La Librería de Otraparte

Visita nuestra tienda virtual en
libreria.otraparte.org

Flor y nata de la
literatura antioqueña

La noche después del recital de Evtushenko en Medellín, el pintor Arosemena y la poetisa Olga Mattei dieron en honor del poeta una espléndida fiesta que resultó un desastre. No por culpa de los anfitriones, que eran de verdad espléndidos, sino por la extraña fauna de los invitados, en que había literatos de izquierda y de derecha, lagartos al por mayor y al detal, señores decentes y poetas nadaístas. El material explosivo adecuado para un coctel Molotov, o una ensalada rusa. Fue la noche más aburrida de Evtushenko en Colombia. Le preguntaron hasta por dónde sale el sol en Moscú. Que si creía en Dios, que si había libertad en Rusia, que si Gonzaloarango era burgués, que qué opinás de las orquídeas. El poeta se puso de mal humor. Se refugió en un cuarto con unos pocos. La poetisa le preguntó si quería saludar por teléfono al poeta Castro Saavedra. Dijo que bueno. El poeta ruso preguntó extrañado al colombiano por qué no había ido a su recital, pues quería conocerlo y darle un abrazo. Castro dijo candorosamente: “Para qué, si ya te vi por televisión”.

Evtushenko preguntó si era un chiste. Creo que se sintió un poco ofendido en su importancia, aunque en el fondo le pareció gracioso.

Los invitados se dispersaron en grupos de acuerdo con sus afinidades: los izquierdistas Alberto Aguirre, Aldemar, etc., bajo la batuta del poeta Óscar Hernández, se pusieron a cantar tangos. Las señoras se cruzaron de brazos y cubrieron sus rodillas con los chales. Las hijas de las señoras bostezaban de aburrimiento. La poetisa Olga Elena se atrevió al fin a leer sus versos a Evtushenko mientras éste repetía una cazuela de mondongo. La escritora María Helena Uribe, desencantada del soviético, le dijo al novelista Mejía Vallejo que él era 70 veces 7 más valioso que Evtushenko. El novelista, que es muy ingenuo y vanidoso, se lo creyó. Semejante elogio le acabó de subir los humos al simpático Premio Nadal, y nos dedicó su gripa y borrachera a los nadaístas, con su petulante aire de superioridad, regañándonos como una maestra de escuela jubilada. El poeta Eduardo Escobar, víctima de su moqueo carrasquilloso, me pregunta en una carta si lo que sucedió esa noche deterioró nuestra amistad:

Es que tengo una ampolla en la conciencia por lo que dijo Manuel: “Todos ustedes han hablado mal de Gonzalo”. Me duele lo que pudo hacer con nuestra amistad que era, que es cada día más amiga. Tú me conoces y sabes que no sé decir NO con la boca llena. Y un NO (con la boca llena) que no se diga, puede costarnos un amigo. Pero yo sé que eres la persona viva que más admiro y quiero en este país tan demacrado. No me importa lo que no me gusta de ti, sólo sé que te aprendo cosas, veo tu obra en mi cráneo cuando se revuelca buscando, una palabra o una idea. Me duele lo que han podido hacer con nuestra amistad. Yo te defiendo con las botas, con injurias contra los que te maltratan en mi presencia. Sin embargo, hay personas a las que no me atrevo a contradecir con toda la boca porque me detienen. Soy tan pendejo que todavía me asusta que alguien se haya ganado el Premio Nadal, o tenga veinte años más que yo. Perdóname, y agradece por lo menos que nos han dado una lección: no se puede callar, hay que decir SÍ o NO como el Cristo nos enseña. Yo no volveré a cometer la injusticia de callar ante la injuria; porque esto también es verdad: una injuria que te hagan va en detrimento de mi maravilla. Y, palabra, ¡soy maravilloso! No sé por qué me pareció que en el aeropuerto estaba sintiendo que mi mano sobre tu hombro era la mano de Judas.

Eduardo

* * *

Tu consternado relato de aquella noche me sorprende, lo había olvidado. ¿Cómo puedes pensar que dudo de ti? Creo que eres tan puro que hasta el pensamiento te mancha. La agresión de Mejía Vallejo contra mí, contra el nadaísmo en general, es el fruto tardío de su amargura. Somos tan ajenos a sus dioses y a lo que escribe. No me extraña; él fracasó en sus aspiraciones de ser un “maestro” de la juventud, el sucesor de Carrasquilla. Nuestra generación no lo soportó: era la flor y nata del parroquialismo antioqueño, el arquetipo de las virtudes de la raza. Me dijo Fernando González una vez: “Nunca podrá ser un creador, goza de muy buena salud”. Podrá escribir cien novelas, ganar el Premio Nobel, ser laureado o fuera de concurso en los Juegos Florales de Manizales, pero nunca osará una locura insólita: tendrá miedo de invertir la lógica, de afirmar que dos más dos son el principio de la muerte.

Eso es él: un linotipo que trabaja, que piensa; una caña pensante pero sin la angustia de Pascal. A Manuel le tengo afecto porque está fuera del ring: es campirano, gallero, nostálgico del burdelito de Jericó donde perdió su virginidad por un soneto; amigo íntimo del bobo del pueblo; porque labora sus novelas como un herrero, y de tanto hacer y rehacer y pulir salta de pronto una chispita en su cerebro, pero no por culpa de su genio, sino de tanto soplar la forja.

Realmente es un buen camarada, aunque literatoso como escritor. Él defiende su parcela de la plaga nadaísta, y está en su derecho. Él sabe que su herencia no tiene porvenir en nuestra generación; que será olvidado, o a lo sumo recordado en manuales de literatura patriótica. Él se preocupa por nosotros, no puede perdonar que su posteridad esté integrada por una pandilla de bastardos como los nadaístas, desalmados para amar esas cosas que fabrica, pura cacharrería imaginera para consumo de amas de casa, para entretener una mala digestión, un desvelo, un romance de ventana. Él nos regaña paternalmente, quisiera convertirnos a su “seriedad”, reformarnos en su provecho, en provecho de la literatura bonita, lógica, moral, y graciosamente filistea en la que trabaja como un minero.

Hay que reconocer que lo hace honestamente, que no da más, que no tiene de dónde sacar más. A los 45 años no se puede tomar chocolate, ver televisión, y rezar el rosario en familia, impunemente; ni tocar tiple, ni cantar “El cucarachero” en reuniones de sociedad intelectual. Y él hace esas cosas. Su literatura resulta así inexorablemente chocolatera, conservadora; novelas con susurro de tiple y olor de mejorana. Algo intolerable para este siglo Evtushenko. Pero tú y yo lo comprendemos y por eso lo admiramos: porque a su manera es un sufridor; porque se lo apostó todo a la literatura y no dejó nada para reírse de sí mismo. Por eso lo estimo suficiente para no tenerle piedad. Olvidemos, pues, sus ofensas, si en ellas se consuela, si le dan una vaga razón de ser, o al menos la ilusión.

Gonzalo Arango

Fuente:

Revista Cromos, 3 de junio de 1968, columna “Última página”.

* * *

Ver facsímil de la columna en:
Elprofetagonzaloarango.com

Ver “Queremos tanto a Evtuchenko”
de Eduardo Escobar en ElTiempo.com

^