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Gonzalo

Por Jotamario Arbeláez

Hace 35 años que liquidó su existencia Gonzalo Arango en un accidente de carros. Cuando lo conocimos, lo primero que nos llamó la atención fue su palidez cadavérica, su larga melena grasienta, sus uñas de luto, su gabardina gris con un ascua de mugre bordeando su cuello, el fulgor demoníaco de su mirada y la expresión de su pensamiento que rajaba las mesas. Acababa de fundar el nadaísmo, la última esperanza de sobrevivirse, ya que había pasado por las verdes y las maduras en este mundo desvirolado. Estuvo a punto incluso de ser linchado por las turbas enardecidas del 10 de mayo por pertenecer a la tercera fuerza del general derrocado. El muy ladino, queriendo tomarse el poder para empezar, escribía las consignas y manifiestos del terrateniente general. Pero para algo se hicieron los retretes para señoras. En uno de ellos, en medio del efluvio de tanta nalga perfumada de secretaria, pudo preservar la verticalidad de su calavera, y escapó al Chocó con El ser y la nada a salvo, y La náusea por añadidura. Allí, a la orilla del río Atrato, se compenetró en tal forma con el filósofo dinamitero de la Francia libertaria que hizo un pacto con el diablo que cargaba en sí mismo y se prometió conducir a la juventud por los caminos de la perdición redentora.

Si Gonzalo fue nuestro profeta, Sartre fue nuestro Alá, y el primer nadaísmo se nutrió con Las moscas y Las manos sucias. La mayoría no teníamos aún 20 años y, como decía Paul Nizan citado por Sartre, “no permitiré que se diga que esa es la edad más hermosa de la vida”. Íbamos contra el mundo para enterrarlo, declararlo difunto y colocar un ramo de ortigas sobre su féretro. Había la amenaza nuclear, los vestigios de la violencia que nunca se extinguió en Colombia, y sin embargo cierta literatura peor que rosa se empeñaba en mostrarnos este mierdero como el mejor de los mundos vivibles.

El país que no había sido salvado por el Sagrado Corazón de Jesús se salvó por el nadaísmo. Así fueron entrando la minifalda, las larguísimas cabelleras, los cantos de protesta, la literatura fantástica de compromiso, los curas guerrilleros, los transformistas, la marihuana en los hogares, toneladas de cocaína en el mismo barco que el ‘profeta’ había bautizado frente al ‘poeta de la acción’ intrépida, las ganancias ocasionales, y un gran sentido del humor en los épicos atentados contra el sistema. Una vez cumplido ese paso, no fue que echáramos pie atrás cuando recorriendo los paisajes alucinógenos que nos fueron otorgados como premio por nuestra virulencia contra la prosa del comercio, del trabajo avasallador y del consumo masivo, “la realidad encantada” fue en nosotros y así tuvimos la vislumbre divina sin darnos pena, los contactos extraterrestres sin que pueda acusársenos de complicidad con el enemigo, las experiencias mediúmnicas con habitantes de otros planos, la copulación de los ángeles y un espléndido sentido publicitario que nos ha permitido hacer de nuestra gaseosa ideología algo tan fabuloso y tan enigmático como la fórmula de la Cocacola helada.

¡Qué se dirán Sartre y Gonzalo ahora que se encuentren en el imperio vasto de la ‘nada’ concreta? ¡Qué se dirán este par de ‘muertos sin sepultura’? Imagino a Gonzalo abriendo ‘la puerta cerrada’ para que pase su maestro, mostrándole a Sartre su cautivo, el demonio amarrado a su trono, vendado de espaldas al fuego perpetuo. “Lo tengo secuestrado —dirá Gonzalo— hasta que este tirano cancele sus compromisos incumplidos con la humanidad, y a mí me permita cinco minutos de vida a cambio de esta eternidad tan gélida para volver a la tierra el polvo que era”.

El existencialista francés torcerá la mirada, tal vez esboce una sonrisa, haga ‘tsh tsh’ con la lengua contra los dientes, mueva la cabeza a diestra y a siniestra, y repita la frase que lo hizo famoso en el cielo y la tierra cuando pensaba: “El infierno son los demás”.

Fuente:

Periódico El País, Cali, martes 27 de septiembre de 2011.

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