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Gonzalo el Simbad

I

El mar no es como lo pintan los poetas. Si dice que es hermoso y azul como los ojos de la amada, sencillamente es un mentiroso. Y estoy seguro que ese tal poeta no sabe del mar sino por las postales a fotocolor o por el hechizante espejismo que reverbera en la playa.

Pero el mar de los marinos es un mar siniestro, no lírico sino apocalíptico.

Conocí su dimensión aterradora en una aventura que duró diez días en los que alterné las emociones más fabulosas con las más desgraciadas. Una odisea de gloria y espanto, y no me arrepiento ni un milímetro de espuma.

Operación Unitas

¿Sabe lo que es la Operación Unitas?

Yo tampoco.

Es algo así como unos barquitos que juegan a la guerra en la paz, para que los rojos y los barbados no perturben con su orquesta de hoces y martillos el sueño dorado del Tío Sam. En otras palabras, es un picnic de alta mar donde Estados Unidos hace de Ulises, y Suramérica de grumete.

El hecho es que había una invitación de la Armada para ir a Puerto Rico, y como don Camilo no puede darse el lujo burgués de perder el tiempo en «aventuras bélicas», me cedió el camarote.

—¿Qué condiciones? ¿Qué debo hacer?

Nada, ir. Era todo lo que se me exigía. Y si me interesaba la maniobra, escribir unas crónicas para la revista.

Pero no tengo papeles, pasaporte, ni un miserable dólar. No Importa. Lo importante es que esté mañana a las 9 en El Dorado para tomar el jet rumbo a Cartagena. El barco zarpa a las once, y no esperan ni a Nuestro Señor Jesucristo. Así lo hice.

El capitán Morales nos despide en el aeropuerto. Allá encontré a Nereo y Arturo Navas, igualmente tripulantes de este sueño fantástico hecho real en el decolaje del HK-Ciento Muerte que 50 minutos después me haría despertar sobre las aguas espejeantes del Caribe.

No salía del estupor; por primera vez en mi vida iba a montar en un barco y conocer un país extranjero: ¡fascinante aventura!

ARC Antioquia

Llegamos a las 10 a la base naval donde están anclados los barcos. Un teniente dividió la tripulación de la prensa en dos barcos; el Antioquia y el Padilla. A mí me asignaron el Antioquia no sé si por azar o como un homenaje para que me sintiera en casa. Mi compañero de camarote fue Arturo Navas, colega de Cromos, a quien sólo conocía fugazmente, pero que resultó mi salvavidas en alta mar, pues lo que me esperaba no estaba escrito. Iba feliz de embarcarme, con la idea romántica del mar que los poetas pintan de saudades y color rosa para sus amadas terrícolas.

En la Cámara de Oficiales nos presentaron media docena de marinos más pulcros que gaviotas:

Capitán Díaz. Callado, introspectivo, el aire del mar ha tallado su figura de almirante (algún día lo será).

Capitán Uribe. Un humanista del mar, efusivo, inteligente, de una sólida cultura literaria, también con aire y méritos de futuro almirante.

Capitán Guerrero. Comandante del Antioquia, marino juvenil, experto, bajo su timón cruzaríamos el Atlántico en las más desapacibles tormentas. Me decía «tigre» y eso me gustaba porque me daba valor para resistir el zarandeo de la muerte.

Capitán Martínez. Segundo comandante, transparente como el aire, de una bondad luminosa. Me prestó diez dólares para comprar bluyines en San Juan.

Capitán Polanía. Silencioso, inolvidable, profunda calidad humana. Sus camaradas le dicen en broma «Capellán», por su aire taciturno y solemne.

Capitán Jaramillo. Ex edecán del presidente Lleras, apuesto, refinado, legible como un libro abierto.

Teniente Fabio Arepa. Una mezcla de marino y filósofo folclórico, así apodado cariñosamente por ser paisa. Cuando se empaca unas copas en puerto, su pensamiento vuela como una bandada de patos salvajes. Es el último moralista que le queda a Colombia.

En fin, todos, desde el comandante hasta el grumete, una familia unida, fraternal, las fuerzas navales del corazón, el honor, y el más intenso amor a Colombia.

Con este grupo de compatriotas en que la amistad me brindó todos los dones, y la piedad todos sus consuelos, levamos anclas bajo un sol que sacaba chispas a los cañones y un cielo azul embanderado.

La banda de la Armada nos despidió con un himno y el barco se deslizó furtivamente en las aguas centelleantes de la bahía, a las órdenes del comandante que decía: dos nudos estribor… proa latitud norte… Y así nos alejamos del puerto con el corazón proa a la aventura, hecho un remolino de emociones que fluctuaban entre la nostalgia de la dulce tierra colombiana, y las insondables sorpresas del mar.

El comodoro

A mi colega de alta mar, Arturo Navas, debo consignar en este relato mi gratitud sin orillas.

Resulta que este Navas es un periodista con alma de grumete. Sólo nos hicimos amigos a bordo. Su mayor orgullo intelectual es haber navegado 20 mil millas, y posee la estrafalaria virtud de no marearse. Cada año es invitado inefable de estas operaciones, y es la novena vez que se embarca. Su gran felicidad en la vida es navegar, y su máxima aspiración es que la Armada le dé algún día una medallita de hojalata por sus servicios distinguidos de cronista naval. Ese homenaje sería para él más honroso que el Premio Nobel. Si no lo logra, este comodoro sentirá que su vida ha sucedido en vano, y sería capaz de meterse de grumete a los cincuenta años, con tal de ser condecorado con un ancla simbólica. En San Juan estaba desolado por no tener plata para tatuarse una Nereida tricolor en el pecho. Tal es su amor a la marina que cuando la tragedia y hundimiento de la Fragata Padilla, lloró lágrimas de cocodrilo huérfano, y en vez de escribir las crónicas para el periódico se emborrachó quince días en señal de duelo, por lo cual fue declarado cesante.

Estas cosas tiernas y humanas me encantaron del comodoro, y le perdoné, por contraste, su gris intelectualismo santafereño.

Como el comodoro conoce al derecho y al revés los dédalos de la marinería, sus navíos, sus tripulaciones, me introdujo en sus secretos. Me advirtió, para iniciarme en mi carrera de lobo de mar, que en el barco yo podía hacer todo, menos sentarme en la silla donde se sienta a comer el comandante. Fuimos a la cámara de oficiales y me la señaló:

—Nadie más puede sentarse aquí, excepto el presidente de la república y Jaime.

—¿Quién es Jaime?

—El almirante Parra, mi amigo.

—Comprendo.

Dimos un paseo por el barco: me explicó que eso de adelante se llama proa; lo de atrás popa; que la longitud del navío se llama eslora, y el ancho manga; que nuestro ARC Antioquia mide cien metros de eslora y diez de manga; que a la derecha se dice estribor y a la izquierda babor; que esas cuerdas para atar el barco en los puertos no son lazos sino cabos; que lo que se mueve allá arriba como una veleta es el radar; que este poderoso reflector se usa para dar señales luminosas en lenguaje morse; que esas banderitas se izan y es otro sistema de comunicación entre los navegantes; que este aparatico en forma de media luna sirve para medir distancias entre dos barcos y se llama sextante; y que este falo metálico se llama cañón y se usa para abatir los aviones enemigos, ¿entiendes?

Digo que más o menos y que me explique lo que significa ARC. Y él dice jubiloso: «Muy interesante tu pregunta, querido chato: eso significa Armada República de Colombia».

—Muy bien, comodoro; ahora enséñame a distinguir a un teniente de un capitán, no sea que de pronto meta la pata.

—Eso es elemental; basta que mires la insignia, el rango: dos rayas es teniente, tres rayas es capitán. Aunque los hay de diversos grados: de corbeta, de fragata, y de navío. Pero no te compliques la vida con eso, guíate por las rayas solamente, y recuerda: si dos, teniente; si tres, capitán; es infalible.

¿Y los generales?

—De eso no tenemos en la Armada, mi querido chato: aquí el único «general» es Jaime.

¿Quien es Jaime?

—El almirante Parra, mi amigo.

Ah…

—Te lo presentare en Puerto Rico, él viaja en avión y allá se embarcará con nosotros al regreso. Un tipo extraordinario, como verás, se puso la mar de feliz cuando le conté anoche que te embarcarías con nosotros.

Ajá…

—Ahora vamos a quince nudos de velocidad, eso equivale en kilómetros más o menos… déjeme ver, un nudo… ¿cómo es la cosa? ¿Cuántos kilómetros da un nudo? Por el momento se me escapa, en todo caso es una velocidad notable, si consideramos que un buque que desplaza 50 mil toneladas de…

Por Dios, comodoro, el baño…

—¿Te sientes mal?

Voy a trasbocar.

—No te molestes, hazlo por la baranda. Es lógico, sucede siempre. A mí nunca me sucedió, ni siquiera la primera vez. Como comprendes, en mi juventud amé el mar, pero sólo en la madurez lo estoy disfrutando; una especie de vocación tardía, si me permites expresarlo así.

Cuatro días a bordo de la náusea

La cosa se vino sin pedir permiso y no alcancé la baranda. Menos mal, pues abajo laboraba un grupo de grumetes. Me derrumbé al pie de un cañón en un espasmo de agonía interminable, zarandeado por las bruscas oscilaciones del barco que rompía olas de tres pisos alcanzándome su chispero salado. Mi cara aplastada contra esa mole de acero con su capa de aceite viscoso herrumbroso. Santo Dios, mándame la muerte de un tiro, que diablos hago aquí en este terremoto de agua, mamá mía, por qué no estoy en mi camita durmiendo, soñando reptando sobre un bichito de capul bajo una palmera en las somnolientas playas de La Boquilla, fabricando con mi amor castillos de arena, corazones flechados, besos ardientes, sed con limonada y trocitos de hielo; escribiendo mi nombre arriba del ombligo de tu piel con espuma imborrable y un laguito de sudor salado en tus senos para que nade Isabelita cada vez que pronuncias la palabra amor; en la playa tiemblo como el pez eléctrico, como ahora todo mi cuerpo tiembla de espanto por la ira de Neptuno que arroja sus maldiciones, sus centellas de agua en mi fangosa conciencia, mis oscuras nubes racionales que me tapan la faz de Dios, la mirada que me busca sin verme perdido en esta constelación líquida, sin meta, sin horizonte; oscura, oscura, oscura sin razón mi linda patria de jugo de naranja, dulce tu boca de miel, mis labios de colibrí melando de flor en flor sin detenerme en ninguna, en vez de estar echando el alma por la tripa y oyendo a este cretino comodoro racionalizando el viento, las tormentas, el siniestro milagro de los mares amotinados en sus arcanas profundidades en guerra, contra el abismo del pensamiento, del cielo, de mi imposible salvación eterna, inconvertible en nudos de kilómetros, en siglos en la fastuosa memoria de los besos fugaces y mortales, que Deteo nos cobró en venganza de nuestra dicha en el Pacífico; ¡oh amor! ya imposible para el incendio de la sangre y las bendiciones…

Ahí sigue el comodoro al pie de mi agonía reduciendo sus malditos nudos mientras yo me desintegro en el asco.

—Te voy a traer un caldito de pollo y un sándwich.

—No, por los clavos de Cristo, llévame al camarote o me le tiro al primer tiburón que pase.

—El maestro mareado, ¡que maravilla! Voy a tomarte una foto para que la enviemos de regalo a Camilo.

—Oye, hijo de perra, te voy a hacer tragar esa Kodac como un erizo.

Finalmente me ayudó a reptar por un laberinto de máquinas y camarotes, la frente perlada de sudor, más blanco que el lirio de la mañana.

Al cabo de varios kilómetros o siglos llegamos a lo que posiblemente era mi camarote o no, lo mismo daba. Me tiré en la litera de metro y medio bajo otras tres por encima de mis ojos, un cielo raso de alambres que chirriaban peor que cama de resorte en luna de miel, y donde yazgo como un costal de carne mareada, putrefacta, pues esta litera es mi tumba y de aquí no me sacan hasta el Juicio Final.

Cierro los ojos y hago la noche en mí y en el resto del mundo.

No sé cuántos días han pasado hasta este momento en que me despierta el comodoro para indagar por mi mareo, y de paso invitarme a que subamos al puente a contemplar la luna.

Digo que la luna me importa un chorizo, que el mar es una rellena podrida, que si esta chatarra no se hunde pediré asilo político en Puerto Rico con tal de no volver a montar en esta lata de buque.

El comodoro, muy alarmado con mis blasfemias a los barquitos de la ARC, me ofrece un caldito de gallina, una cerveza Karla, un cigarrillo, y hasta los originales de su libro Fantasía en negro para que me distraiga y le dé mi «sincera y autorizada opinión».

Si el comodoro se empeña en traer su libro, creo que voy a vomitar hasta la silla turca. Por lo cual le suplico que sea bueno, apague la luz, y vuelva mañana por mi cadáver.

—Te informo, mi querido chato, que vamos a 25 nudos, el barco parece un pez volador, y tenemos un chirriadísimo «Mar 4». ¿Sabes lo que es un «Mar 4»?

Okay, almirante navitas, ya basta, por Dios.

Me desea buenas noches y se va.

Al fin solo. Me pregunto qué será «Mar 4». Como no sé, ni me interesa, pienso que es un mar cuatro veces cochino. Eso es.

II

No sé cuanto llevo navegando.

El tiempo del mar es otro tiempo; no se mide en horas, sino en esperas. O mejor, en desesperaciones.

Qué nostalgia tengo de ver un árbol, una mujer, el color de una naranja. Si estuviera en tierra, besaría la llaga de un leproso, a mi peor enemigo. Pero esto pasa aquí sin esperanzas, en un tedio moral.

Esta mañana vino el enfermero a ver cómo amanecí. Le digo que un asco.

Dice que tengo que comer o la cosa irá peor. Que sino como me deshidrato.

Le digo que no tengo ni tris de apetito, que la lengua se me secó como un alpargate, que todo me sabe a hierro viejo. Se empeña en ponerme suero para revivirme un poco. Digo que no, que al diablo.

Predice que entonces estaré perdido. Digo que no importa. Me suplica pero soy implacable, no me dejaré pinchar. La aguja se saldrá del pellejo cada dos minutos por la oscilación y dolerá una barbaridad. De sólo pensarlo me mareo otra vez; cielos y rayos.

El enfermero, tiernamente furioso, se va y trae un frasco con un líquido lila, echa veinte gotas en un vaso de agua, y me hace beber el brebaje a los trancazos. Sabe a cobre azucarado y agua podrida; vomito.

Nada qué hacer, enfermero; soy un caso perdido, un paciente sin remedio. Se va desilusionado. Sé que lo único que puede hacer por mí es rezar un Yo Pecador.

Más tarde viene el teniente Fabio Arepa a darme los buenos días en nombre de la tripulación, y con un solo ojo le digo que pasé una noche de perros. Vuelvo a cerrar el ojo.

—El comandante lo invita a recibir un poco de brisa en el puente; es muy bueno contra el mareo.

Gracias, teniente, no soy capaz.

—Haga un pequeño esfuerzo.

Es inútil. Díganle al comandante que gracias, y que pare el buque en el primer terronero que encuentre, aunque sea en Haití. Yo me bajo.

—No se desanime, amigo. En el mar el tiempo pasa volando como las gaviotas. Pronto estaremos en San Juan.

¿Cuánto falta para eso, mi teniente?

—Tres días exactamente.

De aquí a eso seré cadáver.

—No sea pesimista, paisano. Usted es un escritor valiente.

Gracias, pero este mareo nos está saliendo en verso, mi teniente. Dígame: ¿cuántos días llevamos navegando?

—Uno.

¡Virgen del Carmen, un día!

Así que «el tiempo vuela como las gaviotas», ¡ja! Este Fabio Arepa debe ser poeta o relojero.

El comodoro vino muy peinado y afeitado a echarme una mirada, pero no le abrí ni un ojo. Olía a esa loción verdecita que nos regalaron en el aeropuerto (muestra gratis). Me contempló un rato, desolado. Dijo «pobre maestro», y se fue.

A medio día vino el comandante en persona y me sacó físicamente de la litera. Primero, me invitó a subir al puente: negativo. Segundo, me aconsejó subir: negativo. Tercero, dio una amistosa orden militar, y como donde manda capitán… Con la ayuda del Ángel de la Guarda me amarré los zapatos, pasé por el baño, me eché un puñado de agua en la cara, y subí tres escaleras… Allí estaba el cochino mar: fastuoso, cruel, impensado, la anonadante inmensidad. Y nuestro barquito embistiendo como un piojo las crestas de este monstruo que si fuera sensible sería odioso, como para hacérselo tragar al peor enemigo, o a la pandilla soñadora de sus adoradores platónicos, los poetas.

Por mi parte, oh mar, sólo pido tres días de plazo para denunciar al mundo tus siniestras traiciones.

El comandante pidió que me trajeran un sándwich de carne que duré tres horas en comer, con la cabeza apoyada en la baranda, y los ojos fijos en el infinito.

Si en este instante el diablo me propone jugar mi alma por un minuto de tierra con paisaje, se la habría apostado mil a uno. Pero el diablo no es bobo: su reino es del fuego.

Tampoco este mar es mi patria: es el destierro. Y todos mis pensamientos son de barro, de árboles, del cuerpo de la amada.

Seis de la tarde

Doy un paseo por la proa con Nereo que hace su primera salida a la brisa, pues también ha pasado con la cara en el tarro. Perdió su encanto fotogénico. Nos consolamos mutuamente y hacemos un pacto terrícola de no volver a pisar el mar sino en la playa, y eso en compañía de lindas Nereidas.

Charlamos un rato con los grumetes que acaban de comer. Gente estupenda, puro limo del pueblo. Algunos se embarcaron por primera vez y el mar les ha dado duro. También se han mareado. Pero ellos tienen que trabajar, debe ser terrible.

El grumete gana sesenta pesos al mes. Como es lógico, está en la Marina por idealismo, es un romántico. Casi todos tienen mujeres y símbolos tatuados en el cuerpo, en colores. Un tatuaje cuesta según la figura y el tamaño, entre 5 y 50 dólares. O sea, deben ahorrar la paga de varios meses para tatuarse en la primera salida al mar.

Todo grumete que se respete tiene un tatuaje o no será completo marino.

En general, son muchachos inquietos, inteligentes: para ingresar a la Marina se exige haber cursado tercero de bachillerato. Incluso, hay poetas a bordo.

Con increíble sorpresa me enteré que han leído mis libros, mis artículos de Cromos, y saben tanto como yo la historia del nadaísmo, sus peripecias. Uno de Cali me preguntó por el Festival de Arte; otro tenía las canciones de protesta de Gallinazo y bailaba al son de este ritmo de balacera. Uno se sabía de memoria el poema «Oración», de Eduardo Escobar.

En vista de las afinidades literarias, los grumetes del ARC Antioquia fueron mis crepusculares discípulos en mis errancias peripatéticas de proa a popa, y aquí les mando un centenar de abrazos.

Nereo, por su lado, tiene también su hinchada, y lo rodean con entusiasmo. Traen sus Kodaks y le piden explicaciones, consejos, que el gran fotógrafo se toma la paciencia de exponer en un lenguaje práctico tipo Chambacú.

El mar brisa y se enfurece. Una ola de babor empapó varios marineros. Subimos al puente a echar pupila. A un kilómetro detrás viene el Almirante Padilla saltando olas como un caballito. Su proa desaparece completamente, se pierde como si fuera no más un pato zarandeado por un turbión. Una montaña de agua y tiniebla borra al Almirante. Anochece…

Al comandante se le ocurre la idea siniestra de tener apetito y me invita a comer. No hay más remedio.

La comidita es modesta pero cariñosa. No soy exigente. Lo que pasa es que esto no provoca con mareo. En un esfuerzo supremo me senté a la mesa para hacer honor a la culinaria del ARC pero con la primera cucharada de sopa la taza saltó mesa abajo empuercando el mantel. Pedí perdón a los oficiales, pero la culpa era del cochino mar que se puso bravucón, oleando de babor a estribor, bramando como loco apocalíptico.

El parlante dio la orden de cerrar las compuertas y no salir a cubierta. Quedamos cautivos.

Después del accidente de la sopa no tuve aliento de comer ni de bajar al camarote. Los pies me alcanzaron escasamente hasta el sofá y me derrumbé. El corazón latía como un cañonero.

El capitán Uribe, antes de salir, calculó por los cimbronazos del barco que estábamos navegando en un «Mar 5».

Dentro de este escalafón del terror, «Mar 1» es manso como en las bahías. De ahí en adelante, hasta 7, se clasifica por su grado de tenebrosidad y violencia. Mar 7 es el ciclón, la cima de la turbulencia, el abismo desencadenado que puede partir en dos un barco con la sencillez con que un cuchillo corta una bola de nieve.

Esta noche estamos a dos grados de la catástrofe, es macabro.

Ahora recuerdo: el capitán Martínez al salir de Cartagena me entregó una tarjetica de a bordo donde me asignaba, «en caso de emergencia», la lancha numero 4, y me explicó teóricamente lo que debía hacer, pero no le entendí o ya no recuerdo, y me da lo mismo que esta coca se sumerja o que una ola nos mande de un zarpazo a los infiernos. Es lo que deseo, además: hundirme en la inconsciencia submarina, nadar eternamente en los oscuros dominios de Poseidón.

Ni siquiera tengo miedo, eso no. La naturaleza de este pánico anula la psicología, borra los limites entre la vida y la muerte, el instinto de la supervivencia. Me importa un pito poner a salvo este montón de carne nauseabunda, mi osamenta. Nada vale la pena: ni Dios ni yo, ni la tierra ni el cielo. Por lo tanto que vengan las maldiciones, los maremotos, los ciclones, el diluvio y rompa nuestra Arca Antioquia en mil pedazos y nos sumerja en el seno madre de la nada. Sí, que venga la dichosa muerte y nos sepulte en la liquida eternidad, el feliz olvido de no ser en esta noche sin memoria, sin esperanzas, sin ti amor mío, monja de insondables distancias, de terror en mi carne, de sed sin deseo en mi alma muerta, sin nosotros mi pobre niña, ¡solos para siempre!

Al otro día

El comodoro madrugó a tomar café. Su repugnante loción me entra por la nariz como un mal agüero. Esa loción me revuelve las tripas, no sé si por el color bilis-verdoso, o porque la matutina limpieza del comodoro me despierta unos celos del demonio, una envidia criminal. El maldito tiene agallas de pez. De mil amores le cambiaría mi cerebro por su hígado. ¡Que humillación!

Al verme hecho un ovillo sobre el sofá, me conduce por entre este calvario de acero hacia mi sofocante tumba subterránea, la litera. ¡Que Dios lo bendiga!

Resumiré esta noche de espanto diciendo que si no morí, fue simplemente porque ya estaba muerto.

Duermo todo el día.

La cenicienta del Caribe

Al cabo de 50 horas de mareo no queda nada en las tripas, ni siquiera tripas. Subo al puente del comandante.

Milagrosamente el mar se apacigua frente a las costas de Santo Domingo, y empecé a revivir. Una pausa para los goces del alma y el éxtasis del mar que la luna platea con un lamparazo formidable.

Me dejo mecer por la dulzura del desapego y la cálida indiferencia del cielo.

A lo lejos se divisa el faro de Isla Mona, entre Santo Domingo y Puerto Rico: es la ruta de los barcos que vienen o van para Europa. Era grato descubrir en la noche estas diminutas inmensidades flotantes, por las que se sentía una especie de solidaridad silenciosa. Nos lanzaban sus fogonazos de morse para advertirnos su presencia. El «señalero» del barco respondía su mensaje con un nervioso centelleo rojo. Luego pasaban, se alejaban, se perdían en el infinito. El corazón, en secreto, les decía adiós.

En estas costas que no se ven pero se adivinan, el mar tiene un aroma de dulzura que respiro a todo pulmón. Ese aroma no es para los sentidos, sino para el alma; es el presentimiento de la dulce tierra de Cuba, que me colma con la más deliciosa embriaguez.

Cuba: la boca se vuelve azúcar y poesía.

Me siento soñador esta noche. El cielo invita a fumar en la proa, solo, y dejo errar mis pensamientos hasta La Habana, donde los poetas están haciendo revolución en el arte y en la vida. Quisiera estar allá compartiendo su lucha, sus esperanzas, su terrón de azúcar racionado.

Sueño, claro está. Sé que Cuba esta lejos de este barco, pero pienso que sería estupendo que vinieran los submarinos cubanos y nos pusieran manos arriba, y nos llevaran a dar un paseíto por «Fidelandia», o mejor, por «Fidelpatria».

Rezo a los planetas a ver si perdemos el rumbo, si se ponen a delirar de dicha las brújulas y los sextantes, si Fabio Arepa se vuelve marxista-leninista de repente…

Pero deliro, no hay cosas visibles en este amanecer frío, y mejor me voy a dormir para no soñar y olvidar que soy «poeta de guerra» de la Operación Unitas donde participan los países de América menos Cuba.

El sol se levanta, me reconcilio con el mar. Después de todo, el poeta Rimbaud tenia razón: «La eternidad es el cielo unido al mar».

III

A la monja.

La soledad es como un barco que se hunde.

El ansia de llegar a puerto se ha vuelto una obsesión casi neurótica. ¿Existirá una enfermedad que se llame «marfobia»? Si no existe la acabo de inventar: eso es lo que tengo.

Definitivamente no seré nunca lobo de mar: si acaso, un modesto corderito.

Las algas flotan en torno a nuestro barco: es el indicio que salvó a Colón de convertirse en menú de tiburones aquella mañana de octubre, ante la marinería de rufianes amotinados. Es evidente que no se mueve una ola al azar, sino para engendrar nuevas olas y forma oleaje: lo mismo en el mar que en la historia humana.

Una gaviota perdida ronda en torno del radar: es el presagio de tierra.

Diario de proa

Duermo en una pequeña litera sin espacio para un recuerdo, ni siquiera para pedir socorro. Mareado todo el tiempo, desintegrado. Y si te atreves a desafiar lo imposible y desear un cuerpo amado, viene el diablo y te lleva, viene la tentación de esa locura carnal y te enloquece.

Ese mareo en los sentidos, en el pensamiento, no cesa; arruina mi poesía. Sin un pajarito en el cielo, sin una hoja, sin un ramito de olivo para sentir otra vez que eres un terrícola de la tierra del pan y la sed. Sólo agua. Agua, más agua, abismos de agua, siglos de agua, eternidad de agua, y la boca se te vuelve ceniza… ¡Es desolador!

Mar: desierto de agua: olvido de la memoria.

La más insignificante partícula de vida —dijo el poeta Maiakovski—, es más valiosa que todo lo hecho por mí y por todos.

Era un pensamiento bello, exaltador, en la ciudad psicópata. En el mar me anonada. Este monstruo saquea mi alma. Soy apenas una partícula racional, ni siquiera de vida. Mi ser se lo tragó el océano.

Hay que abonarle al mar su poder pacificador de limpiar la neurosis del alma.

El marino es, por virtud de su naturaleza, de su oficio, un espíritu idealista, un hombre de corazón generoso, y además pacífico.

(No se lo digamos a los chinos, ni a los ecuatorianos, pero nunca pude imaginar al teniente Fabio Arepa o al «Capellán» Polanía cañoneando al enemigo. Esto no significa que el «enemigo» se pueda permitir el lujo peligroso de atacarnos, pues si se trata de amar y defender la patria, no hay nadie más dispuesto al sacrificio que estos compatriotas).

Un marino como Fabio Arepa, nunca será un marine. Colombia es gran pueblo moral, amasado con tierra de fuego y soplo de paz.

Estoy orgulloso de mi país: está destinado a ser en América una gran potencia del alma.

El fotógrafo Nereo amaneció furioso porque todo se mueve en este barcazo menos su estomago. Hace tres días que no va al water. Sostiene la teoría del individualismo estético en el baño como en la cama. El problema es que a Nereo le gusta filosofar en el retrete, y aquí es imposible. A bordo todo se hace de afán y colectivamente, pues no hay tiempo que perder. Están excluidos los lujos burgueses, incluso el de filosofar en el retrete. Esta mañana pasó por mi camarote a ponerme la queja de su estreñimiento: echaba chispas contra la vida marinera. Lo consuelo diciéndole que yo ando en las mismas, pero que pronto nos desquitaremos en San Juan.

En ese momento el parlante dio orden de «formar guardia», lo cual significa que los oficiales ya terminaron su aseo matinal, y que el par de retretes colectivos que nos asignaron están disponibles.

Nereo se va como una flecha echando rayos y juramentos. Le deseo éxito.

Media hora después regresa cantando un vallenato de Escalona y gritando ¡eureka, eureka! como si acabara de ganar la batalla de Boyacá.

El comodoro no tiene problemas intestinales: todo le funciona a todo vapor, hasta sus tripas responden al ritmo inefable de la navegación. No hay nada que hacer. Es un lobo.

Si el mar no es tan «celeste» como lo pintan los poetas, tampoco los marinos son tan «blancos» como lucen en tierra. Esta blancura es solamente su imagen social.

Dentro del barco, la actividad marinera es terrible, aparatosa. Desde el comandante hasta el último grumete.

Existen tres turnos diarios de a cuatro horas, el tiempo justo para rendir un esfuerzo eficaz. En suma, trabajan doce horas y descansan el resto. Es una tarea agobiante, disciplinada.

En la sección de maquinas y calderas, el calor es endemoniado. El personal se deshidrata, sus ropas empapadas como si salieran del baño turco. Ingieren sal para compensar la pérdida de no sé qué sustancia vital en el organismo. A esa temperatura se pueden freír huevos. Ni condenado pasaría un día en ese horno dantesco.

Y sin embargo, esos jóvenes se encierran años y años en esa tumba sudante para ascender un grado y coronar una carrera, con una devoción y sacrificio que lindan el heroísmo. Los admiro sin límites: son héroes anónimos realmente.

Dotados para resistir como caballos de fuerza. Pero su coraje es también del alma: la invencible fuerza de su ideal.

Y así son todos, cada uno en su puesto de «comando» curtidos por el sol y las penalidades de abordo que soportan con un estoicismo épico.

Sólo cuando desembarcan, al final de la «aventura», lucen como gaviotas. Es el plumaje externo del «lobo».

Ayer tarde, al pensar en Colombia, fue un pensamiento dedicado a mi generación. He dejado planteada la crisis del nadaísmo. ¿Cuál será el próximo paso? No sé. Este barco no es adecuado para pensar soluciones. Aquí las ideas son fugaces, espumosas, sin consistencia.

Alternativa: ¿revolución de balas, o de baladas?

No se puede elegir intelectualmente.

El tiempo y la vida nos empujarán a asumir los compromisos ineludibles con nuestra poesía de pan y girasoles.

Eduardito presiona para «arrevolverar» el nadaísmo sin perder más tiempo en palabras. No es tan sencillo.

Hasta hoy, el nadaísmo ha sido una revolución empedrada de pétalos, un jardín de flores explosivas, violentas. Pero los «jardineros» están hartos de este jardín florido, cuyas flores estallan sin matar la raíz de la eterna injusticia del mundo. La belleza sola no basta para existir en un mundo tan feo.

Por lo tanto, el problema esencial del nadaísmo es dar «el paso a la acción»: alternar la adoración de la flor con el rifle.

O sea, explosión de flores y rifles en el jardín nadaísta. Revolución de sueños armados, no acostados.

El nadaísmo clama por tierra firme desde las mareadas y desesperadas profundidades de su naufragio.

Volver a Colombia a darle pies y cabeza a este monstruo y un camino para salir del laberinto.

(Tarea nada fácil meter un poco de sentido en este manicomio: que Dios me ayude).

Noche estrellada

En proa, de cara al cielo. Mi vida se ve de aquí como un cuento idiota, sin importancia. El mar inspira un sentimiento de humildad, de casi total indiferencia ante el mundo. Toda conquista es vana, espuma de gloria. Este desapego me libera de la muerte, del peso terrible del destino. Ahora mismo podría desaparecer sin remordimiento. ¿Por qué no? Todo es azar, contingencia, un salto al vacío. Irresistible tentación, atraído por el hondo y cálido sexo del mar, tumba de los dioses y las eternas desesperaciones del hombre.

Feliz, irresponsable de no ser más un «yo» frente a Dios, un pez ateo perdido en la compleja red del universo. De este cataclismo absurdo sólo salvo la mujer, la promesa de su oscura ternura sexual, más bella que todas las rendiciones.

Nada más tiene importancia fuera de la brisa brusca que me despeina. Mi pensamiento nada en el cielo vacío, náufrago sin esperanza y sin Dios.

«Tú en la soledad de los espejos
Yo en la soledad de tu vida». ¿Recuerdas?

«Mi pobre amor, mi dulce amor, mi amor perdido,
dentro de mí te llevo como un pájaro yerto…».

Relevo de guardia

Bostezos trasnochados y perezosos. Me doy los buenos días con mis compañeros de camarote, seis tenientes que llegan al lecho tibio o lo abandonan.

El comodoro en calzoncillos ronca en su litera, lo contemplo: parece un niño barbado. Quisiera despertarlo para contarle que estoy hecho un Ulises, que pasé la noche en proa fumando y meditando. Eso lo haría feliz, pues esta empeñado en mi «conversión» a la marina, en que me vuelva un marino de corazón: «Jaime estaría encantado», se la pasa diciendo.

Pero me arrepiento y lo dejo dormir como una lechuza, pues recuerdo que estoy amenazado de leer su Fantasía en negro, lo que me haría volver el mareo, inexorablemente. A pesar de todo quiero al comodoro, y hasta le perdono que apeste a loción nuestro acolillado y marlborizado camarote.

Ahora que recuerdo: tengo barba de tres días y no me he bañado desde que me embarqué en Cartagena. Sin duda huelo a pirata. Está bien, me gustan los piratas, eran grandes poetas en el odio lo mismo que en el olor. No olían a loción como el comodoro. El comodoro no es pirata: es un intelectual como Aristóteles, o como el doctor Cabaric Briceño, nuestro jefe de redacción. Barti tampoco es pirata, aunque antes de salir para Cromos se lociona con dinamita.

En San Juan me pondré en regla con la higiene para pisar tierra y arrodillarme como el almirante, mas no para bendecirla sino para decir adiós al mar.

Las ensoñadoras aguas de Leteo me adormecen. Leteo, mar del olvido…

¡Cuando despierte será día de fiesta en San Juan! ¡Tierra otra vez! ¡La tierra!

Qué dulce y poética la palabra tierra, es femenina. Uno se cansa de decir hombre, barco, mareo, pensamiento, terror, teniente, capitán: masculinos de una pesadilla interminable: el mar.

Pero la tierra es una mujer, el despertar de esa pesadilla. Mar muerto, mar negro: la muerte es azul.

Yo creo que lo que da sentido al mar es el ansia de una mujer, la adorable tortura de soñarla. Si no fuera por las mujeres, sería tan idiota ser marino como pastor en el desierto.

Pronto esta ilusión será una sonrisa viva, deliciosamente turbadora, dolorosamente real en mi carne.

En una emisora de San Juan identifico la voz de Aznavour que canta por un transistor:

«Tus pestañas son un vuelo de golondrina pintadas por la luz marina»…

Sí. Todo está bien a bordo este amanecer, nuestro buquecito batiendo olas proa al alba que resplandece con sus tenues rosas y lilas en el horizonte.

Esperanza: fin del mar.

Palmeras: flores de aire y luz.

Mujer: sed y agua dulce.

Dentro de poco un océano me robará la patria: seré un extranjero. Es como si el corazón se abriera de par en par para invitarme a una loca aventura.

¿Podría sucederme algo más dichoso? ¡Imposible!

Lo que suceda está bien, aunque no tenga un dólar para ser feliz.

Te daré los días que no te amé, los besos que no te di, ¡mi tristeza marina!

¿Qué más puede dar un poeta?

Palmeras en fila india, fortalezas, castillos, rascacielos, todo bañado de sol bajo una tenue llovizna. Hemos llegado.

Por Dios, San Juan, ¡eres bella como una muchacha desnuda!

Gonzalo Arango

Fuente:

Reportajes, Vol. 2. Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, octubre de 1993, pp: 208 - 230.

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