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El soñador de sueños

Más a su presencia que a su memoria, rindo este homenaje al poeta con devoción, con admiración. Hace ya un año y parece que no fue nunca, que nunca sucedió. El reloj es un loco que pasa, que se lleva el tiempo, pero la poesía permanece porque su reloj es la eternidad.

Sucedió en una carretera de Cúcuta y fue terrible. Fue la estampida de un carro contra un roble a media noche, a medio luto, pues sólo media luna brillaba sobre los estoraques. El absurdo choque silenció la poesía en una de sus voces más hondas, más vivas, la de Eduardo Cote, voz ya herida de la muerte, que era vieja invitada de sus cantos.

Pero en esto de la poesía todo queda, pues la belleza que un día fue, ya no deja de ser: se hace destino al ingresar el poeta en esa región del silencio que es la muerte, pues el sueño sobrevive al soñador: tal el don y el castigo de los dioses al que hereda la luz.

Es verdad que el tiempo pasa, y con él la vida, pero quedan los sueños del poeta que son sus obras. Y las de Cote resisten el olvido, la moda, el frenesí, los mitos de papel periódico. Carne de un inmenso dolor, de una espantosa lucidez que iluminaba los enigmas de la palabra y los secretos del ser, fue por eso la suya una poesía hecha para durar, para perdurar.

Estos —sus poemas— netos y vivos como astros relucientes, desafían por igual a los enemigos de abajo y los espectros de arriba. De este lado, la tierra: a los materialismos políticos, la frivolidad de la cultura de comics, el deportismo, la imbecilidad televisada, la nueva ola gaseosa de la Coca-Cola yanqui: fenomenal aporte de la publicidad al cretinismo masivo de la cultura occidental. Del otro lado, el cielo: desafía a los ángeles exterminadores y del silencio, la indiferencia cósmica, el terror espacial, los cielos vacíos, los estoraques. Pues los espectros que amenazan la voz que cantó a la muerte y a los sueños, no prevalecerán contra el poeta.

Pienso que la palabra que honra la vida deja de ser palabra para volverse canto, voluntad invencible de eternidad en el efímero corazón de los sueños. Así, el poeta hace una hermosa profesión de fe en la aventura humana. Opuso al cartesiano “Pienso, luego existo”, su poético “Sueño, luego existo”, aludiendo sin duda a que el sueño es más puro que el pensamiento y también más humano. Había dicho en un poema final y profético: “El hombre nunca estuvo, pero están sus sueños”. Otro poeta de su linaje, Hölderlin, exaltó el sueño a categoría religiosa, y el soñador quedó deificado: “El hombre cuando piensa es un monstruo, y cuando sueña un dios”.

Yo pregunto: ¿no será tiempo de olvidar los sofismas de la razón, para pensar nuestra vida en verdades de sueño, para rescatar de una lógica asesina la maltrecha y marchita condición humana, y restituirle su carácter sagrado de aventura y milagro? ¿No habrá vencido ya la hipoteca entre los dioses punitivos y el Homo sapiens? Creo que la razón fue un precio injusto que nos cobraron los dioses por atrevernos a soñar en sus enigmas. Pero la razón es mortal y se vengará de los dioses para usurpar su trono y convertirse en dios. Y si sucede, reinará soberana sobre una humanidad envilecida, pues la razón al despojar al hombre de sus sueños lo abandonará al monstruo.

Para que sea imposible, el hombre defenderá sus sueños hasta la locura. La lucha por su salvación ya no se planteará en los campos de batalla del bien y el mal, sino del sueño y la razón. ¿Quién vencerá? ¿Qué carta jugará la historia? Los poetas apostaron al sueño, pues son fervientes y están de parte de la vida. Los políticos, los generales, los sabios apocalípticos, los filósofos de la usura, seguirán jugando con razones atómicas, pues están de parte de la violencia y de la muerte.

Una glorificación del hombre y de sus sueños, de la vida y el arte, heredamos en la poesía de Cote, muerto en pleno firmamento, roto en lo más vivo de su carne, que era frágil como un sueño.

Gonzalo Arango

Fuente:

Arango, Gonzalo. Prosas para leer en la silla eléctrica. Intermedio Editores / Círculo de Lectores S. A., Bogotá, 2000, p.p.: 151 - 153. Transcripción por Camilo Sierra Sepúlveda.

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