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Cien años después de Macondo

A Consuelo y Hernando Molina

La leyenda reza: “Si bebes en las aguas del Guatapurí, te quedas en Valledupar; pero si te vas, volverás a Valledupar”.

Esta leyenda se hace verdad si uno bebe en la fuente más pura aún que las aguas del río: el alma vallenata.

Se aterriza en un pequeño aeropuerto de trópico subdesarrollado, vibrante de sol, bajo un cielo color de miel, de luz azul.

En el bar hierve el azogue a 36 grados. Una docena de flores encarnadas, girasoles, abren sus pétalos a la luz, excitadas y acariciadas por la virilidad solar. El placer dura hasta el crepúsculo, cuando las flores se rinden agobiadas por el goce que las fecunda.

Espléndida bienvenida que prepara los corazones para la embriaguez y el éxtasis: el cuerpo entra en su reino de sensaciones, y el alma en los dominios de la fábula.

Estoy por fin en Valledupar, un sueño que el presentimiento hizo real, más allá de lo imaginable.

Veinte mujeres lucen su belleza ardorosa, morena, que cautiva mi adoración a la más bella faz del sol. Han venido a decirnos “bienvenidos a Valledupar, sigan, están en su casa”, pero yo pienso: si esta es mi casa, entonces yo soy el sultán de las mil y una noches.

Estoy en el umbral de Macondo, reino de lo inesperado, en que lo único fantástico es la realidad.

Una valla de Pepsi-Cola ofrece al visitante este saludo en francés:

Bienvenu a Valledupar
Population 100.000 habitants
Temperature moyenne 29° C
Altitude sur le niveau de la mer 220 m
Bureau de turisme: Tel. 2275 Valledupar

La leyenda podría parecer snob, sofisticada y hasta detestable en otro aeropuerto, pero no aquí. El autor de la valla es un vallenato-londinense que estudió cinco años en Europa y parece un intelectual de la Sorbona trasplantado al pastoril siglo XIX que terminó el año pasado con Alfonso López Michelsen.

El joven economista sorbonés se llama Alvaro Castro, y ha querido rendir este humilde homenaje al espíritu, a la lengua de Pascal y Brigitte Bardot, que por un instante lo hace sentir en el aeropuerto de Orly, en París, capital del amor y de Francia.

Pero ahí está el periodista Hernando Giraldo echando chispas y maldiciones, abanicándose bajo un ventilador, protestando por las arbitrariedades del Creador al distribuir tan injustamente el frío y el calor de su soplo divino.

Para apaciguar su ira y nostalgia polar, Consuelo Molina le regala un abanico japonés y doña María susurra al oído de su hijo: “¡No seas malcriado! Hernandito, o no te vuelvo a traer a paseo”. Y él dice finalmente: “Eh ave María mamá, si este no es el infierno que me pintaron en el seminario, entonces yo soy una nevera Icasa”.

Y ella con dulzura: “Dedícale a Dios el calorcito”. Y él furioso: “Qué calorcito ni qué pan caliente, esto es la caldera del diablo, venga vámonos otra vez para Bogotá”.

Una comisión de mujeres que encabeza Fabiola Pimiento, la reina de belleza, conduce al sofocado periodista bajo un paraguas y lo mete a un carro antes de que tome el avión de Avianca que acaba de encender sus motores.

—Este Hernando es el temible Pedro Albundia —dice Rafael Castro aludiendo al personaje de La Piragua, una bella canción de José Barros.

A partir de entonces, el polémico escritor ingresó a la leyenda vallenata como “El Temible Pedro Albundia”.

Toño Murgas, jefe liberal y representante a la cámara, hace a Fabito Lozano los honores de “maletero”, mientras éste hace honor a Noé en la más pura tradición escocesa con una botella de Buchanan’s. El doctor Murgas, activo como un pajarito, revolotea junto a la bella ojos negros Myriam Socarrás, que por donde pasa deja un olorcito romántico que hace desfallecer al parlamentario. Nos vamos...

Me asignan un auto con cinco mujeres a bordo. Sudor de Afrodita, sabroso. Si empacara este sudor en frasquitos de perfume francés, me haría millonario. Lo llamaría “Sudor de Remedios la Bella”.

Aliento cálido de muchachas en flor. Zona tórrida en que viviré sin razones, con inocencia animal, en las hondas dulzuras de la sed y el apetito, para adorar y consentir este reino del sol, mi única patria.

El epicentro del Festival Vallenato es la casa de Hernando Molina y Consuelo, “La Cacica”. El símbolo de hospitalidad vallenata es esta vieja casona modernizada que habitan tres generaciones, como los Buendía de Macondo. Veinte cuartos, patios inmensos, corredores sosegados. Hoy, en realidad, la casa del doctor Molina no parece una casa, sino un manicomio feliz. Los gatos están asustados.

Tres conjuntos asaltan el atardecer caluroso con el aire de los cantos vallenatos. Doscientas parejas bailan en los corredores al son delirante de acordeones, cajas y guacharacas, instrumentos típicos del folclor. Aquí está la flor y nata de músicos, cantantes y compositores del Cesar, que le han dado la vuelta al mundo en acetato sin salir de Valledupar, como Isaac Carrillo, autor de La cañaguatera; Wilson Sánchez, de La banda borracha; Miguel Yanet, de El cachaquito; Armando Zabaleta, de La reforma agraria; y compositores de la nueva generación como Gustavo Gutiérrez y Pedro García, que ha introducido el “vallenato de protesta”, con su Canto al Tolima.

El conjunto de Colacho Mendoza pone la fiesta al rojo vivo, heredero directo de Francisco El Hombre, y el intérprete más inspirado de esa cantera prodigiosa de música vallenata que creó Rafael Escalona.

Los compañeros de Colacho son Adán Montero, en la guacharaca, y del Castillo en la caja. Cada uno genial en su instrumento, y trinidad única como conjunto. No era necesario ser adivino para predecir su triunfo en el Segundo Festival, como sucedió finalmente, tras una rivalidad artística y apasionada en que se impusieron la autenticidad y el valor.

Anochece. Por cada amigo, un trago. Es el estilo de saludar la amistad. Ya no recuerdo cuántos amigos tengo, casi una botella. Qué locura, ni que fuera el dios de la embriaguez. Baco en Valledupar sería un alcohólico anónimo junto a mí. Lo más terrible es que la noche es temprana y la luna no aparece sobre las cumbres nevadas.

Dios mío, no me sueltes de tu mano porque me voy a beber esta felicidad en whisky y no respondo por ti. Señor, dame sed y resistencia que estos vallenatos me van a dar trago para esta vida y la otra, ¡amén!

Una botella se hace añicos en el suelo. El acordeón de Ovidio Granados hace una pausa. La fiesta se petrífica. ¿Qué pasa? —pregunta atónito el “Temible Pedro Albundia”, alias Hernando Giraldo. Rafacastro exclama sin mirar: “Cachacos, la embarrada.” Efectivamente, la agresividad “blanca” pone su nota negra a la hospitalidad que nos brindan, qué lata. ¿Por qué no se quedaron en sus bares hediondos bebiendo cerveza, hablando de política y oyendo tangos? La cultura de estos “cachacos” es de cobre, incapaces para la convivencia y la amistad.

Disuelven la pequeña escaramuza.

“Qué humillación ser cachaco —declara desolado Pedro Albundia—, voy a pedirle perdón a la Cacica”.

Mariangolera, ¿por qué siendo yo negrito tú me sales con ese cachaquito?

Mi amigo Lácides Daza, algodonero, me invita a quedarme a vivir en Valledupar, para lo cual me ofrece su casa, su finca y veinte hectáreas para sembrar algodón. Darío Pavajeau aporta a la oferta una manada de cabras, dos alcaravanes, una hamaca y gallos de pelea.

—Amigos, con el algodón de ustedes me basta para curarme las heridas de amor que me dejará Valledupar.

Todos ríen de mi negativa a dejarme convertir en terrateniente. En Valledupar la amistad es un humanismo. Quien no es amigo no es hombre, es de otra raza. Y el sentido de amistad está hondamente ligado al coraje, a la virilidad, lo mismo que al sentimiento de solidaridad.

Esa noche se discutía la muerte trágica del presidente de Bolivia, René Barrientos. Algunos atribuían al accidente implicaciones políticas. Otros celebraban el hecho como una victoria de la izquierda latinoamericana. Otro sugirió una venganza del castrismo por la muerte del Che. Por último, dijo Darío Pavajeau: “Lástima, porque ese hombre era un macho, y todo macho es buen amigo”. Y esa opinión interpreta a fidelidad el sentimiento vallenato de la amistad.

En otro sentido, el de la solidaridad, me contó Alvaro Araújo el drama de un algodonero que el año pasado no pudo preparar sus tierras para la siembra en el mes de junio. Pasaron veinte días de lo normal, o sea, el tiempo propicio. No recoger la cosecha ese año significaba casi la ruina, por las inversiones y compromisos adquiridos.

Una noche, en tertulia que hacen tradicionalmente los vallenatos en Las Arcadas de la Plaza Alfonso López, se atrevió a confesar su problema que consistía en la falta de máquinas, sin lo cual tardaría varias semanas para poder sembrar, y entonces ya no era posible.

No se sabe cómo, pero al otro día el angustiado agricultor encontró 85 tractores trabajando a todo vapor en sus dominios. Dos días después había terminado de sembrar 200 hectáreas, asegurando así la cosecha.

Comprendo: no es el pensamiento, sino la amistad, lo que da valor a la condición humana del vallenato.

Cien años después de Macondo, esta tierra sigue siendo el milagro en que soñaba Melquíades, y a la que cantó Francisco El Hombre, el acordeonero que derrotó al demonio en una cañada camino de Atanke, según me cuenta el doctor Molina que tiene por qué saberlo, aunque se queja de estar perdiendo la memoria y habla de Rubén Darío con sus gatos.

Gonzalo Arango

Cromos N° 2.689. Bogotá, junio 16 de 1969, pp. 28 - 30.

Fuente:

Reportajes, Vol. 2. Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, octubre de 1993, pp: 308 - 313.

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