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Invocación a
Gonzalo Arango

Por William Ospina

Yo no quiero ni puedo hablar de su poesía. Quiero hablar de un muchacho al que jamás conocí, y que, sin embargo, ha sido uno de los seres más presentes en mi vida y en la vida de las generaciones colombianas de la segunda mitad del siglo XX.

Había nacido en Andes, en Antioquia, en 1931. Sus amigos, que lo han divinizado, que lo han puesto en el cielo fantástico de la mitología y también en el cielo, más habitable, de la historia, sabrán mucho más que yo de cómo fue su infancia, de cómo fueron sus días en el mundo. Yo les he dicho a algunos de ellos, a Jotamario, a Eduardo Escobar, que, como diría Chesterton, tal vez Gonzalo no sería un poeta, pero era sin duda un poema.

Sé que fue un hombre inteligente y bondadoso, y esa es la mezcla más curiosa que se puede dar en nuestro país. Aquí siempre la bondad se confundió con inocencia, la inocencia con ingenuidad, y la ingenuidad con tontería. Aquí siempre la inteligencia se confundió con ingenio, el ingenio con astucia, y la astucia con malignidad. Gonzalo no se parece a ese colombiano vivo que sabe tenderles trampas a los otros. Gonzalo no se parece a ese polemista indigente cuya embriaguez está en aventajar con astucias al interlocutor. No se parece al astuto e irresponsable protagonista del relato Que pase el aserrador, siempre tan ingenioso para ganar el sueldo sin trabajar, siempre tan admirado por su capacidad de engañar a otros sin que lo noten. No. Gonzalo se parecía más bien a Peralta. Era capaz de hacerle trampas a la muerte pero no a la vida. Era capaz de ser jugador y era capaz de ser místico. Sabía que lo suyo no era la entrega pensativa a los libros, destino que le estaba reservado a su amigo del alma Estanislao Zuleta, y se permitió más bien salir en una fotografía pisando un libro tal vez porque lo concebía más como un peldaño que como un faro.

Quienes lo conocieron recuerdan su ironía, recuerdan su ingenio, recuerdan su actividad incesante, pero recuerdan sobre todo su dulzura. De manera que digámoslo: con estos amigos de Fernando González, Estanislao y Gonzalo, la inteligencia le dio la espalda a la arrogancia de esos eruditos de corbatín que aquí siempre ejercieron el saber como una fusta para expulsar y descalificar de los otros. Estos hijos de filósofo silvestre aprendieron que la inteligencia no tiene por qué ser enemiga de la cordialidad, ni sintieron que para saber hubiera que dejar de querer. Nunca perdieron su acento paisa, tal vez porque apreciaban en su maestro lo que después advertiría José Manuel Arango, que Fernando González usó para pensarnos el dialecto que hablamos, o tal vez también por otra causa profunda: porque nunca llegaron a la sensación de que para ser culto hay que olvidar el propio origen e integrarse a alguna tradición ilustre, esa pose afrancesada o germánica que fue la ruina de casi todos nuestros candidatos a filósofos.

Gonzalo no dejó jamás de ser colombiano ni de ser antioqueño ni de ser de Andes, y en Andes, arriba del río, en el suroeste de Antioquia, en el costado occidental de Colombia, una parte de lo que fue reposa para siempre, bien amada y bien recordada. Sólo una parte, claro, porque otra vive en la memoria activa y expresiva de sus amigos, los nadaístas. Y la otra, la más perdurable, durará en la conciencia de muchos colombianos de hoy y de mañana que no se resignan a olvidar quién protagonizó en su tiempo las rebeliones más necesarias, desafió la severidad aldeana de unos poderes perfumados y sangrientos, les arrebató sus máscaras a unos convencionalismos de aldea, obligó a las palabras a volverse más sinceras y más peligrosas, y supo hacerse oír hablando en voz baja, cosa a la que no estaba acostumbrada nuestra cultura de oradores y de balcones.

Gonzalo hablaba muy bien, escribía muy bien, aunque no precisamente poemas. Pero qué importan los poemas cuando hay una persona como Gonzalo Arango ahí al frente, vivo y caviloso, maquinando ocurrencias y pensando la vida. Él vale por los poemas, y está engendrando muchos, porque toda una generación aprenderá de él, de su estímulo y de su ejemplo a hacerlos misteriosos y precisos, como Amílcar, elocuentes y torrenciales como X-504, cadenciosos y humanos como Jotamario. Y todavía después poemas audaces y sensitivos como Víctor Gaviria, prosas vigorosas y atrevidas como Andrés Caicedo.

Gonzalo convocó a esos muchachos de las barriadas a hacer lo que sólo les estaba permitido a los señores de las haciendas y a las letárgicas levitas de la academia: oficiar de poetas. Gonzalo creyó de verdad que esos muchachos de la clase media podían disputarle la silla de oro a los Pombos y los Valencias, a los Rojas y los Carranzas. Es que Gonzalo sabía que la poesía en realidad había sido, desde hace mucho, templo de desterrados, de desplazados, de vagabundos. No sólo de libertinos franceses y de vagabundos alemanes, de borrachos norteamericanos y de morfinómanos austríacos, sino aquí, en las vecindades, de dipsómanos nicaragüenses y de comerciantes bogotanos, de conspiradores cubanos y de gacetilleros argentinos, de indios peruanos y de paisanos antioqueños. No ignoraba que Barba Jacob, hijo de nadie, vagó entre la ruina y el escándalo por islas de su América, que Antonín Artaud se metía con los Tarahumara, que el hijo de un ferroviario de Chile se había edificado ante los mares pestilenciales de Oriente su residencia en la tierra.

Gonzalo invitaba a todos esos jóvenes a reinventarse el país, a reinventarse el lenguaje, a reinventarse el amor y la vida, como quería Rimbaud. Lo hizo una vez, y lo seguirá haciendo para siempre, porque así es el mundo aunque Shakespeare no crea: jamás olvida lo bueno que hicimos, recuerda todo lo que fuimos capaces de amar, no deja que se pierdan las frases que la pasión supo tejer con intensidad y con música.

A mí, que no lo conocí nunca, me gusta recordar a Gonzalo. Ya casi tengo recuerdos personales. Ya casi lo veo dirigiéndome la palabra en algún cafetín. Los recuerdos pueden ser hereditarios y hay muchas personas vivas que nos pueden heredar como un talismán, contra este horror que nos están regalando los viejos empresarios del odio, ese recuerdo de un colombiano lúcido y bueno, ingenioso y cordial, capaz de acciones y capaz de amores.

Sólo una cosa quiero añadir, que en un país donde los curas predicaban rencor y los políticos predicaban degüello, donde ser gente consistía en saber despreciar y ser hombre consistía en saber odiar, Gonzalo salió a las calles a predicar la amistad, y se inventó con unos cuantos desgreñados adolescentes no sé si el más renovador movimiento literario de Colombia, pero sí la más saludable conjura de la pasión y de la juventud contra todo un orden decrépito y maligno, y la mejor propuesta política que se podía formular en esa Colombia de odios: una plural y rebelde y creadora fraternidad. Cuando la consigna es odio, él sale a gritar que la consigna es imaginación desbordante y amistad sin límites. Bachué, señora del agua (la invocación es de José Manuel Arango), Bachué, señora del agua, que Gonzalo vuelva a las calles, que la fiesta comience de nuevo.

Fuente:

Revista Cromos, abril 19 de 2002, nº 4.393.

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