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Elogio de los celos

A mi mujer

Si Erasmo, que era un sabio cuerdo, hizo un bello elogio de la locura, ¿por qué yo, que soy un loco enamorado, no puedo hacer el elogio de los celos? De todos modos lo haré, con perdón del psicoanálisis, o sin él.

Empezaré diciendo que el amor no es una pasión intelectual, ni una pasión moral, lo cual es absurdo. El amor, para mí, es como un incendio, una hecatombe, una insurrección de todas las potencias vitales del ser, no sólo del espíritu, sino de la carne. El amor es también una enfermedad sagrada que todo lo embellece, todo lo glorifica, todo lo crea y todo lo aniquila. Es esa frontera paradisíaca que divide el cielo del infierno, que los mezcla, que nos arroja en uno o en otro para salvarnos o perdernos.

En el hecho de amar hay egoísmo, un tierno y bárbaro egoísmo, pues amamos en otro lo que amamos en nosotros mismos, y también aquello de que carecemos. Por eso resulta que el amor es una afirmación de nuestro narcisismo, y un rechazo de nuestra imperfección. El amor es un narcisismo que se encarna en otro.

En el amor hay una ruptura de la personalidad, la irrupción de una fuerza violenta que desgarra la conciencia, la invade como un torrente de sensaciones paradójicas, románticas e irracionales. Pone a los amantes frente al mundo, en un terrible desafío, como dos guerreros, como dos enemigos, para salvar una batalla de la que resultará un profundo acuerdo de sus vidas frente al destino.

En el amor no hay tregua, no hay reposo, sino el que concede el triunfo o la derrota. Y aún en el caso de un acuerdo, la lucha no cesa, pues hay que vigilar y defender la victoria.

No sé si este sentido del amor es válido para ustedes, pero para mí no tiene nada de idealista. En mí es una lucha interior que concierne a mi cuerpo, a mi alma, a mi situación en el mundo, a la totalidad de mi ser viviente. Comparo esa lucha a la de una primavera negra que asciende de las profundidades del tiempo por entre sólidos bloques de hielo y muerte hacia la luz. Que asciende ciegamente, ferozmente, hacia su destino en la flor, en el fruto, en la radiante plenitud de la vida.

El amor es en mí la invasión del “enemigo” que llega a salvarme, un apocalipsis de terror que precede al renacimiento. Colma mi vida de sentido, la irradia con su energía creadora, fecunda mis sueños con su misterio, despierta con su caricia los dioses dormidos, apacigua mis furores, y por un segundo el tiempo se detiene, se desgarra como un sésamo y alumbra el arcano reino celeste. Soy rey en ese reino terrible y fugitivo como el relámpago, donde el hombre, exaltado por el amor, se descubre dios.

¿Cómo no amar hasta el terror, hasta la locura, y aun hasta los delirios infernales de los celos a un ser que significa la única gloria de vivir, en torno al cual giran los astros y la tierra con su carga de muertos, de dioses, de siglos y de espumas?

Mientras exista, me declaro súbdito de ese reino en que la espuma me oculta la muerte con su rostro desafiante y desdeñoso.

Yo, con perdón de los lógicos y de los psiquiatras, soy vulnerable a los celos según la magnitud de mi amor, y en la medida en que el amor ilumine mi razón de vivir. Por eso no creo en estos psiquiatras racionalistas que afirman que “los celos son un síntoma de enfermedad mental”. Yo diría más bien que no son los celos, sino el amor, la “enfermedad” de la cual derivan los celos como la razón de ser del amor. Pero hasta donde sé, los que sufren de amor no son pacientes del psicoanálisis.

En mí, la relación entre el amor y los celos es la misma que hay entre causa y efecto. Y si pensara “curarme” de los celos tendría primero que “curarme” del amor.

Incluso, pienso que unos celos “razonables” son saludables al amor, son parte de su naturaleza irracional, y no hay en esto nada de morboso ni anormal. Sinceramente, no creo que el amor exista si no paga su tributo a los celos, esa punzada fascinante y secreta que hace las veces de centinela del corazón, que tiene la clave del tesoro.

Sucede que los celos no gozan dentro de nuestras convenciones sociales del prestigio de los sentimientos. Ellos están catalogados en la categoría siniestra de los “bajos instintos”, y en torno a ellos resplandece una aureola negra y maldita. Pero esto es culpa de una moral idealista que aspira despojar al amor de su carácter animal. Esa moral condena los celos como una aberración vergonzosa, como una inquietud del corazón. Pero yo pregunto: ¿dónde está esa escala de valores científicos en que la fidelidad está consagrada como una virtud elevada y los celos como un instinto innoble?

(Si existe, seguramente fue redactada por un célibe, por un fraile, por un filósofo eunuco, o por un psiquiatra que estaba de atar).

En general estos científicos del corazón son unos charlatanes, unos curanderos doctorados por la vanidad del racionalismo moderno. Presumen alumbrar todos los misterios de la vida con un catálogo de hipótesis de fórmulas a priori elaboradas por una mente sorda y especulativa. Pero la vida los desborda infinitamente con sus arcanas verdades, vedadas a los teóricos y moralistas.

Hace ya un siglo que un poeta iluminado y demente, Arthur Rimbaud, dijo que la moral es la debilidad del cerebro. Yo digo, un siglo después, que los celos son la fuerza del amor. ¿Qué piensan de esto los moralistas y los retóricos del alma?

Que los celos sean “un síntoma de enfermedad mental” es una calumnia y una abyecta mentira. Los celos pueden ser tan dignos como el amor mismo. Pero la moral social los ha deshonrado, les ha robado su calidad de fuerza vital.

El celoso se siente indigno, no se atreve a confesar su “debilidad” por temor de la burla y el ridículo. Este miedo demuestra que los celos se han convertido en un complejo de culpa, en razón de un prejuicio social. Juro que ninguno de ustedes se siente orgulloso de sus celos, como se siente de su romanticismo. Para ser franco, admiro más en un amante sus celos, esa desesperación que lo desgarra poniendo en conflicto todo su ser con el mundo, víctima de su violencia viril, que ese acto cursi y trasnochado que se llama una serenata. Este galán nocturno exhibe su amor con cinco canciones románticas que por lo general terminan en los abrazos de una damisela.

El celoso, en cambio, se desliza en la noche como un reptil, perseguidor perseguido por la mirada de los otros, ocultándose en los vericuetos infernales de la pesadilla, soportando el peso intolerable de un terrible complejo de culpa, acosado por la pena y el delirio.

El celoso, en vez de comunicar sus celos —lo que ya sería un principio de liberación— prefiere encerrarse en ellos como en un infierno por temor de ser juzgado y condenado por el invisible tribunal de las convenciones reinantes.

Es falso que una mujer, o un hombre, si verdaderamente se aman, se sientan degradados si por alguna razón se reclaman una mutua fidelidad. Al contrario, yo creo que esta solicitud exalta a los amantes, aviva su fuego y tensa los sentimientos para que no cedan a la rutina mortal de la indiferencia. Ese reclamo, en el fondo, revitaliza la pasión, reanuda el diálogo ardiente de los cuerpos y la eterna lucha dolorosa de los amantes.

No hay que temer ni despreciar el estallido de estas furias irracionales. El amor vive de esta lógica sangrienta. A la larga, ese grito animal y salvaje de los celos libera y nos devuelve la dicha. Los amantes que no sufren tampoco gozan, y los que no son celosos tampoco aman. Todo amor vivo está en ebullición como un volcán, y una de esas sustancias que avivan su lenta y fulgurante combustión, son los celos. Estos son, en última instancia, el síntoma revelador de la luz que agoniza, de la pasión que se extingue, de una hecatombe que amenaza destruirlo todo. La presencia de una crisis que puede ser mortal o presagio de resurrección.

Pero los volcanes, como el amor, también se apagan, y si la materia que los inflama ya no arde, se convierten en tumbas. Si los celos desaparecen, se vuelven la ceniza de un amor muerto, la lejía de una llama que encendió la vida, que le dio un sentido maravilloso a la tierra.

Y ahora, para escandalizar a los psiquiatras y desquiciarles su pomposa ciencia del alma, afirmo que Otelo únicamente amó a Desdémona a partir de ese instante en que el buitre de los celos empezó a roerle las entrañas.

He aquí que también incurro en el prejuicio odioso de comparar los celos con el picoteo de un buitre, animal despreciable de nuestra zoología moral. Entonces rectifico: afirmo que Otelo únicamente amó a Desdémona a partir de ese instante en que la celosa ave Fénix empezó a torturar sus entrañas y desvelar sus sueños de amor eterno. Antes del suplicio, la desidia había matado su amor. Y un buitre fétido festinaba sobre sus despojos. Pues donde anida la indiferencia y la quietud, allí ronda la muerte.

Y para borrar de un teclazo las presunciones de la psicología clásica y ultramoderna, desde Sófocles hasta José Gutiérrez, diré que los celos no son “un síntoma de enfermedad mental” como afirma mi compatriota, sino la razón de ser del amor, así como el misterio es la razón de ser de Dios, y como la poesía es la razón de ser de la vida. Y ustedes saben, mis queridos psiquiatras, que un poeta es un hombre que ha sacrificado la razón para ganar el sueño.

Desde los celos hasta Dios nos movemos en una escala de valores metafísicos y poéticos donde los psiquiatras lo ignoran todo del hombre. Si no fueran tan lamentablemente razonables, habría que tomarlos por locos. Pero la locura es un honor que no concede la Academia, ni se recibe como un doctorado Honoris Causa en los laboratorios del espíritu.

Y ahí les regalo, de consuelo, la frase de un poeta que no era ciertamente razonable: “El hombre cuando piensa es un mendigo, y cuando sueña es un dios”. Hölderlin, este rebelde de la razón, murió loco. Era un celoso de los dioses.

Gonzalo Arango

Fuente:

Arango, Gonzalo. “Elogio de los celos”. En: El ensayo en Antioquia. Selección y prólogo de Jaime Jaramillo Escobar. Alcaldía de Medellín - Secretaría de Cultura Ciudadana / Concejo de Medellín / Biblioteca Pública Piloto, 2003, p.p.: 456 - 461. Publicado originalmente en Cromos (2.537), Bogotá, 16 de mayo de 1966, p. 72.

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