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Boceto biográfico

Por Eduardo Escobar

Hasta que comienza a firmarse gonzaloarango y se encuentra con Amílcar en La Bastilla, que es un café de Medellín.

Cuando el joven Gonzalo Arango Arias abandonó la universidad para entregarse a la literatura, se retiró a una finquita de unos parientes suyos, acompañado por un perro viejo y una calavera, robada en el cementerio de San Pedro de Medellín, que le recordara sus ensueños de gloria. Solamente comían naranjas, me contaba, él y el perro porque la otra ya había comido; don Paco Arango, su padre, fue a visitarlo, preocupado. Y no le gustó ni cinco lo que vio: el joven poeta macilento y amarillo, el amasijo de huesos ácidos amargamente despelambrado, se entregaba a escribir una novela. El título decía todo. Se llamaba Después del hombre.

En esos pueblos necesitados de Antioquia entonces, parroquias mineras agotadas, pedreros de ilusiones, cafetales, y entre esas gentes cerreras y desconfiadas, breñosas y prácticas, un escritor era un bicho de lo más raro, una pérdida de tiempo. Don Paco que era como todos los pacos de esos pueblos, cándido, crédulo, sensato y obvio, le rogó compungidamente que se dejara de pendejadas, que volviera a la universidad más bien, que terminara el derecho. Gonzalo permaneció inflexible. Tenía que terminar de escribir esa novela antes de pensar en otra cosa. Mi vida está puesta ahora en la literatura, papá, no hay nada que hacer, le dijo. Don Paco resignado le contestó: Bueno mijo, entonces siga escribiendo si quiere; solamente le voy a pedir una cosa: que sea siempre un hombre bueno.

No conocí a don Paco pero me lo imagino, trabajador y piadoso. La anécdota lo pinta de alma entera. De Gonzalo puedo decir que no es fácil hallar en este mundo cuadrado personas desplegadas como él, sin pliegues. Siempre intentó ser fiel al ruego de su padre.

Es difícil aceptar que los amigos se mueren y que pasarán estas montañas; no me acostumbro a pensar que es ahora un puñado de cosas inertes, azufre y cal, el polvo que levantan los veranos. Nunca podré convertirlo en potasio literario. Para mí es irremediablemente más que una ficha bibliográfica, que una mosca en la sopa de letras, que un poeta fichado y alfabéticamente muerto. También es el soplo de la presencia arrebatada de mi lado por la irresponsabilidad de los dioses, la gracia de un amigo sobre esta tierra ametrallada de odios, con quien compartimos el privilegio de un instante dorado que pasó, no, que permanece en el tiempo de la memoria por el milagro del amor. La palabra inventada por Gonzalo y que nosotros también convertiríamos en nuestro santo y seña, nadaísmo, no es apenas una simple aventura literaria en la cual comprometimos el alma hasta el último hueso, sino el negocio afortunado y azaroso en el que invertimos la moneda de oro de la vida. No me costará esfuerzo ser imparcial. El amor nos permitirá ser desapasionados.

El proyecto es el de una realidad separada, preparada, contra los trazos marchitos de la costumbre, la blanda cortesía del acomodamiento, el código del reloj geométrico y productivo que nos vampiriza, el sopor mecánico de las esponjosas apariencias rutinarias donde estamos atrapados como moscas hasta que se produce la revelación de la poesía de lo maravilloso cotidiano. La biografía de un artista, la más exhaustiva como el menor boceto, toda imagen provisional de él, debería reflejar el desarrollo de la construcción singular, la generación y la parábola de este ambiente mejorado. El artista es el hombre, el alma y el sentido drásticamente impuestos a la naturaleza.

El nadaísmo fue para Gonzalo Arango el espacio inventado, suficiente y gastado, de la brega por conquistarse contra las sucesivas ilusiones de sí mismo. Su obra es el hombre que consiguió hacerse. La algarabía, el manifiesto porfiado de la propia presencia, la afirmación desvergonzada que no tiene miedo de equivocarse mientras arde, el hervidero de volubilidades son las quimeras de camino de uno que se persiguió encarnizadamente. “Ser cada día diferente es la manera de ser fiel a sí mismo.” (Adangelios, Bogotá, Editorial Montaña Mágica). Que recoge el eco de su brujo mentor, Fernando González: “El hombre que no se contradice es porque está muerto”.

Los amigos de Gonzalo Arango fuimos testigos próximos y atónitos de las trágicas erosiones de sus entusiasmos, el desmoronamiento de los galopes en la sima, del recambio de piel de cada año; inexplicablemente para nosotros, a veces una simple palabra recogida del aire, la charla ocasional de un panadero, un verso o el encuentro con una mujer lo revolcaba todo en él... y simplemente cambiaba de dirección y de vida, como si la rebelión y el asco contra el estado de cosas por la utopía de sí mismo, comprendiera la ciega confianza también, la sumisión a los guiños de la realidad que nos atrae a la secreta vocación. El propósito está impreso detrás del caleidoscópico fluir de las tentaciones y los augurios que hay que saber leer, seguir... o preceder como a las cruces. Cada día es una alucinación nueva. Todo mañana utopía. Cada instante la entrada en una isla sagrada que tampoco existe. Ninguna dura. Porque el ser es la búsqueda. De encantamiento en desencanto de sirenas. Un día me dijo frente a un cementerio: La muerte no existe. ¡El colmo de las ganas de inventarse!

Los que se sienten encarnados en un destino parecen desvalidos y sombríos, pero son contagiosos e impregnantes. Y tienen un intenso poder para alterar la vida de aquéllos que se les acercan atraídos por el tormento del sediento. Gonzalo Arango suscitaba desde la universidad adhesiones apasionadas y mezquinos rencores, celos y entusiasmo. Por su parte sabe distinguir a sus amigos y buscar a sus enemigos donde los necesitaran sus incendios justicieros. El Profeta, se hizo llamar. No era una broma nadaísta. Se sentía sembrado en el poder de la misión.

El nadaísmo era una técnica también, para la percepción de lo maravilloso cotidiano. El hábito exaltado. No tenemos sentido. La maguería era darnos sentido y sacarle el jugo a las incertidumbres.

“Son de Medellín, más de cuatro, pero sólo sobresalen cuatro por ahora. gonzaloarango, agitador principal del movimiento y el mayor del grupo (26 años) que escribe su nombre y apellido en una sola palabra y con minúscula, y Amíncar (sic), Guillermo y Alberto, que no usan apellido. Se llaman nadaístas porque no creen en la nada y porque todo les importa nada, excepto la poesía. Son poetas, al menos de confesión y están escribiendo su poesía. Todavía no tienen una definición completa de doctrina, la están elaborando y se encuentran en vías de publicar el consabido manifiesto, inédito aún por falta de plata, según ellos dicen”. Con notas como ésta aparecida en Cromos el 28 de julio de 1958 (ilustrada con fotos de Alberto Escobar, Guillermo Trujillo, Amílcar Osorio y Gonzalo), comenzó a irradiarse el nadaísmo en Colombia, eso que nadie supo lo que fue, si un cuerpo de ideas, un brote de locura, la poesía nueva, un fenómeno sociológico de la miseria o un perfume en una fábrica de martillos. Gonzalo Arango había nacido en Andes, Antioquia, en 1931, en una de esas familias antioqueñas como dicen allá, de blancos pero honrados y honrados pero pobres, su padre era el telegrafista del pueblo, se llamaba Francisco y le decían Paco, y la madre, doña Magdalena Arias se encargaba de las labores de la casa que es como llaman en Antioquia el claro oficio de dar a luz y criar a los hijos. Trece tuvo doña Magdalena. Gonzalo el menor. Una misionera seglar, no faltan las gentes de iglesia entre estas castas, un contabilista, siempre algunó ha de entender de números en estas familias incontables, uno que hacía política en el Chocó, un comerciante en Buga, algunas señoras de costura y chocolate... los Arango también tuvieron su loquito —o así lo veían ellos— la ñaña, que se metió a poeta...

Las ovejas negras (o poéticas) de estas aristocracias de la paciencia comienzan por ser promesas de la estirpe, el pichón de cura que llegará a obispo o el cachorro de abogado que ascenderá a intrigante. Gonzalo fue el cachorro hasta cuando abandonó el derecho —por una siniestra inclinación a torcerlo todo, confesó más tarde, y fascinado por los entierros ralos y dignos de los pobres que subían al cementerio de San Lorenzo que era en Medellín el enterradero de la anónima mayoría, los de ruana, detrás de cuyos féretros se iba, atisbando, como hubiera dicho Fernando González, las agonías. Se empuerca cada vez más en la brega política municipal. Debe esconderse como un criminal. Pierde su juventud, piensa en casa consternado. Y de ñapa, les funda el nadaísmo (era como para que perdiera del todo las esperanzas doña Magdalena) y en Medellín, para ajustar, la Ciudad Pacata de Colombia, Eterna Primavera de la Hipocresía, la Asustadiza y Cruel y Vengativa y Corrompida y Rezandera, Roma de las Rifas y las Trampas, regida hasta hoy por los enredijos de rata del tanto por ciento y el cuánto me debés. (Cómo la queremos.)

Por una diabólica simplificación los antioqueños confunden el misterio de un destino con la ramplonería del oficio, la vivencia con la supervivencia, un lugar en este mundo con una casilla en la nómina; la meta es acomodarse y la virtud medrar. Eldorado del paisa es culminar una carrera o alcanzar el éxito —que para ellos es el triunfo en los tejemanejes del trueque, la compraventa y el contrabando. Esto angustia, es tétrico e insalubre para crecer, afea y ennegrece la juventud y el aprendizaje de la aritmética, ciencia esencial entre tenderos, reino de la bárbara sensualidad, entendedor del mundo como acumulación y ruido, acción y excremento.

En Andes Gonzalo se destaca entre sus condiscípulos por su dedicación, en la universidad también se gana los premios al mejor lector de la biblioteca, brilla su charla, atrae y gusta. Pero el estudio sigue siendo lo único que importa, después de Dios y la Patria, y como éstos, se soporta sin chistar, hay que tomarlo en serio. Somos conscientes de la responsabilidad de amoldarse y de ser eficientes cumplidores. Hasta cuando finalmente muchos libros comienzan a minar el rendimiento académico y nos damos cuenta de que vivimos la muerte disimulada por los espejos, el paisaje del pasado de repostería, las promesas del paraíso final..., si aguantamos, y comprendemos que la mítica arcadia antioqueña de todo el maíz y Gregorio Gutiérrez González, el heroísmo de la raza jamás existieron o existen solamente para justificar vergüenzas, encubrir injusticias añosas, callar solapadas violencias eternas. Dios no existía. El cielo está vacío. O en todo caso nuestro Dios no podía ser el mismo que alumbraba la poca caridad de los desequilibrios. A los fusilados se los tragaba la noche, los ríos borrachos, para que no estorbaran de día sobre la tierra. Y los contaban las campanas sin nombrarlos. Eso decían las sombras. Los silencios. Y los cuentos de la viejas sirvientas venidas del campo. A veces el busto del Indio Uribe del patio del Liceo amanece abatido por las hordas. Qué significa éso. Uno no puede hacer nada. Uno asiste a la escuela. Canta los himnos consabidos. E iza la bandera los sábados (si le va bien). Uno vagabundea por la plaza como una hoja desprendida del árbol, va a la iglesia, es irreal, se santifica, peca, duda, obedece, crece, no sabe si es bastante bueno y, sobre todo se aburre como una piedra sobre una mesa, cuando no está temblando...

El río nos lavaba la mugre racional, la costra de deberes del catecismo, la oratoria de aludes de azufres dominicales consagrados. La libertad abierta del campo, los vientos aromados, nos amparan momentáneamente de la norma mortal. Nos devolvían el paraíso de la inocencia perdida en el juego de las negras obligaciones.

Así aprendimos a sentir la vida intelectual como padecimiento. La reflexión singular acerca del mundo como rebeldía. La sensación limpia del cuerpo como pecado. Las aspiraciones al ser como orgullo. En el callejón sin salida, el problema era cómo convertir el sentimiento de pecado en inocencia... Para Gonzalo Arango, arrancado de la naturaleza, de su pueblo en el campo, el arte realiza la única libertad posible. Es su nostalgia de la desnudez antigua: “helechos con olor a leche / leche con olor a madre... y el amor como una puerta que abre la casa del alma.” (Fuego en el altar, Plaza y Janés.) La naturaleza contra el arte, la naturalidad frente a la disciplina moral, el amor por la madre, el regreso al útero de Dios, a veces se sublima en manifiesto de lo primitivo: “Eramos reyes y nos volvieron esclavos / Eramos hijos del sol y nos consolaron con medallas de lata / Eramos poetas y nos pusieron a recitar oraciones pordioseras / Eramos felices y nos civilizaron / ¿Quién refrescará la memoria de la tribu? / ¿Quién revivirá nuestros dioses?/ Que la salvaje esperanza siempre sea tuya, querida alma inamansable”.

Eramos más o menos conscientes de que vivíamos una cultura de la muerte, el aburrimiento de los cadáveres amojonados. Los horribles cuentos del folclor europeo que arrullaban los insomnios de la primera infancia con malignidades, regalos envenenados, manzanas de doble filo y criminales abandonos, y las otras narraciones densas de nuestro folclor de monstruosidades, crueles descuartizamientos, cortesdefranela, antropófagas matanzas sacrílegas y grises vilezas corroboraban la opacidad del sentimiento. Contra esta desesperanzadora negación de la felicidad de la carne, contra esta civilización que se horroriza ante el amor, surgió el nadaísmo con el poder de la juventud de acero del león y la alegre voluntad de encantar la realidad, con ensalmos poéticos la norma letal desangrante, el degradante sonambulismo vacío de fantasmas del orden establecido. Fernando González nos decía: —Nacen para estudiar, estudian para conseguir trabajo, trabajan para casarse, se casan para tener hijos y tienen hijos para morirse. Están muertos desde el principio.

El nadaísta tenía que ser la otracosa-nocosa, aunque fuera un fracaso florido de hombre pero no la turbia expectativa del cadáver con los pasos contados en la estadística, que se las tira de vivo en el circo del respeto humano.

La obra y la vida de gonzaloarango y del Gonzalo Arango de después, están desgarradas por la nostalgia del Gonzalo Arango de antes, de la libertad del río materno de la adolescencia andina. El espléndido poeta urbano de los albores románticos del nadaísmo no nos engaña: su goce de la ciudad es el padecimiento, la acepta y cansa... pero el sentimiento está en la añoranza de las piedras del río del salvaje sentir, la entrega a la pureza solar sin la elaborada malicia del pensamiento, que purifica los pecados lunares y nocturnos del egoísmo lunar y la razón. “Sería tan feliz allá, tan aterradoramente feliz, pero al precio de mi alma. Desgraciadamente carezco de la hermosa virtud de preferir la felicidad al sufrimiento creador. En fin, soy así y me rindo a la fatalidad irremediable de no poderme soportar sin sentirme padecer en los infiernos del arte” (Cromos, agosto de 1969).

—Y no traigas libros—, me advertía cuando me invitaba a que rodáramos los ríos negros de las selvas húmedas llenas de loros dadaístas, a las islas salvajes de las místicas fantasías ecuatoriales, a siestear como lagartos o a cazar tesoros en el páramo (demasiado superficiales siempre para las palas de dos poetas tan profundos o al contrario).

Agricultor de vocación, se declara en uno de sus primeros textos nadaístas.

La desgarrada condición es auténtica, no simple mímesis de lecturas necias, sartrismo tropical; arrojado en la ciudad-laberinto, desterrado viajero en las palabras, prisionero de la jaula de conceptos culturales, cultuales, su condición es la del niño-poeta-campesino-con-las-alas-del-río-cortadas, trasplantado a la ruda ciudad competitiva y floreciente, a la cual no conseguirá adaptarse del todo ni puede renunciar a ésta porque lo necesita, porque tiene una misión por cumplir aquí. La palabra que la salvará de sí misma reside en él. Hasta el día de su muerte los edificios de lánguidas culatas, encolmenados de ventanas iguales, le recordarán tumbas ricas y pobres de la misma simétrica muerte rasera y miserable del tener o no tener. El reino del poeta no es lo congelado, es la montaña navegante, cambiante. Teme la ciudad rumbosa, se sumerge en ella rencorosamente, es un extraño allí, pero allá solamente podrá entregar su profecía de dudas y razones, la miel del miedo, el profeta bautizado en el río pueblerino y que intenta regresar a éste por caminos tortuosos, sesgados, haciéndose nadie, nada, ninguno, desolación, (¿Todos somos Ulises? ¿Cada vida es un gran regreso? Algunos de nuestros amigos terminaron ciertamente convertidos en unos cerdos incurables. Otros debieron perder la memoria porque no puedo acordarme de ellos. Algunos se ahogaron en el naufragio de la literatura. Gonzalo no sabía bailar. En cambio nadaba como un pez.)

Ve la ciudad, (Fuego en el altar, página 94) como acorralamiento, enervamiento, alienación enfermiza. Es la batalla encarnizada que hay que dar en el aire de armagedón de las imprentas y las disputas, en las plazas patibularias, en el teatro de las prostituciones convenidas... pero todos los años el cuerpo olvidado necesita ser recuperado en el río, extraído de las tortuosas preguntas de tierra firme de la trascendencia, los problemas del arte, las razones de la historia, el espejismo del hombre moderno, la patria de la escritura. A cualquier parte, a cualquier parte, con tal que sea fuera de este mundo, que decía el otro, a las selvas de la locura, a las sierras adustas, al desierto de las iguanas, a los hornos de Puertoberrío, a las bucólicas bahías, a las escarpadas desmesuras antioqueñas llenas de tesoros, al Vaupés de árboles desgarbados y caños míticos con nombres de dioses y diablos, al Amazonas donde dicen que nacen las nubes, a los llanos monótonos como platos vacíos, a las islas donde los mares se muerden la cola, a Villadeleyva. Lejos de los intelectuales, esa peste. Yo soy de otra raza, me escribe un día.

Generoso en todo, era también generoso con los dones líricos de la inocencia del río. Regresaba siempre con las maletas llenas de cocos, con jaulas de loros y de micos, hamacas, para sus amigos y para sus amores, trofeos de totumas, corbatas chistosas, tabacos de contrabando, yerbas brujas, ron pirata.

Pero no tiene escapatoria. La vida crítica, el compromiso, envenena el ángel contemplativo. La inteligencia atormenta al animal feliz. El desapegado siempre volverá por el oropel de sus sufrimientos. Siente el despojamiento como la deserción del deber superior, ineluctablemente. La felicidad de las islas la contamina el remordimiento de la claudicación. A veces el nudo intenta desatarse. Entonces el poeta siente que poetiza el camino con la presencia, que es él mismo el mensaje y el texto. La escritura está justificada si el poeta es defensor de oficio de la vida, no el ocio de la palabra sino su acción. Y sin embargo, en el mismo Fuego en el altar donde anuncia esta fe consigna: “Apacíguate guerrero / que no tendrás un pensamiento más / ni escribirás una palabra más / ni darás a luz una esperanza nueva / de lo que está prescrito desde siempre en la universal armonía. / Serénate viajero que aunque quieras / no engendrarás un sueño más / ni morirás dos veces” (página 137).

Estos últimos textos a fuerza de ser simples pizcas de un estado, representan para mí también la ruptura esperada de Gonzalo Arango con la literatura después de haber hundido el nadaísmo, son el testamento de un estado terminal del espíritu egoísta, adonde había apuntado el pasado en sombras y atisbos. El texto deja de ser según categorías estéticas: poema, sentencia, epigrama son ilusiones diablistas y trampas de retorcida vanidad retórica, transmite sin adornos una telegrafía de urgencia apocalíptica, sin tiempo para los versos adjetivos, o huesos de apariencias: “No estamos aquí de paso / para pisotear las rosas / Ni marchitar su aliento / de aromas sagrados / con nuestra razonable epilepsia inquisidora / porque la tierra reverdecerá sin nosotros / pero nosotros sin ella / no viviremos un instante” (Providencia).

El sexo es otra puerta a la naturalidad salvaje. El deseo pica precozmente. Desgraciadamente el amor como la literatura que es silencio y mensaje, solidaridad y soledad, ruido y sentido, tiene dos caras: la entrega y el sacrificio. O construimos el deseo o nos abandonamos a los objetos de sus ilusiones. El infierno lo venden las prostitutas de la parroquia. Rita Machuca. “Vivía en el Cedrón donde tenía un rancho de paja e iban los andinos a hacer sus primeras armas para la guerra y bajaba todos los domingos ‘a surtir’ y de paso se pegaba unas perras del carajo que paraban con la pobre Rita de culos en la cárcel, y otras veces se les escapaba a los tombos y les gritaba como un ángel exterminador: policías cacorros, coman culo, para coger a la Machuca tienen que comer mucho culo, etc., dicho lo cual se perdía en los platanales, o sea en el agro, como diría el agropecuario Manuel Mejía Nadal. Me acuerdo mucho de la Rita porque todos los chicos del pueblo le hacíamos procesión hasta que los tombos la agarraban de patas y manos, cual larga era, como de dos metros la maldita, de la familia de los sauces llorones o de los ataúdes donde doy la medida de mi muerte. Amén. La Machuca fue el pecado capital de mi infancia y juventud, no porque la haya encamado, si no por lo mismo: porque todo se me fue en paja recordando su culo. Olvidaba decirte que la Rita, cuando bajaba al pueblo, no usaba calzones para hacerla propaganda a su trasero, la muy puta, que lo tenía muy bello, o al menos a mí me parecía el infierno. Como sabes, mi mamá le había dedicado mi castidad a la Santísima Virgen, pero ella se las arreglaba bien con el telegrafista de Andes, o sea con don Paco, mi padre, que le hizo trece de tacada, uno por cuaresma, sin contar los días festivos y las vacaciones de diciembre.” (Gonzalo Arango, Correspondencia Violada, Colcultura, 1980, carta a Jotamario, página 166). Que es como decir el estado espiritual del muchacho antioqueño, allá y entonces, suspendido como cheque sin fondos entre el infierno y el hechizo, el miedo cerrero al pecado y la belleza del placer del condenado. Dragones y ángeles. Monstruos, lo mismo...

Mientras tanto, el condenado lee todo lo que es posible leer en Andes, (allá, y en estos tiempos): ripios de Freud, Vargas Vila, el Zaratustra de Nietzsche, Dumas, D’annunzio, Alexis Carrel, Víctor Hugo, la tímida biblioteca de la parroquia, la cándida e insuficiente del colegio que según el informante era una vitrina con doscientos libros, donados por las viudas que no saben qué hacer con los estorbos del doctor. Publica su primer trabajo en el periódico de su amigo —amistad que se prolongará toda la vida— Jaime Jaramillo Escobar, sobre el Quijote. Construye en el solar de su casa un nimia guarida de tablas donde se encierra a leer. La caseta se llama La Isla. La Isla que será en su juventud el nadaísmo. Y en su madurez la utopía de Providencia. Porque ante todo, para hacerse el Otro es necesario permanecer idéntico a sí mismo en el cambio.

La violencia encubierta, la falta de oportunidades, la estupidez de las persecuciones políticas que dejan cesante al padre, la necesidad de educar adecuadamente a los hijos, obligan a los Arango a emigrar a Medellín donde Gonzalo Arango terminará el bachillerato en el liceo de la universidad de Antioquia. Allí se hace amigo de Fernando Botero cuya desmesurada ambición paisa de entonces consiste en comprarse algún día una tienda en Sonsón para poder pintar sin preocupaciones, y pierde su virginidad intelectual, según dirá más tarde, con la lectura de un tal Lamartine. Es un chiste. La lectura ocupa cada vez más espacio en su vida. Sin embargo, aún aspira a diplomarse de abogado, y se esfuerza en eso. Más Verlaine, Kafka, Mallarmé, Crimen y Castigo. Aliocha lo deslumbra. Muchos años después firmaría como Aliocha su columna de la revista Cromos. También, se hace bohemia dura. Persiste el anhelo de embrutecerse para olvidar las dudas espinosas de la filosofía, los turbios paraísos artificiales de la cultura. Entre las presiones del arte y el deber y la compulsión de vivir su libertad inútil, siempre...

Un grupo de estudiantes, escritores en ciernes algunos, frecuentan su tertulia. Sus profesores lo aprecian y distinguen, alcanza cierta notoriedad en el ámbito universitario. Le gusta impugnar, filosofar, descifrar. Participa activamente en política durante la dictadura del general Rojas Pinilla, hace un programa en la emisora de la universidad y publica en su revista, en los periódicos provinciales, noticias acerca de libros y exposiciones, sobre su amigo Botero y García Márquez y Faulkner, Mahfud Massis, Francoise Sagan, etc. Adhiere al Man, Movimiento Amplio Nacional, es corresponsal del diario oficial en Antioquia, suplente de la Asamblea Nacional Constituyente. Se inscribe en un pomposo sindicato de artistas comprometidos con el dictador, conspira: Los jóvenes escritores del sindicato conformado mayoritariamente por eminentes mamasantos, sonetistas de arriería, narradores de costumbre, fraguadores de castas odas marianas en los suplementos dominicales, aprovechan el puente que se toman en sus fincas las momias clericales para asaltar la mesa directiva: en el peor momento. Las vacas viejas gozan de la indiferencia de sus piscinas campestres por lo que han olido: el general tambalea, el general está por caerse, el general se cae, y hay desbandada general. Gonzalo es el único que se queda cándidamente colgado de la brocha. Y se convierte por empecinamiento en el blanco cordero expiatorio de la jauría frentenacionalista. Sitian su oficina. El joven poeta Alberto Escobar Angel lo alimenta subrepticiamente. Una mañana violan la oficina donde permanece escondido de la recocha democrática y se salva al esconderse en el sanitario de las secretarias. Escapa al Chocó, al Arma, disfruta del exilio selvático en fincas de sus amigos, siestea, vegeta. Pronto el asilo selvático, el feliz ostracismo, la soledad, se llenará de infelicidad. La exaltación de la naturaleza, el ocio gratuito del animal feliz bajo el cielo ciego, se marchitan ante la angustia del futuro, le es obligatorio pensar en lo que hará cuando el extrañamiento agrario se vuelva insostenible. Prueba en Cali. Sobrevive mal. Duerme donde lo coge la noche, en cantinas, plazas, oficinas de amigos, hoteluchos de putería. Se enamora y se desenamora, lee, poesía francesa, los surrealistas, se hastía. Hace vida social también, con los viejos rojistas ricos, arrepentidos y recién lavados, se alimenta de café negro y desesperanza, costumbre a la que se aferra durante la vigilia nadaísta que vendrá después, hasta cuando aparece Angelita para cambiarle drásticamente la dieta recalcitrante con hígados de pollo, té inglés y perversiones vegetarianas como la sopa de habas. En el fondo sabe que no le quedará a la larga otro remedio que regresar a Medellín, y la perspectiva de volver derrotado, vaciado de porvenir le hace retrasar el regreso. Tiene 25 años. Y el deshonor de haber servido a una causa perdida. Reviso su vida y me doy cuenta de que lo apasionan estas causas. Se les apuntaba siempre fatalmente (y además con una fe envidiable), a las candidaturas fracasadas, a los presidentes corroídos por el desprestigio —al cual había contribuido a veces con sus propios ácidos—, a la defensa en fin de los escritores olvidados o repudiados, a los debates sin esperanza de justicia. Terco, agotaba la pólvora sin importarle el costo, hasta exprimirse de argumentos y vaciar los cartuchos. Alma difícil de crucificar. Tozudo, no podía resistir la tentación del aire de los caminos equivocados. ¿Fundar el nadaísmo no es el colmo del amor por los amargos abismos?

El primer escándalo famoso de los nadaístas, fue la quema de sus bibliotecas personales en la plazuela de San Ignacio de Medellín. La María, La vorágine, Carrasquilla. Y también la primera novela de Gonzalo Arango, inédita y gastada. La última quema purificadora de archivos, notas, poemas de una vida vieja, fue antes de escribir Providencia. Uno de los primeros textos nadaístas compara al jinete Pablo Alquinta con don Quijote. No es mera gana de joder. Es el deseo de cambiar el tiempo en aventura aunque relinche Rocinante y tengamos que voltear el resto patasarriba hacia una nueva esperanza.

Del general Rojas Pinilla le había gustado su proyecto de romper la camisa de fuerza del bipartidismo. Sus enemigos le enrostraron más tarde muchas veces esta folclórica efusión juvenil. Lo cierto es que entonces muchos jóvenes inteligentes habían esperado del general un cambio positivo en las costumbres políticas colombianas. A veces las fuerzas progresistas son secretadas por los partidos reaccionarios. Del partido del general habría de surgir después uno de los grupos guerrilleros más activos de la historia de las guerrillas colombianas. Cuántas veces también las regresiones más oscuras son supuradas por partidos de izquierda.

No puede permanecer en Cali. Ni tiene a donde ir. Los caminos están cerrados. La corrupción que le echan en cara al general no cesa, se enmascara y enquista. El país es una changua turbia de encubrimientos y conformidades insidiosas, sórdida liturgia en la cual todos se lavan las manos en los chorros de las nobles palabras y los voceados arrepentimientos mientras empujan por un cupo en los palcos borlados de honores del poder. Y esa noche desvelada en la contemplación del lenocinio, en la oficina de un amigo que le prestaba un sofá para descansar, le trajo la idea que cambió su vida y a nosotros también iba a darnos de carambola propósito y sentido. Qué tenía. Se preguntó. Nada. Nadaísmo. Alumbró el futuro sobre la ruina. Decidió que se levantaría en rebeldía contra la horrible lascitud. Regresa a Medellín, reanimado, literalmente. El proyecto es ciertamente confuso todavía pero ya tenía la densidad del tufo y sobre todo, era la última oportunidad que se daba sobre la tierra. Al fin y al cabo nada es algo para no regresar con las manos vacías al pueblo de mercaderes, de antiguos agricultores arrancados del terrón patriarcal, atraídos por el señuelo titilante de la electricidad, sin saber que llegarían a levantar con sudor y esfuerzo y un puñado de virtudes inútiles, un infierno envidriado, una impía prosperidad desalmada... pero llena de poetas también como si los poetas proliferaran mejor en la podredumbre, como los lotos.

Hace los primeros contactos. Se reúne con Alberto Escobar, voy a fundar una cosa que se llamará el nadaísmo, le dice, un gran movimiento intelectual para la juventud. Yo estoy listo, le dijo Alberto. No, vos y yo no hacemos nada solos, necesitamos gente. Alberto se acordó de uno que había conocido esos días; enseñaba literatura en un colegio de muchachos, por la tarde, y por las mañanas servía tinto en el café de un tío suyo; admiraba a Ovidio Rincón, y había leído a Ovidio, en latín, en el seminario; a veces fumaba un narguilé sofisticadísimo, gorgoteaba un francés arrabalero de lavamanos obstruido perfeccionado en las canciones de Rimbaud cuyas obras completas conservaba impregnadas en Vetiver de Carven...

El hijo de Rubén Osorio, dentista empírico, y doña Elvira Gómez, no tiene todavía el aire que cultivará durante el nadaísmo, de aburrimiento imperfecto, de baldosa limpia. El exseminarista recién llegado de su pueblo, un pueblo parecido a Andes pero más importante porque tenía obispo, es un muchacho robusto y tímido, adornado temprano por la escoliosis del lector consuetudinario, tiene 17 años apenas. Llegó puntualmente a la cita vestido de negro como un joven muerto que ha salido a pasear su perro y con la marca de un sensacional guante blanco cosido en la ancha solapa pasada de moda. Gonzalo no reconoce al muchacho que le servía los tintos matinales en el cafetucho que frecuentaba por la Plazuela Nutibara, menos, metido en ese vestido de duelo de su padre. Amílcar confesaría más tarde los esfuerzos que había realizado para que su cliente lo tomara en cuenta. Gonzalo está ahora desconcertado con la aparición del adolescente en la puerta, iluminado por la inocente bufonada del luto una talla más grande y el guante cosido sobre el corazón. Eso es el nadaísmo, se dice. Eso, no babosa filosofía libresca, discurso hueco, acidez intelectual, rebote culto, elaboración erudita, esterilidad. Cultivará la sorpresa, el desenfado y el desafío, altiva actitud, un gesto como el de ese muchacho que se atrajo a todas las miradas del Café La Bastilla cuando entró parsimoniosamente con su disfraz extemporáneo de difunto.

Amílcar se convierte enseguida en el segundo de a bordo de la chalupa pandillesca para tres. Se hacen grandes amigos, aunque Gonzalo le lleva al jericoano —nacido en Santa Rosa de Cabal pero vivido en Jericó— nueve años. Inventan y se inventan, se enriquecen mutuamente. Amílcar comienza a peinarse como una escoba, a firmarse Amílcar U —y por qué U, le preguntan y contesta: Porque Amílcar O sonaría feo—, y usa camisetas bisexuales que bombardean el machismo católico de la ciudad industrial. Proclaman la exaltación de lo maravilloso cotidiano, esa fórmula; a veces Gonzalo Arango pasea a su amigo atado a una cadena por los bares, lo alimenta como a un mono amaestrado; cuando Amílcar se cansa de hacer el mono, compran un mono de verdad. Y escriben poemas a dos manos, manifiestos procaces que envían por correo. Se sienten felices de ser jóvenes, e irresponsables. Y los hijos de Paco y Magdalena, y de Rubén y Elvira, están jodidos para siempre de remate... unidos por el amor a la poesía, en la renuncia desventurada de todo por nada. Unos pocos años más tarde habrán de separarse, agriamente. Hasta la víspera de la muerte de Gonzalo Arango, cuando vuelven a reconciliarse... por azar, por una noche: Gonzalo muere el día siguiente.

Fuente:

Escobar, Eduardo. Gonzalo Arango. Bogotá, Procultura, Colección Clásicos Colombianos, nº 7, 1989.

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