede es siempre lo mejor, o por lo menos lo inevitable y fatal. Como no oponemos nuestra rebeldía individual, entonces nos resignamos a que los problemas se resuelvan por sí solos, como si se tratara de ciegos caprichos del destino y no de nuestra selección para aceptarlos o rechazarlos, haciéndonos responsables de nuestra libertad. Existimos como pobres seres liquidados y anónimos que nada tienen qué ofrecer a la vida, ni heroísmo. Ni sacrificio, ni valor: reventamos plácidamente en lo cotidiano y en la resignación, como testigos silenciosos de nuestra ruina, sintiendo en lo más profundo de nosotros la presencia de la cobardía, que aprendimos astutamente a disimular, después de una larga experiencia.

Entonces, ¿qué es en el fondo nuestra vida?

Nos lamentamos en lo profundo de nuestro corazón de “la crisis moral” y de la adversidad de las circunstancias para cualquier ejercicio libre. No nos queda para consolación sino la nostalgia de los vencidos, porque la nostalgia es siempre una actitud de entrega y claudicación al añorar desde las ruinas del presente el pasado de las “viejas glorias inmortales”, prefiriendo esto a la lucha, y el pasado a la esperanza.

También hay muchos de mala fe que aspiran el retorno a la normalidad constitucional para cobrarse los privilegios de que han sido privados, y para dirigir desde el Poder su cólera irritada contra sus tradicionales enemigos.

El juego de la política cambia de rumbo y los que fueron antaño las víctimas pasan a la categoría de verdugos. Pero mientras dura el juego de los intereses de partido, que en Colombia es el de la destrucción de unos ídolos por la sustitución de otros, mientras dura la ceremonia, afuera, en las calles, en las aldeas y en los campos, se ofician en la oscuridad y en el anonimato los sacrificios sangrientos, el de los inocentes, el del pueblo que formará con su sangre un pedestal propicio para sostener la apariencia decorosa del soberbio edificio de la democracia.

¿Por qué no intentar en la política del país una lucha por el Poder en que el pueblo no sea la víctima de cualquier victoria? Que el pasado político sea una experiencia que no deja sino un saldo de amargura y de equivocación en el empleo del ejercicio político. No lo tomemos como un recuerdo que nos embarque a los colombianos en una nueva venganza, en el tradicional odio y en un nuevo fracaso de convivencia pacífica. Sólo podemos considerarlo como un rechazo por medio del cual intentemos decididamente una lucha política de buena fe, tendiente a lograr la justicia social, las libertades individuales en el pensamiento y en la acción, en la realización de los altos ideales de la cultura, y en la reintegración a su orden de los valores sociales que han sufrido un destierro que tendrá que ser transitorio.

Tenemos ante nosotros el camino del presente: reconocerlo con responsabilidad nos hará dignos de un porvenir a que nos conducirá incuestionablemente cada paso, cada pensamiento y cada acción. Tal vez en esta forma no se sacrificará más inútilmente al pueblo colombiano, que empieza a ser dominado por un tremendo escepticismo político.

Esto no es un programa ni una solución inmediata. Nuestra realidad es demasiado sombría para intentar un esclarecimiento del porvenir. Pero la buena fe y la responsabilidad moral en cada acto de los gobernantes y en cada uno de los gobernados, podría ser una solución al miedo y a la incertidumbre en que vivimos.

Como no se puede nivelar a los intelectuales y a los políticos bajo el común denominador de estos conceptos, yo escribo teniendo en cuenta una mayoría de hombres que han dirigido este país a su ruina con el pretexto de llevarlo a sus más altos destinos. Pero muchas veces en su generoso intento han equivocado el camino, precisamente porque piensan demasiado en ellos y muy poco en la nación.

Gonzalo Arango

Fuente:

Índice Cultural. Bogotá, n.º 26, febrero - marzo de 1956, p.p.: 15 - 17.

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