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J. Emilio Valderrama:
de la nada al poder

Tengo un lío con mi jefe: cada semana me da una lista de personajes para que elija uno y lo entreviste. Me da absoluta libertad dentro de la suya. Los analizo:

Darío Echandía (códigos y lenguas muertas). Emilio Urrea (siempre de viaje o en cocteles). Calibán (me manda al diablo). Germán Zea Hernández (hacerme embolar y ponerme corbata). Misael Pastrana (risitas y reformas constitucionales). León de Greiff (saca pistola o pandequeso cuando le hablan de reportajes). Otto Morales Benítez (con esta tristeza que uno se gasta...). Padre García Herreros (banquete y falta de apetito). Álvaro H. Caicedo (Colombianas a cambio de votos nadaístas). Arturo Abella (me queda chiquito). Doña Bertha (detesto las orquídeas). J. Emilio Valderrama (ese cacharrero de votos).

—¿Cuál te gusta? —pregunta don Camilo.

—Ninguno. Son demasiado importantes, no tienen nada que decir.

El jefe pone cara de Cassius Clay, furioso, y lanza una docena de puñitos al aire, muy cerca de mi nariz, como cuando era campeón de boxeo en Armenia, por allá en la Belle Époque... Finalmente en vez de nock-out me da un abrazo y me perdona la vida por una semana. Porque a la siguiente se hace el bobo y me sale con la misma lista corregida y aumentada, como sigue:

Hernán Jaramillo Ocampo (usa chaleco y habla como Cicerón). Luis López de Mesa (—me salvó la campana—). Augusto Ramírez Moreno (me come el tigre). Jorge Zalamea (ni en dólares). Leonor Reyes (¡help!). J. Emilio Valderrama (ni por la embajada en París).

—¿Cuál te gusta?

—Leonor Reyes... pero de lejitos.

—¡Gracias a Dios! Le tuve que poner una manzana en el anzuelo para que mordiera la carnada.

Ese día mi jefe estaba feliz de que hubiera encontrado el personaje, pero desgraciadamente no lo encontré: se había ido para Cartagena al concurso nacional de belleza. Por fortuna la Reyes no salió elegida Miss Colombia, pues eso me habría costado una oreja por dejarme quitar la chiva. Gracias, Leo.

Tenía que entregar el reportaje «bajo palabra de honor». Como Cartagena me deprime soberanamente con su primavera de carne rosada en noviembre —demasiada belleza para un poeta—, me puse a revisar la lista de «personajes camilistas» y en ese momento oí que mencionaban uno por el parlante del Hotel Continental: J. Emilio Valderrama para larga distancia.

El héroe no es como lo pintan

No conocía al joven político antioqueño sino en fotos y por un vago recuerdo de la universidad, así que le eché ojo a ver quién era. De una mesa se levantó un tipo y pasó a la extensión. Habló diez minutos. Parecía regañar o dar órdenes. Gesticulaba con una pasión ridícula. Cuando escuchaba, elevaba la mirada al cielo con un aire de beatitud. Dejaba suspendida la mano en el vacío como los héroes en pose de inmortalidad, o como los santos de palo.

Al hablar, miraba el roto de la bocina, y con la mano señalaba el infinito con un dedo de orador de pueblo, también como si ordenara el asalto de una fortaleza.

(A mí se me atrofió el sentido del honor, pero en cambio el del ridículo...).

Por lo demás, un man común y corriente. Más bajo que alto; más gordo que flaco; más desaliñado que elegante, o ni siquiera desaliñado, sino correcto: rebañocratizado. El prototipo del ciudadano de clase media que pasaría inadvertido por una calle, en una manifestación política, en una cafetería como ésta. La prueba es que, siendo mi vecino de mesa, no lo había identificado.

Me agradó el personaje a simple vista: sencillo, un aire de provinciano candoroso, nada petulante ni presumido. Pensé, al verlo, que su poder no radicaba en lo excepcional, sino en lo común. No da la imagen del caudillo, pavoroso y anonadante, sino la del compañero. Alguien a quien se le puede decir «compadre» sin faltarle al respeto. En síntesis, vale más de lo que aparenta, y es más de lo que parece ser...

Un jefe en traje de Everfit

Si cautiva a las masas no es por su inteligencia, ni por los fulgores del caudillo, sino por ser uno del montón que se ha salido del montón para representar a los del montón con los sentimientos, las ideas, y el lenguaje del montón. Es el político auténtico de un país subdesarrollado en una democracia cuyos exponentes salen de la entraña popular hacia las altas dignidades de la política y el estado.

No inspira las tormentas del héroe, del libertador, del profeta. Es un jefe de carne y hueso, un jefe en Everfit, que seguramente ha comprado su traje en cuotas, toma Coca-Cola y pide la tapa. Un jefe para la refriega electoral. No será jamás un mártir de la democracia, aunque un día de estos lo puedan derrotar a votos. No en aras del sacrificio histórico. Morirá en la cama, colmado de honores y medallas al mérito por sus servicios a la patria, o hasta en desgracia como a veces sucede con los espíritus idealistas. Él es un antioqueño romántico (si esto es posible). Bastará una sonrisa suya para desarmar a su asesino y ganárselo para su «lista» en las elecciones. Ya sin puñal, o sin revólver, la víctima y el verdugo se harían inseparables amigos en tomo a una docena de cervezas que, naturalmente, pagará como penitencia el arrepentido agresor. Estoy seguro que al día siguiente el «enemigo» tomaría un camión de escalera rumbo a San Roque o al infierno con un carné Valderramista y determinadas consignas. J. Emilio lo llevaría en taxi hasta la flota, le daría dos pesos para una Pilsen, y le diría algo como esto: «Bueno, negrito, allá se lo haya y que la Virgen te lleve con bien, ¿oís?».

Con esta despedida, el tal negrito queda al pelo para hacerse matar por el doctor Valderrama y barrer hasta con el diablo en las elecciones.

(Sobra decir que J. Emilio se llevaría el puñal «homicida» para cortar el pan de la paz en el banquete de la unión conservadora que él bendecirá con el enorme poder que sus «negritos» han depositado en sus manos de vicario de la política, cuyos jefes son Caro y Ospina, Doña Bertha y la Virgen del Carmen.)

El poder será de los bellos

Si le hago el reportaje le voy a decir que perdone por meterme en lo que no me importa, pero que esa papada de monseñor no le luce. Le hace perder sex-appeal político. Por la patria y por el partido debe sacrificar el postre. En estos tiempos la belleza masculina es fundamental en las elecciones. Piensen en Kennedy, en el triunfo electoral de los actores de cine. El futuro de la democracia será de los buenos mozos. La política del porvenir será no sólo un complejo problema socio-económico, sino también sexual. En el tradicional solio de los estadistas se sentarán un día los más bellos, los más amados por el electorado femenino. Y si esto sucede, una nueva ventana de esperanza se abrirá para la humanidad. Narciso en el poder será una garantía para la paz mundial, pues no habrá tiempo para la guerra, sino para la belleza y el amor.

Le digo a Naty, la muchacha que está atendiendo al grupo político y parlamentario «valderramista»:

—Naty, ¿conoces a J. Emilio Valderrama?

—A ese señor lo llaman mucho por el parlante, pero no sé quién es.

Naty tiene razón: de cada tres llamadas que hacen por el parlante, una es para J. Emilio.

—Mire, Naty, es el del postre, entrégale esta nota, por favor.

J. Emilio:

Si tienes dos horas que perder con un poeta me gustaría hacerte un reportaje para la revista Cromos. Me interesa tu política un bledo, yo no creo que los antioqueños podamos hacer más. ¿Para qué? Tenemos mucha plata, hacemos muchas telas, y sin embargo no sabemos vivir. Somos un pueblo desgraciado que trabaja toda la vida con un único fin de pagarse un entierro de lujo. Si no te da miedo conversar con un nadaísta, te invito a un café. Soy Gonzalo Arango y estoy aquí, a cinco mesas de distancia...

Al ratico sentí que algo se me venía encima: era un terremoto de efusión: «Hombre, encantado con tu nota, ven a nuestra mesa, estoy con amigos de Medellín».

Eran jóvenes de la nueva clase dirigente de Antioquia. Había liberales y conservadores, pero no hablaban en términos partidistas sino de generación. Muy brillantes y sanos me parecieron. Desintoxicados de politiquería y burocracia, mirando el  panorama nacional, sus problemas, no desde la altura de un escritorio oficial, sino desde la cima de un destino. Con ellos Colombia se estaba poniendo en movimiento hacia cosas nuevas, actividad creadora y metas de superación. Estos paisas dinámicos y dotados daban una imagen nueva del ser antioqueño. Me reconcilié con Antioquia y me alegré que no hubiera más «Tusos» rigiendo sus destinos.

En cuanto a J. Emilio, no se las daba de «jefe». Trataba a todos con una afectividad desbordante, compartiendo en la misma mesa el pan y el poder, la amistad y la gloria. A su vez, todos lo trataban como a un buen camarada al que los unía la responsabilidad y el porvenir: el juego de la política en que la victoria no depende del jefe, sino de cada uno; en que cada uno, al actuar, es el jefe de todos. Este espíritu de unanimidad me pareció un rasgo generoso del joven dirigente: él no monopoliza el poder, lo reparte. Asigna a cada uno su deber para que lo cumpla al máximo, con honradez, fidelidad y eficiencia.

A las diez de la noche se desintegró el grupo a cumplir diversos compromisos políticos y sociales. J. Emilio se excusó de acompañarlos a una celebración y nos quedamos solos.

—Tú dirás...

—Nada, lo que tú quieras...

En busca de la vida

Bajamos al bar del hotel, un sótano con alfombras, apacible, ideal para un diálogo.

Pidió dos whiskies y un paquete de cigarrillos con filtro. Al mesero lo llamó «negrito», es un término cariñoso que usa con la gente. El whisky no me gusta. Pensé si en este lujoso bar vendían aguardiente... Al fin me decidí «por esa cosa amarilla que está tomando la señora». El negrito dijo algo muy sofisticado que no entendí, pero que sabía a jugo de naranja con ginebra.

Al principio estábamos embarazados, el diálogo se empantanaba. Falta de confianza, creo. No se me ocurría ninguna pregunta interesante, ni un tema que nos embarcara a los dos. Nos hacía falta combustible para vencer la timidez.

Aceleramos el trago. Buena idea. Al tercero empezó a soltarse como una represa que encuentra un escape, luego se desató, se volcó en un torrente. Lo que decía me cautivaba por su espontaneidad, su franqueza, como si evocara 30 años de amistad sin ocultar nada, ni lo más íntimo. No hacía la autobiografía de su «personaje», sino de su yo más auténtico, más real, con humildad y orgullo de sus orígenes, de sus luchas, de sus conquistas. La odisea de un hombre cualquiera por realizar un destino contra todos, contra sí mismo, contra las adversidades. Partiendo de cero hasta el poder.

La insignificancia de llamarse J. Emilio

Hacer a J. Emilio Valderrama no ha sido fácil. A nadie que no sea yo le recomiendo ese trabajito. No es como hacer hostias o nacer en una clínica que huele a lujo, en una cuna de cascabeles, donde la vida se ve color de rosa.

Nací en el corregimiento de San José el 22 de octubre de 1929. Somos doce hijos: seis hombres y seis mujeres. Yo soy el cuarto.

Mi padre es un campesino pobre, pero honorable; ignorante pero todo un hombre. Mi madre era una mujer piadosa, tierna, de una bondad como se usaba en su época. Ya murió.

Un día mi padre decidió probar mejor suerte y alzó con toda la familia, incluyendo dos marranos y un caballito. Mi madre llevaba en un brazo al menor, y en el otro un tarro de begonias.

Hicimos el viaje a pie desde San José hasta Toledo, como gitanos. ¿Recuerdas la «Familia Castañeda» que desfila en los carnavales típicos de Antioquia? Debíamos parecer como eso, ni más ni menos.

(Entre paréntesis, hace tres años San José pasó a ser municipio).

—Supongo que en honor a ti.

—Qué va, hombre, en honor al santo...

De escolar a vendedor de enjalmas

En Toledo estudié cinco años de primaria. Ahí me varé. Mi padre seguía siendo tan pobre como siempre, o más, pues en Antioquia la cigüeña no tiene vacaciones. Me puse a trabajar para ayudar al viejo. En un cuartico de la casa que daba a la calle monté un granerito con veinte pesos y algo de crédito. Vendía de todo como en botica, desde una enjalma hasta un escapulario de la Virgen.

Lo que más triste me ponía en Toledo era la llegada de los estudiantes a pasar vacaciones. Eran mis compañeros de escuela. Ellos progresaban, serían algo en la vida. Yo me estancaba vendiendo velas de cebo, sin ningún porvenir. Lo que más me daba envidia era verlos con pantalones largos y calzados. Yo seguía a pata limpia y con calzones cortos.

Un día me dije: esta no es conmigo, y le metí aguardiente al granerito para ganar más y ahorrar una platica para continuar mis estudios en Medellín. No es que sintiera vocación de estudiar, sino por envidia, esa es la pura verdad.

Así que le jalé duro al negocio y empecé a ahorrar. Recuerdo que les echaba «tenedor» a los borrachitos. Al año tenía un platal: quinientos pesos. Le dejé la tienda a mi hermano, empaqué mis cosas en una bolsa de papel, y le dije adiós a Toledo. Me vine en un camión para Medellín.

De vendedor de enjalmas a la Normal

En la Normal se estudiaba para maestro; a mí no me importaba para qué con tal de estudiar. No tenía a nadie en Medellín, ni un amigo, ni familiar, ni siquiera un conocido. Los estudiantes de Toledo no me determinaban, eran «oligarcas». Estaba solo, muy solo, eso fue muy duro ahora que lo recuerdo. Pero ya tenía ilusiones de ser algo en la vida, no un pobre cantinero de pueblo.

Llegué a Medellín el año que mataron a Gaitán, en 1948, ya viejo. Tenía diecinueve años, la edad en que se gradúan los bachilleres. Yo apenas iba a empezar. Mejor tarde que nunca, me dije.

Me matriculé interno. La pensión costaba cuarenta pesos al mes, 400 al año. Los pagué de un tiro. Con los otros cien compré libros, zapatos, tendidos de cama y me bajé los pantalones. Quedé sin cinco. Pero tenía asegurado un año. Después, sólo Dios sabía lo que iba a pasar...

Le escribí a un tío oligarca para que me dieran una beca. Él era presidente del Concejo de Toledo. La cosa era fácil. Mi tío era conservador como yo. Desgraciadamente el tal tío propuso que me negaran la beca pues eso era inmoral siendo él presidente. La proposición fue aprobada por unanimidad. Yo me quedé viendo un chispero pero mandé a mi querido tío a los infiernos. Hasta juré que algún día me vengaría. No me di por vencido.

La Virgen y poquito de diarrea

En la Normal daban una beca al mejor estudiante del año hasta que terminara sus estudios. Esa era mi salvación. Le recé a la Virgen todo lo que sabía para que me ayudara. Pero no sólo recé, también me propuse ganarla. Yo sabía que no podía volver a Toledo derrotado. Antes morir.

Arnulfo era el más inteligente, lo reconozco, pero yo era terco, una voluntad de hierro. La competencia entre los dos era dramática, una especie de maratón intelectual. Recuerdo que de noche me escapaba del dormitorio cuando todos estaban dormidos y me metía a un baño a estudiar. A veces amanecía. Por algún azar Arnulfo descubrió el jueguito y me acusó ante el director de vigilancia.

—Valderrama, ¿qué hace ahí metido?

—Nada, profesor, tengo diarrea.

—Ajá, muy bonito, eso le va a costar una nota en conducta. Salga de ahí.

—Sí, profesor, voy...

Me metí los libros bajo la pijama para que no me descubrieran, pero Arnulfo que estaba histérico de celos me levantó la camiseta y todo quedó descubierto.

—Mire, profesor, Valderrama viene todas las noches a estudiar en el excusado para ganarse la beca...

—No le crea, profesor, yo sí tengo diarrea, pero para no perder tiempo ahí sentado quería repasar las lecciones.

No pude volver al baño porque Arnulfo no se dormía hasta que yo empezaba a roncar. Yo también lo vigilaba por si le daba tentación de enfermarse del estómago.

Lo cierto fue que, por algún milagro de la Virgen, al fin del año me declararon el mejor normalista y gané la beca. Pobre Arnulfo, la merecía tanto como yo, espero que haya tenido mejor suerte en la vida.

Me tropecé con el destino: la política

Con el porvenir asegurado, no me importó nada. Saqué las espuelas, me volví audaz. De pronto empecé a sentir una especie de embriaguez por la política, un delirio. Ya sólo pensaba y actuaba en función política. Creo que hasta me volví mal estudiante. Era muy sectario, un bárbaro. Declaraba huelgas estudiantiles, echaba discursos incendiarios, acusaba a los profesores que me tenían bronca.

En 1949 ya era el jefe conservador de la Normal, apenas cursaba segundo año. Los profesores me respetaban, los estudiantes me obedecían. Me prestaban los buses para arrastrar gente a las manifestaciones. Me concedían permisos especiales para salir a cumplir mis obligaciones políticas. Llegó mi primer triunfo: me nombraron miembro del comando de juventudes conservadoras.

Con el poder vinieron las oportunidades de mejorar mi situación: fui nombrado director de enfermería de la Normal con sesenta pesos de sueldo. ¡Era la gloria! Descubrí que estaba hecho para la política, que ese era el camino, que este camino era el destino. A eso lo sacrificaría todo.

Terminé tercero en 1950, pero yo no quería ser maestro de escuela. Animal político era yo.

Con el último sueldo pagué mi primera matrícula en el Liceo de la Universidad de Antioquia. Entré a cuarto de bachillerato. Como no tenía donde vivir, solicité dormida en la Casa del Estudiante, un lúgubre caserón que había sido cárcel de mujeres. Me dieron el cuarto del carcelero.

La Universidad ayudaba a los más pobres con una comida al día. La llamaban «la sopa del estudiante». Hay una anécdota que recuerdo con cariño porque me salvó de morir de inanición.

Mi ángel de la guarda era una cucarachita

Vale más una cucarachita en mano que un ángel volando. Tuve que inventar un truco para vencer el hambre. Antes de ir al restaurante universitario, cada 24 horas pasaba por mi «celda» y cazaba una cucaracha. Cuando estaba a punto de terminar la sopa, la echaba en el plato y la hacía repetir, amenazando suavemente con hacer un escándalo. Cada vez lo hacía con meseras diferentes para que no me descubrieran. Me dio excelentes resultados, así pude sobrevivir...

No sé por qué te cuento estas carajadas, a nadie le he hablado así tan desnudamente de mi vida, ni a mis íntimos amigos, menos a los periodistas. No sé... La historia de la cucarachita, por ejemplo, a mí me parece tierna, por eso te la cuento. Algunos dirán que es ridícula, pero tú entiendes lo que eso vale en la vida de uno, en la lucha de uno, porque no todo eran rosas...

Mi compañero de banco sería gobernador

En el liceo me tocó por casualidad compartir el banco de clase con un joven extraordinario que más tarde sería el gobernador de Antioquia: Octavio Arizmendi. Fue mi mejor amigo: era pobre como yo, godo como yo, enamorado de la política como yo. La única diferencia: él más intelectual, mejor estudiante; yo más activo y agitador. Desde entonces somos inseparables en amistad y en política. Yo estudiaba en sus libros, a veces me llevaba a comer a su casa. Allá me quitaron muchas hambres, sólo Dios sabe. Nunca olvidaré lo que hicieron por mí. Octavio en las vacaciones trabajaba el mes de diciembre en el almacén Caravana para costearse los libros de estudio. Ganaba setenta pesos.

Desilusión y nuevos rumbos

En el 53 terminé bachillerato. Ese año tumbaron a Laureano. Me retiré del comando de juventudes, estaba harto y desilusionado de la política. Pensé que mi salvación era Bogotá. Una solución que al mismo tiempo era un problema: no tenía siquiera para el pasaje. De algún modo llegué en enero del 54. Derecho en la Javeriana. La matrícula valía quinientos pesos, no los tenía. Le dije al padre Emilio Arango: ser pobre no es un delito, no pueden dejarme fracasar, yo seré político... Yo seré gobernador de Antioquia. Yo seré... vea, Padre, hagamos un negocio: cuando yo sea gobernador de Antioquia le pagaré diez becas a cambio de la mía. Al cura le pareció tan audaz la oferta que me dio oportunidad de pagar la matrícula en cuotas de a cincuenta pesos y comentó: «Yo no sé si llegarás a ser gobernador, pero sé que llegarás muy alto...».

En el 58, cuando terminé mi carrera de abogado, murió el padre Arango. Pocos años después el presidente Valencia me ofreció la gobernación de Antioquia, pero yo no podía aceptar. Ese día pensé en el curita, pues habría gozado mucho con la noticia.

En La República me dieron un puesto de corrector de pruebas. Trabajar hasta las dos de la mañana y a las siete tenía que estar en clase. No aguanté. Duré dos meses.

Pasé de auxiliar a la oficina de redacción de El Colombiano en Bogotá. Me enviaron a hacerle un reportaje a García Cadena sobre un tema de gran trascendencia en ese momento. Al otro día apareció a grandes titulares en la primera página: «García Cadena no está de acuerdo con el pacto cafetero». En realidad era todo lo contrario a lo que él pensaba y había dicho, pero yo no entendí. Se armó el lío. Tuve que renunciar.

Los jesuitas al verme varado me dieron a dirigir la cafetería. Vendiendo empanadas me volví oligarca, pero esta vez no tuve necesidad de «echar tenedor» como a los borrachitos de Toledo.

Se me salió el antioqueño: con Ariel Armel alquilábamos el Teatro Caracas y el San Diego para proyectar vidrios de publicidad. Nos iba bien. Ese año les compré un ranchito a mis padres en Toledo, y puse a estudiar a dos hermanas...

Fin de los códigos y me casé

Cuando terminé la carrera volví a Medellín. Me enamoré de Ángela Vélez. Como no tenía nada mejor que hacer me casé con ella el 22 de enero de 1959. Tenemos dos hijos.

En febrero me nombraron juez de Abejorral con setecientos pesos de sueldo. Allá hice la judicatura.

En el 60 regresé a Medellín. Mi única ambición en la vida era llegar a la Secretaría General del partido en Antioquia. Me propuse conquistarla pero me quemaron. El Tuso Navarro me quería mucho, me ofreció la Jefatura Departamental de Organización Conservadora. Acepté. Visité los 103 municipios de Antioquia a mula, en canoa, en carros de escalera, como fuera, sin viáticos. Me gustaba el sacrificio, la lucha, mientras más dura mejor; yo venía del barro, volver al barro no me causaba desaliento, al contrario, me infundía coraje, ímpetus. Yo sabía para donde iba, yo me sabía el porvenir de memoria.

La verdad, me volví peligroso. De un momento a otro tuve en mis manos todos los hilos de la organización conservadora. Esa ventaja tenía sobre los «Notables»: que yo conocía personalmente el campo de batalla y a los soldados; ellos sólo en el mapa, desde sus severos escritorios de «jefes naturales». El pueblo los había visto más en fotografías que en la tribuna; yo había tomado trago con el pueblo, yo había bailado en sus fiestas, asistido a los bautizos y los entierros, yo era uno de ellos, como ellos. Tenían fe en mí y me querían.

Los «Notables» se pusieron celosos de mi prestigio. Las órdenes que yo daba en el Departamento eran las que acataban y se cumplían. Para cortar mi ascenso a las jerarquías del partido, me degradaron: me nombraron jefe del debate en Medellín para las elecciones del 62. Mis amigos protestaron. Les parecía indecoroso que aceptara una posición inferior. Yo les dije: hay que servir al partido aunque sea de portero... mientras llega la hora. Los notables creen que yo apenas soy úlcera, pero se equivocan, yo soy un cáncer.

Mi triunfo como jefe del debate fue fulminante. Las estadísticas son elocuentes: en 1960 los godos sacamos en Medellín 18 mil votos, en 1962 pusimos 42.719. Una diferencia no-ta-ble, ¿no?

No tuve ningún respaldo de las directivas para la campaña, al contrario, querían que fracasara como jefe del debate para sacarme del ring. Yo mismo, de noche, con brigadas de estudiantes, pegaba carteles en la ciudad. Tenía que romper los candados para sacar propaganda, me la negaban. Era un saboteo sordo y sistemático contra mí. El secretario del directorio dijo a este respecto una frase memorable: «Por quemar un helecho están quemando toda la finca».

El Tuso propuso mi nombre para diputado, el directorio se opuso. No quería nada conmigo, todo contra mí.

Con el doctor Dionisio Arango Ferrer —uno de los «Notables»— me sucedió algo muy extraño: descubrí que el viejo sufría amnesia parcial. Un día llegó a la Casa Conservadora, yo lo saludé con el respeto y la admiración que le tengo. Él, personalmente, es muy jovial conmigo, pero esa vez me saludó como si nunca me hubiera conocido. Me dijo: «Joven, lléveme a la secretaría». Pensé que me estaba tomando el pelo, que era una ironía o algo así. Me impresionó su seriedad. Cuando lo guiaba a la secretaría me dijo: «Tenemos que cuidar a ese vagabundo de J. Emilio que le está creando muchos problemas al partido». Como no sabía si estaba hablando en broma o en serio, le contesté: «No se preocupe, doctor Arango, que yo le cuido a ese sinvergüenza».

Al rato nos volvimos a encontrar y esta vez pareció reconocerme y me saludó con su tradicional jovialidad. No me dijo «joven» sino «doctor Valderrama». Era como si hubiera recuperado la memoria.

Bueno, al fin llegó el día del nuevo partido conservador en Antioquia y asumimos la honrosa responsabilidad de dirigirlo. Los «Notables» habían cumplido ya su misión histórica. Ahora le tocaba el turno a la juventud, nosotros también teníamos una misión que cumplir: decidir por nuestra generación, por Antioquia y por Colombia.

Hemos pasado del romanticismo a la responsabilidad, de los «gozosos» a los «dolorosos». Pienso que el poder no es un triunfo sino un castigo, pero la política es eso: elegir el camino amargo de las responsabilidades que conducen al poder para el pueblo. Tarea terrible y sagrada.

Mi pensamiento a vuelo de jet

Mi vida es muy agitada, agotadora, a veces me decepciono. Mi vida transcurre en un avión. Hace poco se cayó una avioneta en Rionegro; les dije a mis amigos: «Allá debía venir yo».

Tengo una virtud: la amistad. Por un amigo voy hasta el cementerio y me entierro con él. Por eso los liberales me quieren. En Medellín, para mofarse de ellos, les inventaron un «San Benito»: el MLV (Movimiento Liberal Valderramista).

Hacer política es hacer un país, vivir un país. Mi pensamiento político es muy práctico, pero exigente: que cada uno trabaje en su vocación. Si yo fuera zapatero, haría los mejores zapatos. Si yo fuera el jefe de los zapateros, les exigiría hacer los mejores zapatos.

Me siento terriblemente seguro, nadie me derrotará, o sólo me derrotará el mejor. Dejaré la política cuando mi generación sea superada por una nueva. Nuestro trabajo político es de equipo: nos derrotarán a todos, o todos venceremos.

Sé que tengo un valor en la política nacional. Pero los honores que me depare la lucha no me cambiarán. Yo seré siempre fiel a mí mismo, a mi origen. Yo no presumo, para mí un hombre no vale por tener plata, honores, o fama. Vale ante todo por ser persona humana, criatura de Dios. Y admiro más a los que se hicieron de la nada, que a los que nacieron hechos.

Mi gran triunfo político, mi gran alegría política, fue el día que nombraron a Octavio Arizmendi gobernador de Antioquia. Esa noche lo estábamos celebrando en un restaurante campestre. Un radioperiódico me pidió por teléfono una declaración. Yo dije: «Antioquia tiene al fin el gobernador que merece. Su padre de tanto cortar pelo hizo la mejor cabeza». Eso no le gustó a la familia de Octavio y me dolió mucho, pues yo quería hacer el mejor elogio de él y de su padre. No creo que un oficio deshonre, por el contrario: el hecho de que el padre de Octavio haya sido peluquero es algo que lo honra a él y a la democracia colombiana. Mi padre, por ejemplo, sólo se puso zapatos hace cuatro años para asistir a la ordenación sacerdotal de su hijo en Jericó.

El presidente Lleras es el hombre más dotado, más inteligente, más capaz de los colombianos de la actual clase dirigente. Él está sacando a Colombia del subdesarrollo y la está poniendo en la órbita del progreso.

El poder no sale del sombrero de un mago

Un hombre es hijo de su propias obras. Nadie puede convertirlo a uno en jefe por azar. El poder no sale del sombrero de un mago. Hay que ganarlo luchando a brazo partido, a pie limpio. Yo soy un producto de mi esfuerzo. La lucha no me ha dejado tiempo de pensar cuál será mi meta. Pienso que cada día hay una nueva meta por conquistar. Por ahora me interesa avanzar... avanzar... Para mí todo lo que conquisto es ya pasado. Ni siquiera tengo tiempo de disfrutar las victorias. Al otro día estoy de nuevo en el barro, muy tempranito, como las gallinas. Me gusta ser más guerrero que héroe; me apasiona más la lucha que el triunfo. No sé dónde ni cuándo terminará la brega, sólo sé que soy terriblemente ambicioso. No lo niego. Si no lo fuera no estaría en la política sino en la diplomacia.

Las camándulas del Tuso ya no suenan

Fernando González es el escritor más grande de Colombia. Lo conocí en el matrimonio de Pastorita. Cuando nos presentaron dijo: «Ahora sí me voy a morir tranquilo porque conocí al joven que acabó con las camándulas del Tuso». A los pocos días murió el maestro y me impresionó mucho su presentimiento.

Gilberto Alzate me hizo sacar una vez del directorio conservador de Antioquia, en 1949. Él era presidente del directorio nacional. Yo, miembro del comando de juventudes, cursaba segundo de bachillerato. Pedí la palabra para decir que no estaba de acuerdo. Alzate estalló de ira: «Usted cállese, jovenzuelo insolente». Yo le dije: «Usted es un demagogo que viene a ganarse la candidatura en Antioquia. Usted es el jefe pero a mí no me grita». Entonces Gilberto gritó: «Policía, quite a ese c... de mi presencia». El policía, suavemente, me puso en la calle de un empujón. Yo lo odié mucho por esa humillación, pero siempre lo admiré por su poderosa inteligencia, era un caudillo. Su muerte fue una desgracia para Colombia.

Nací para la lucha sin salario

Hace diez años soy abogado, no he recibido ni un solo negocio profesional. No aspiro a ningún puesto público, no puedo darme el lujo de perder tiempo en la burocracia. Nací para la lucha sin salario, sin horario fijo. Por tres meses estuve de embajador ante las Naciones Unidas. Acepté el honor por la necesidad de conocer a fondo la vida y la organización política de ese gran país. Es una experiencia inolvidable, fabulosa.

¿Qué más puede hacer un vendedor de enjalmas, sino meter la pata en el Jockey Club?

En 1964 fui por primera vez al Jockey Club, invitado por un aspirante al Senado. Confieso que me sentí muy asustado al entrar al templo de la oligarquía bogotana. A la hora de comer, un maitre francés, mil veces más elegante que yo, nos trajo la carta. Pedí lo que me pareció más fácil: un Chateaubriand. El maitre preguntó si lo quería «medio». Yo le dije: «Está bien, negrito, medio pero bien asado, ¿oís?». Al pobre maitre casi se le cae el corbatín del susto. Yo no sabía por qué, pero mi anfitrión, con mucha diplomacia, me explicó que había metido la pata. ¿Qué más puede hacer un vendedor de enjalmas en Toledo, que meter la pata en el Jockey?

El té me supo a diablo

El gran sueño de mi vida había sido tomar té, nunca había llegado la hora. El té me parecía el colmo del refinamiento, de la buena sociedad, algo como de Las mil y una noches. Al fin llegó el día de tomar té. Fue con una amiga en la heladería San Francisco del Parque Bolívar. Pedí mi té para deslumbrar a mi amiga con mis gustos aristocráticos. Cogí esa bolsita, la rompí y vacié el contenido en el agua caliente. Qué cosa tan fea me supo ese ripio. Tuve que hacer un verdadero sacrificio para beber esa porquería, y no quedar mal ante mi amiga. ¿Yo qué iba saber que la cosa se preparaba con papel y todo? Eso me pasó por dármelas de «café con leche».

Fresco como una orquídea

En mi partido al hombre que más admiro es al doctor Ospina Pérez: jefe de valores humanos insuperables, de un patriotismo cabal, de un coraje personal asombroso. Una vez lo acompañé en una gira por el Valle. En un solo día pronunció dieciocho discursos. A las dos de la mañana, en Cartago, todos los de la comitiva éramos cadáveres, menos él que seguía fresco como una orquídea, vibrante como una campaña.

¿Qué es el nuevo partido conservador?

Durante una manifestación política en Manizales, el doctor Ospina Pérez me solicitó que le explicara a los conservadores qué era eso, que yo venía predicando del «nuevo partido conservador», pues, según él, el conservatismo no era viejo ni nuevo, sino eterno. Yo le dije: «Doctor Ospina, el nuevo partido conservador es la misma casa azul donde vivieron y soñaron en la patria Caro y Ospina, con la diferencia de que ellos no tenían televisor y teléfono y nosotros sí». Con eso quería significar que el conservatismo se moderniza, que no le tiene miedo al progreso, y que es un partido dinámico, vigoroso y actual, que marcha a la par con los partidos de vanguardia del mundo. Al doctor Ospina le pareció ingeniosa mi comparación y sonrió.

La gente me ve, pero no cree que soy

Una vez fui a Cúcuta con los grandes jefes de mi partido. Me tocó salir de último. Uno de los manifestantes me preguntó: «Oye, chico, ¿el doctor J. Emilio fue que no vino?». «Pues, hombre, yo no lo vi». La gente me ve, pero no cree. La solución sería hacerme una cirugía plástica para aparentar más viejo de lo que soy.

¿Yo manzanillo? Qué va...

A Gonzalo Arango lo admiraba por ser un rebelde, un gran escritor, pero le tenía bronca por el reportaje que le hizo a Arizmendi donde dijo que yo era un manzanillo...

Lo peor de todo es que lo sigo creyendo, pero ahora te admiro.

—¿Yo manzanillo? Hombre, negrito, qué va...

Claro que sí... ¡pero el mejor!

Hace rato las luces del bar están apagadas. Nos dimos cuenta que éramos los últimos clientes y que estábamos trasnochando al barman. Son las dos.

—Negrito, traenos el del estribo.

—Lo siento, doctor, pero ya cerraron el bar.

—¿Así es la cosa? Entonces, traeme la cuenta.

—174 pesos.

Le dije: paga el trago, que yo pago el Alka-Seltzer.

—Tranquilo, Gonzalo, resultó barato el placer de conocerte.

Hizo un cheque por doscientos pesos.

A la salida, por entrar al baño me entré a la cocina. Qué oscuridad. J. Emilio, en vista de que no aparecía, vino a ver qué pasaba.

—Negrito, ¿dónde te metiste...?

Creo que en la olla.

Al despedirnos en el hall dijo que quería dedicarme su libro El sistema para qué. Subimos a su cuarto.

Para Gonzalo: el hijo del mismo camino que lleva a Colombia, con admiración y afecto: J.E.V.

Gracias, querido Jota, pero sólo pude llegar hasta la página ocho. Definitivamente eres mejor «conservador». Al menos en eso de escribir libros no cumpliste tu consigna de ser el mejor en todo. Como escritor lo harías mejor de zapatero.

Del fondo de la maleta sacó unas fotos. Están muy buenas, le dije, ¿quién te las tomó?

—Un fotógrafo ruso, cuando estuve en la ONU: Fabián Bachrach, era el fotógrafo personal del presidente Kennedy.

¿Hay alguna relación en esto?

—Nada, pura coincidencia. Ese honor me costó un ojo de la cara pero en dólares. Si las quieres utilizar te las presto.

Está bien, te haré un reportaje «histórico», como para publicar el día que seas presidente.

—Entonces, se te va a quedar inédito.

Te apuesto la embajada en la Luna.

—Lo siento, Gonzalo, ya se la prometí al Tuso.

Gonzalo Arango

Fuente:

Arango, Gonzalo. «J. Emilio Valderrama: de la nada al poder». Revista Cromos, n.º 2.616, Bogotá, diciembre 11 de 1967, pp. 26-27, 77-81. Reproducido en: Reportajes, Vol. 2, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, octubre de 1993, pp: 149 - 169.

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